Tienen los aeropuertos algo mágico. La sensación de la habitabilidad finita. El paso fugaz por un lugar para poder llegar al sitio que ansiamos. La espera y también la prisa. Las lágrimas de los que acompañan a las salidas y la sonrisa de quien te espera en la llegada.
Me suelo enamorar una media de dos veces por vuelo. La primera suele suceder en la fila de control de equipaje. Me fijo mucho en la forma en la que mi pareja improvisada lleva recogido el pelo y en qué tipo de atuendo elige para un viaje que nunca acierto a dónde es. La segunda suele ser en la puerta de embarque contigua a la mía. Reconozco que ahí suelo venirme un poquito más arriba y fantaseo con salir corriendo de su mano a cualquier otra parte, como Audrey Hepburn y George Peppard al salir de la tienda en la que roban dos caretas de plástico en Desayuno con diamantes. Y justo después de pensar en cómo se lo pasarían nuestros hijos que nunca lo serán, todo se evapora. Mi imaginación pone el letrero de no molestar en la puerta de mis pensamientos y entra en un pequeño trance del que nunca escapo.
La jindama comienza en esa especie de túnel de vestuarios previo al avión. Algo parecido a la calle Iris de Sevilla. Ya sentado, me empiezo a sentir como un torero en el patio de cuadrillas. Hay un pensamiento intrusivo que me persigue como un detective de lupa y gabardina. Mis músculos se tensan y la rigidez del cinturón se hace notar cada vez más. ¿Y si no salgo vivo de aquí? ¿Y si me ha tocado a mí ese uno entre un millón de aviones que se estrellan? Dice Leiva que todo el mundo cree en Dios cuando se menea el avión, y a mi me pasa algo parecido sin necesidad de que el avión vibre como una lavadora vieja.
Es ahí, antes de que el cacharro despegue, cuando envío el último whatsapp a mis padres. “Despegamos. Os quiero mucho.” escribo en el grupo familiar en un acto cobarde. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no decimos antes las cosas? El miedo se apodera de nosotros. Mueve las cuerdas desde arriba como si fuésemos un títere. Y cuando ese avión aterriza hago como que no ha pasado. Me lavo las manos como Pilato. Me coloco bien el nudo de la corbata de la cobardía y salgo de ese avión como si no me hubiese acordado de mis padres, ni de mí, ni de ti.
Cada vez que veo un avión por la ventana me imagino cuántos cobardes viajarán en él. Me gustaría abrazarlos y meterlos en un grupo de Facebook que se llame “Cobardes unidos” para que se sientan arropados, como si de un grupo de esos de gaditanos en Cuenca se tratara. Así que si eres un cobarde escríbeme. No estás solo, únete.