Había reservado la lectura de El derecho de las cosas bellas para arrancar este viaje. El avión empezó a correr por la pista y yo abrí el libro. Sincronizados. En la primera página leí una frase de Emma Goldman que funciona casi como un manifiesto íntimo: «Quiero libertad, el derecho a expresarme por mí misma, el derecho de todos a las cosas bellas y radiantes». Los días siguientes volví a ella muchas veces, mientras caminaba por Copenhague.
El viaje ha terminado; el libro, no. Sigo en él y la ciudad sigue en mí. Han sido días de muchas emociones y sensaciones bellas, algunas de ellas ya imposibles de separar del lugar.
La primera noche dormimos en el recién inaugurado Hotel Hans, en una habitación abuhardillada con esas camas de capas mullidas en las que apetece desaparecer por unas horas. Al día siguiente, desayuno tardío y largo en Apotek 57 y visita obligada a Frama. Caminar sin urgencia por el centro histórico y serpentear los fríos canales. Una mezcla de tierra, luz y agua que compone el ADN de esta ciudad. La cena en Alle Tiders —precisa, delicada, acogedora, con un ambiente ideal— cerró el día con la sensación de que aquí comer también es una forma de ser y estar.

El domingo amanecimos en Audo Hotel, con un desayuno temprano en Amator, donde nos recibió Mati y su equipo. En Amator se reinterpreta y se eleva lo simple: una tortilla, un acompañamiento, una bebida, vinilos sonando y la luz temblorosa de las velas. Nada más. Nada menos. Después, escapamos de la ciudad para visitar el Museo Louisiana de Arte Moderno: una revelación. Pedí el mismo deseo varias veces: quedarme a vivir frente a ese gran ventanal abierto al lago, con un Giacometti como único habitante posible. Fuera, esculturas dispersas en el jardín, bruma y un horizonte desdibujado. Más tarde, vuelta a la urbe, una pausa tranquila en el Museo del Diseño, una bebida en su bar y, por la noche, Posh Jah, el nuevo izakaya contemporáneo de la ciudad. Producto impecable, bar de sake afinado y una experiencia que funciona como un viaje directo a Asia.


El lunes llegó demasiado rápido. Dormimos de nuevo en Audo, desayunamos en La Cabra —un cinnamon roll perfecto salido del mismo obrador— y seguimos hacia el Hotel Villa Copenhagen, donde la sostenibilidad no va de discursos sino de prácticas. Allí, en Rug, comimos lo que tanto habíamos esperado: su combo perfecto de pan, queso, huevo, mantequilla casera y mermelada. Y, aprovechando la temporada, cayó —por supuesto— un panettone tostado con helado. Aún sueño con esa cuña de gloria. Por la tarde, paseo por Christiania y alargamos hasta Noma Projects, el pequeño invernadero en formato café y tienda del ya (re)conocido mismo restaurante. Cerramos el viaje cenando y conversando con Philipp en Slurp, el culpable del mejor ramen de la ciudad: entrantes, encurtidos, ramen, cerveza propia y un local pequeño con una gran selección musical y una larga cola de espera.


No imaginé cuánto me llegaría a emocionar la ciudad en lo esencial. Una simple tortilla, la luz más cálida que recuerdo, el olor de una mezcla infinita de especias, pastas anudadas, envoltorios de fibras naturales, miles de hojas de ginkgo de papel hechas a mano. La belleza del equilibrio. Una ciudad dentro de otra, como una matrioska. Velas y más velas. La verdad a medias. Miniaturas de Giacometti y su ejército de mujeres. Aceitunas en copas metálicas. Mantos y capas de hiedra. La armonía entre el frío y la calidez.

Tanto fue así que, al aterrizar de vuelta, compré billetes para volver en primavera. Para ver otras luces en directo y moverme sin guantes. Con el paso de los días me doy cuenta de que esta ciudad no solo emociona, sino que te ordena por dentro. Y probablemente ahí resida su auténtica belleza.