Max Aub escribió una vez que «mientras no escriba todo lo que me ha pasado no podré escribir todo lo que imagino». Y cuesta imaginar que, en el ejercicio de vivir, dejen de suceder cosas continuamente. Más aún si, en ese vivir, se practica el viaje. Esta vez al norte. De nuevo, pero de forma distinta. Supongo que todas las veces son nuevas, por mucho que queramos encontrarles algo de conocido.
Que, cuando el amor no te alcanza, hay que dejar que otros te quieran. Dicen.
No sé si el amor no me alcanza. Depende del momento, de la compañía y del lugar. Pero la idea de ser querida, así, de entrada, es algo atractivo. Puestos a elegir… que te quieran desde lo pequeño. A través de un café bien servido, de alguien que sostiene la puerta para que entres o de una despedida a lo lejos con la mano sacudiendo el vacío. Probablemente no sea un querer literal, pero se siente como un abrazo.
Estos días en Donosti han sido una suma de muchos quereres. Algunos pequeños, otros tímidos y la mayoría generosos.
Volver a San Sebastián es siempre un regalo. Es una ciudad que se desliza entre la bruma atlántica y el aroma a pan recién horneado, donde cada rincón es una invitación a la contemplación y al deleite. Aquí, el tiempo se diluye entre paseos junto al mar y conversaciones que se prolongan entre zuritos y copas de txakolí. Me gusta volver a ciudades que conozco para repetir mis lugares favoritos y perderme en sitios donde solo iría alguien que vive allí y huye de la multitud. Esta vez fue así, y me sentí más en casa que en otras ocasiones.
Comenzamos en WeCamp Donosti, un refugio en la cumbre del monte Igueldo, donde la arquitectura de madera se funde con el entorno natural. Dormimos en una de las casitas revestidas de madera, frente a las tiendas de tela, rodeadas de verde. Despertábamos cada mañana con el sonido del bosque. Maravillosa la sensación de entrenar en la terraza de nuestro porche con la salida del sol y el despertar del monte.

Aquí, el lujo es la simplicidad. La misma que da nombre a una de sus banderas: las gildas. El hit fue que, nada más llegar, en la habitación nos esperaba una caja con anchoas, guindillas y aceitunas para combatir un ataque de hambre con la mejor de las armas. La esencia del norte en un solo bocado.
Durante el día nos lanzábamos a la ciudad y sus alrededores. Una de las primeras paradas fue Somos Bakery, que nos recibió con olor a café recién molido y dos taburetes libres en su barra exterior. Suerte la nuestra. Un lugar donde la granola crujiente y las tostadas artesanales se disfrutan en compañía de un perro capicúa que parece ser el guardián del buen comer.

La ruta continuó hacia la Sidrería Petritegi, donde la tradición se mantiene y se reversiona con el trabajo de los abuelos, hijos y nietos. Las antiguas prensas y las enormes botas de madera cuentan historias de generaciones dedicadas al arte de la sidra. El menú es un homenaje a la tierra: tortilla de bacalao, ensalada aliñada con su propio vinagre de manzana (¡otra vez el arte de lo simple!), carne o pescado, y el clásico postre de queso con membrillo y nueces. Evidentemente, todo ello regado con distintas sidras recolectadas y hechas en casa.

Una misma es la encargada de levantarse, elegir la bota, atinar con el juego de hombro y muñeca, y volver a la mesa lo menos salpicada posible. A medida que la comida avanza, el juego se complica. En Petritegi consiguen algo que en muchos sitios se ha perdido: no solo mantienen la tradición (que ya tiene mérito), sino también el alma viva en cada una de las personas que te recibe durante la visita.

Justo en las faldas de la sidrería encontramos Malumrex, el primer bar de sidras de la ciudad. Con una barra multigrifo que ofrece hasta 12 variedades, este lugar rinde culto a la manzana en todas sus formas. Podríamos decir que es el hermano (o hijo) canalla y modernizado. Es un espacio donde la brasa es protagonista y cada sorbo un nuevo descubrimiento. Aquí hay menos espacio para mancharse, pero más campo de juego para atreverse y probar.

El paseo de media tarde por la Concha, desde el Peine del Viento hasta el casco antiguo, fue algo para recordar. Nos recibieron decenas de bailarinas de ballet colocadas junto a la barandilla del paseo marítimo esperando su turno para bailar.
Dimos con una concentración de las mejores escuelas del País Vasco, preparadas para hacer su debut frente al mar. Tras disfrutar de un rato de baile mientras el sol se despedía entre las nubes, seguimos andando hasta el centro.

Pasamos por Elósegui a ver el escaparate y callejeamos sorteando bares y tascas de pintxos, el combustible vasco favorito. Seguimos hasta la plaza del Hotel Arbaso, para contemplar la vida donostiarra desde una perspectiva privilegiada. Y llegamos a uno de mis nuevos lugares favoritos de la ciudad: Boui Boui Shop. Creada por Nhu, es un pequeño universo de sabores y productos seleccionados con esmero. Cada estantería es un viaje sensorial, una invitación a descubrir ingredientes que despiertan la curiosidad y el paladar. Merece la pena la visita. Además, hace poco han lanzado su propio vermut.
Cerramos el día volviendo a nuestro maravilloso refugio en WeCamp. ¡Cómo se descansa rodeada de verde! Cualquiera vuelve a meterse de nuevo en el cemento.
Los siguientes días seguimos visitando otros lugares dentro y fuera de la ciudad.
Nos apeteció probar Simona Specialty Coffee Club, que nos sorprendió por ser más que una cafetería; es un punto de encuentro para amantes del café de especialidad y la buena conversación. Con una filosofía que celebra la comunidad y la conexión, este lugar ofrece brunchs deliciosos y una repostería para celebrar. Además, al estar abierta a la calle con un gran ventanal, el sol entra directamente y genera un espacio que te acoge y recoge durante horas.

Decidimos bajar el brunch subiendo al Monte Urgull. Que, tras muchas visitas a la ciudad, yo aún no había descubierto. Con su cementerio y vistas panorámicas, esta caminata invita a la reflexión y a la contemplación. Historia y naturaleza se entrelazan, ofreciendo un respiro del bullicio y una conexión evidente con el pasado. Por fechas lo encontramos cerrado, pero en la cima hay un bar donde los locales suelen quedar para tomar algo y disfrutar de la puesta de sol con todas las vistas de la Concha justo enfrente.

La ciudad se ha puesto las pilas, abriendo muchos locales de platillos de producto de temporada y vinos naturales. Algo que en Barcelona prácticamente ves en cada esquina y que allí apetece mucho, como receso de tanto pintxo. Siempre tratamos de probar alguno distinto, pero entre nuestros favoritos están Geralds, Arenales, La Gresca, Manojo.
Y finalmente llegamos a los dos lugares que más me sorprendieron en este viaje a Donosti.
El primero de ellos se encuentra en Hernani. En Kuia Kafea, Leire y Ekhi han creado un espacio que es el claro reflejo de su amor por la Tierra y su tierra. Es su pequeño hogar compartido con vecinos y con cualquiera que quiera acercarse a comer desde el alma. Con pocas mesas, casi siempre ocupadas, y un ambiente acogedor, este lugar es testimonio de que la pasión y la autenticidad son ingredientes esenciales en cualquier proyecto.

La esperanza de que vivir y trabajar con consciencia y propósito te transforma como comensal y como persona. El claro ejemplo de que no hacen falta grandilocuencias para tocar el corazón de las personas. Gracias, pareja, por poner tanto de vosotros en un espacio de verdad.

Finalmente, en otro registro y otro lugar —esta vez en Orio— nos enamoramos de la Bodega Katxiña. Dirigida por los hermanos Iñaki e Izaskun Zendoia, este lugar ofrece una experiencia enológica y gastronómica sin igual.
Con viñedos en terrazas (casi verticales) que se asoman a la ría y un caserío que combina tradición y modernidad, es el lugar ideal para degustar su propio txakolí y platos que celebran el producto local. Aquí las brasas, como en cualquier asador de altura, son las reinas.

Y de nuevo, lo sencillo: un producto excelente, el toque del fuego, la magia de quien domina las brasas (ahí está todo el secreto), un caserío maravilloso donde se resguarda la bodega propia y unas vistas impagables suspendidas sobre el agua. El enclave es imbatible y la experiencia imposible de olvidar.


Si ya amaba el norte, siempre que vuelvo lo quiero un poco más.
Fernando Pessoa compartió con el mundo que: “Hay suficiente belleza en el hecho de estar aquí y no en otro lugar”. Sintámonos afortunados de tener tantos lugares maravillosos cerca, una tierra tan rica, con unos anfitriones con ganas de aportar, compartir y transformar.
Donosti nos abrazó y nos regaló, otra vez más, sabores, paisajes, emociones y una experiencia inolvidable. Nada está perdido.