Una ciudad sin Esperanza

Si Kafka hubiese vivido en Sevilla 110 años más tarde, abriría su diario con un “Ayer Estados Unidos bombardeó Irán. Por la tarde fui a ver a la Macarena”.

Si Kafka hubiese nacido en Sevilla en vez de en Praga, podría haber elegido entre muchas hermandades. Habría probado la Cruzcampo y se hubiese dejado de rollos con la cerveza de allí. Comería caracoles y serranitos en vez de goulash o codillo. Si hubiese vivido en la calle Luca de Tena, no habría tenido opción, sería devoto de la Esperanza de Triana, pero si se hubiese criado en la calle Bécquer, habría nacido macareno. Y, además, si hubiese vivido 110 años más tarde, abriría su diario con un “Ayer Estados Unidos bombardeó Irán. Por la tarde fui a ver a la Macarena”.

Está Sevilla paralizada. Hasta The Times se ha hecho eco de la noticia. Y, sorprendentemente, no es por el calor que debe estar haciendo a las tres del mediodía. “¿Te puedes creer que teniendo hoy simulacro de la opo, ayer nos envía el preparador un correo diciendo que no puede ir por motivos personales? Luego he caído en que forma parte de la junta de gobierno de la Macarena” me decía un amigo comentando la actualidad de la ciudad. Y es que el pasado fin de semana, la Esperanza Macarena se sometió a una restauración la cual no había sido notificada a sus hermanos, y claro, tras ver los devotos la imagen restaurada, confirmaron el desastre. El rostro había cambiado por completo, y fue ahí cuando todo parecía perdido. Cerró la basílica, pero los macarenos querían soluciones. Caía la más grande, y allí seguía la gente, llorando, angustiada porque no reconocían a su virgen, y eso no puede ser. ¿Cómo debe sentirse un hijo cuando no reconoce a su madre al mirarla a los ojos?

Tiene ese ombliguismo el sevillano que hace que mientras el mundo se da de leches y el Gobierno de la nación se tambalea, lo importante siempre ocurre en un barrio cuyo código postal empieza por 41. Y esta vez le tocó a Macarena, su Macarena, que ya no está igual que antes. Y no pueden tener más razón. Salían en televisión los afectados por la catástrofe, pero lo más sorprendente no era eso, lo que hace única a esa ciudad es que con cuarenta grados a la sombra haya colas kilométricas para entrar a la basílica. Se lo he intentado explicar a mi compañera de piso - que es de Vitoria-, que me dice que no entiende cómo puede mover a tanta gente una virgen, y luego he caído en la cuenta de que tampoco tiene por qué entenderlo, así que no me he esmerado mucho en la explicación. La imagen que más puede ayudar a entenderlo todo es la de una señora con respiración asistida que, ayudándose con un taca taca, arrastra los pies lentamente, caminando poquito a poco en una peregrinación hacia su virgen, la de toda su familia, la de toda la vida, y busca en su mirada algo a lo que aferrarse. Una bocanada de aire entre tanta angustia despiporre mundial.

Durante esta semana que trae el final de un junio infernal, las terrazas se llenarán a las ocho y media de gente opinando sobre lo sucedido. Saldrá a relucir la opinología ilustrada que todo español de bien guarda siempre en el bolsillo de dentro de la chaqueta de sus pensamientos. Una excusa más para tomarse esa cervecita que nunca se perdona (y que nunca es una). Así es la ciudad infinita, incansable. Sales de la feria reventado, con una resaca que dura meses, con el olor de los naranjos y restos de carmín ajeno en la boca. Con el corazón robado y la cartera en la UVI. Y cuando crees que no puede pasar nada más, que el verano vaciará la ciudad como todos los años, llega el Corpus, y con él un ciudad inmersa en un thriller cofrade que hizo que sus ciudadanos, durante horas, vivieran sin Esperanza.

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Si Kafka hubiese vivido en Sevilla 110 años más tarde, abriría su diario con un “Ayer Estados Unidos bombardeó Irán. Por la tarde fui a ver a la Macarena”.

Si Kafka hubiese nacido en Sevilla en vez de en Praga, podría haber elegido entre muchas hermandades. Habría probado la Cruzcampo y se hubiese dejado de rollos con la cerveza de allí. Comería caracoles y serranitos en vez de goulash o codillo. Si hubiese vivido en la calle Luca de Tena, no habría tenido opción, sería devoto de la Esperanza de Triana, pero si se hubiese criado en la calle Bécquer, habría nacido macareno. Y, además, si hubiese vivido 110 años más tarde, abriría su diario con un “Ayer Estados Unidos bombardeó Irán. Por la tarde fui a ver a la Macarena”.

Está Sevilla paralizada. Hasta The Times se ha hecho eco de la noticia. Y, sorprendentemente, no es por el calor que debe estar haciendo a las tres del mediodía. “¿Te puedes creer que teniendo hoy simulacro de la opo, ayer nos envía el preparador un correo diciendo que no puede ir por motivos personales? Luego he caído en que forma parte de la junta de gobierno de la Macarena” me decía un amigo comentando la actualidad de la ciudad. Y es que el pasado fin de semana, la Esperanza Macarena se sometió a una restauración la cual no había sido notificada a sus hermanos, y claro, tras ver los devotos la imagen restaurada, confirmaron el desastre. El rostro había cambiado por completo, y fue ahí cuando todo parecía perdido. Cerró la basílica, pero los macarenos querían soluciones. Caía la más grande, y allí seguía la gente, llorando, angustiada porque no reconocían a su virgen, y eso no puede ser. ¿Cómo debe sentirse un hijo cuando no reconoce a su madre al mirarla a los ojos?

Tiene ese ombliguismo el sevillano que hace que mientras el mundo se da de leches y el Gobierno de la nación se tambalea, lo importante siempre ocurre en un barrio cuyo código postal empieza por 41. Y esta vez le tocó a Macarena, su Macarena, que ya no está igual que antes. Y no pueden tener más razón. Salían en televisión los afectados por la catástrofe, pero lo más sorprendente no era eso, lo que hace única a esa ciudad es que con cuarenta grados a la sombra haya colas kilométricas para entrar a la basílica. Se lo he intentado explicar a mi compañera de piso - que es de Vitoria-, que me dice que no entiende cómo puede mover a tanta gente una virgen, y luego he caído en la cuenta de que tampoco tiene por qué entenderlo, así que no me he esmerado mucho en la explicación. La imagen que más puede ayudar a entenderlo todo es la de una señora con respiración asistida que, ayudándose con un taca taca, arrastra los pies lentamente, caminando poquito a poco en una peregrinación hacia su virgen, la de toda su familia, la de toda la vida, y busca en su mirada algo a lo que aferrarse. Una bocanada de aire entre tanta angustia despiporre mundial.

Durante esta semana que trae el final de un junio infernal, las terrazas se llenarán a las ocho y media de gente opinando sobre lo sucedido. Saldrá a relucir la opinología ilustrada que todo español de bien guarda siempre en el bolsillo de dentro de la chaqueta de sus pensamientos. Una excusa más para tomarse esa cervecita que nunca se perdona (y que nunca es una). Así es la ciudad infinita, incansable. Sales de la feria reventado, con una resaca que dura meses, con el olor de los naranjos y restos de carmín ajeno en la boca. Con el corazón robado y la cartera en la UVI. Y cuando crees que no puede pasar nada más, que el verano vaciará la ciudad como todos los años, llega el Corpus, y con él un ciudad inmersa en un thriller cofrade que hizo que sus ciudadanos, durante horas, vivieran sin Esperanza.

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