Una hora menos en Canarias

¿Qué se hace con el tiempo que no existe?

Evento relacionado
al
·

El avión aterriza y lo primero que noto no es la diferencia de temperatura, ni el olor a queroseno mezclado con esa salinidad densa que se te pega a la nuca como un amante pegajoso. Lo primero que noto es el desajuste. Un "clic" sordo en la maquinaria biológica. El piloto, con esa voz de barítono ensayada para calmar turbulencias y anunciar catástrofes menores, nos dice: «Bienvenidos a Tenerife. Por favor, ajusten sus relojes. Es una hora menos en Canarias».

Una hora menos.

La frase es un mantra publicitario que llevamos escuchando en la radio desde que tenemos memoria, justo después de las noticias de las ocho (las siete aquí), pero vivirla es otra cosa. Es una estafa temporal, un glitch en la Matrix, un regalo envenenado.

Me bajo del avión y mi cuerpo, esa carcasa peninsular acostumbrada al ritmo frenético de la M-30 y a la ansiedad del café quemado en vaso de cartón, sigue vibrando en la frecuencia de Madrid. Mi reloj biológico marca una hora; la luz del sol, otra. Y en ese hiato empieza a ocurrir algo extraño. El tiempo no se atrasa. El tiempo se dilata. Se estira como un chicle de fresa ácida que alguien ha dejado al sol sobre el asfalto.

Llevo aquí tres días y la sensación persiste. Me despierto antes de que los gallos —aún hay gallos en esta zona turística, y no solo alarmas de iPhone— se planteen siquiera carraspear. Mis ojos se abren de golpe a las siete de la mañana, que para mis células son las ocho. Estoy fresco, insultantemente despierto, listo para producir, para facturar, para contestar emails. Pero fuera, la isla duerme. La isla ronca con un sonido de olas rompiendo contra la lava negra.

Salgo a la terraza. El aire está quieto. No hay ese zumbido eléctrico de la península, ese ruido de fondo que te dice que llegas tarde a algún sitio. Aquí, el silencio tiene peso. Es un silencio geológico. Miro el reloj. Las siete y cuarto. En mi vida anterior, la de hace setenta y dos horas, ya habría desayunado, estaría vestido y apretujado en un bus oliendo el desodorante vencido del de al lado. Aquí, sin embargo, tengo una hora extra. Una hora fantasma.

¿Qué se hace con una hora que no existe?

Intento leer, pero la calma es tan agresiva que me desconcentra. La calma canaria no es pasiva; es una entidad que te mira a los ojos y te reta a estar quieto. Y yo, hijo del estrés y la notificación push, no sé estar quieto. Me muevo por la pequeña habitación alquilada como un animal enjaulado, haciéndome un café que tarda una eternidad en subir. Todo aquí tarda más. O eso me parece a mí.

Bajo a la calle a esperar al taxi. La vecina me sonríe con una lentitud que no termino de entender. «Tranquilo, mi rey», me dice al darse cuenta de mi hiperactividad. «Que la guagua no se va a ir sin ti».

No espero ninguna guagua. No tengo prisa. Y eso es lo que me aterra.

Mi jefe me advirtió del "aplatanamiento". Yo pensaba que era un mito, una excusa para la siesta, o quizás un efecto secundario de comer demasiados plátanos con motitas negras. Pero no. Es una condición fisiológica real. Es la gravedad actuando de forma diferente en esta latitud.

A medida que avanza el día, siento cómo mis extremidades pesan más. Mis párpados pesan. La ambición pesa. La idea de escribir este artículo, que en Madrid me habría llevado dos horas de tecleo furioso alimentado por la cafeína, aquí se convierte en una odisea homérica. Escribo una frase. Miro por la ventana. Veo una lagartija —un lagarto tizón, creo que los llaman— tomando el sol sobre una piedra. El bicho no se mueve. No parpadea. Solo existe. Absorbe fotones.

Me quedo mirando al lagarto diez minutos. ¿O han sido veinte? El tiempo se ha vuelto líquido. En la península, el tiempo es sólido, un bloque de hormigón dividido en compartimentos estancos: hora de trabajar, hora de comer, hora de ir a comprar, hora de dormir. Aquí, el tiempo es magma. Fluye, se desborda, quema si lo tocas demasiado rápido, se solidifica en formas extrañas si lo dejas estar.

Me doy cuenta de que mi ansiedad viene de ahí: de intentar medir este magma con una regla de plástico. Estoy intentando imponer mi estructura mental de hormigón armado a un paisaje que se rige por los ciclos de los volcanes y los vientos alisios.

El día se hace eterno. A las cinco de la tarde, tengo la sensación de que llevo viviendo tres días en el mismo día. He desayunado, he paseado, he mirado al lagarto, he ido a comprar la cena que me voy a tomar en el hotel, he intentado leer, he vuelto a mirar al lagarto. Y aún queda sol. Mucho sol. Un sol que no tiene prisa por irse, que se queda colgado en el horizonte, tiñendo el cielo de violetas y naranjas imposibles, como un filtro de Instagram exagerado, pero real.

Empiezo a sospechar que la frase "una hora menos" está mal formulada. No es una hora menos. Es una hora más. Es una hora que se multiplica por dentro. En la península, las horas se consumen, se gastan, se tachan de una lista. Aquí, las horas se habitan.

La relajación aquí no es un estado de paz zen, sino una confrontación con uno mismo. Cuando quitas el ruido, cuando quitas la prisa, cuando quitas la excusa de "no tengo tiempo", te quedas a solas con tu cabeza. Y eso, amigos, da vértigo. La longitud del día canario me obliga a mirarme. La isla, con su belleza terrible y su lentitud geológica, te pone un espejo delante. Por eso el día se hace largo. No porque pasen menos cosas fuera, sino porque pasan más cosas dentro.

Son las seis de la tarde (las siete en mi cuerpo, las siete en la oficina que dejé atrás). El sol acaba de caer, pero queda esa luz residual, esa hora mágica que aquí dura, literalmente, una hora.

He perdido la prisa. La he dejado en la cinta de equipajes, o se ha caído al mar en algún momento entre el aeropuerto y este bar. Y ahora tengo todo este tiempo. Todo este día larguísimo, elástico, interminable, desplegándose ante mí como una alfombra roja hacia la nada.

Una hora menos en Canarias. Qué mentira más grande. Aquí hay todo el tiempo del mundo. Y por primera vez en años, no sé qué hacer con él, salvo dejar que me pase por encima, ola tras ola, y me arrastre, muy despacio, hacia la orilla.

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Una hora menos.

La frase es un mantra publicitario que llevamos escuchando en la radio desde que tenemos memoria, justo después de las noticias de las ocho (las siete aquí), pero vivirla es otra cosa. Es una estafa temporal, un glitch en la Matrix, un regalo envenenado.

Me bajo del avión y mi cuerpo, esa carcasa peninsular acostumbrada al ritmo frenético de la M-30 y a la ansiedad del café quemado en vaso de cartón, sigue vibrando en la frecuencia de Madrid. Mi reloj biológico marca una hora; la luz del sol, otra. Y en ese hiato empieza a ocurrir algo extraño. El tiempo no se atrasa. El tiempo se dilata. Se estira como un chicle de fresa ácida que alguien ha dejado al sol sobre el asfalto.

Llevo aquí tres días y la sensación persiste. Me despierto antes de que los gallos —aún hay gallos en esta zona turística, y no solo alarmas de iPhone— se planteen siquiera carraspear. Mis ojos se abren de golpe a las siete de la mañana, que para mis células son las ocho. Estoy fresco, insultantemente despierto, listo para producir, para facturar, para contestar emails. Pero fuera, la isla duerme. La isla ronca con un sonido de olas rompiendo contra la lava negra.

Salgo a la terraza. El aire está quieto. No hay ese zumbido eléctrico de la península, ese ruido de fondo que te dice que llegas tarde a algún sitio. Aquí, el silencio tiene peso. Es un silencio geológico. Miro el reloj. Las siete y cuarto. En mi vida anterior, la de hace setenta y dos horas, ya habría desayunado, estaría vestido y apretujado en un bus oliendo el desodorante vencido del de al lado. Aquí, sin embargo, tengo una hora extra. Una hora fantasma.

¿Qué se hace con una hora que no existe?

Intento leer, pero la calma es tan agresiva que me desconcentra. La calma canaria no es pasiva; es una entidad que te mira a los ojos y te reta a estar quieto. Y yo, hijo del estrés y la notificación push, no sé estar quieto. Me muevo por la pequeña habitación alquilada como un animal enjaulado, haciéndome un café que tarda una eternidad en subir. Todo aquí tarda más. O eso me parece a mí.

Bajo a la calle a esperar al taxi. La vecina me sonríe con una lentitud que no termino de entender. «Tranquilo, mi rey», me dice al darse cuenta de mi hiperactividad. «Que la guagua no se va a ir sin ti».

No espero ninguna guagua. No tengo prisa. Y eso es lo que me aterra.

Mi jefe me advirtió del "aplatanamiento". Yo pensaba que era un mito, una excusa para la siesta, o quizás un efecto secundario de comer demasiados plátanos con motitas negras. Pero no. Es una condición fisiológica real. Es la gravedad actuando de forma diferente en esta latitud.

A medida que avanza el día, siento cómo mis extremidades pesan más. Mis párpados pesan. La ambición pesa. La idea de escribir este artículo, que en Madrid me habría llevado dos horas de tecleo furioso alimentado por la cafeína, aquí se convierte en una odisea homérica. Escribo una frase. Miro por la ventana. Veo una lagartija —un lagarto tizón, creo que los llaman— tomando el sol sobre una piedra. El bicho no se mueve. No parpadea. Solo existe. Absorbe fotones.

Me quedo mirando al lagarto diez minutos. ¿O han sido veinte? El tiempo se ha vuelto líquido. En la península, el tiempo es sólido, un bloque de hormigón dividido en compartimentos estancos: hora de trabajar, hora de comer, hora de ir a comprar, hora de dormir. Aquí, el tiempo es magma. Fluye, se desborda, quema si lo tocas demasiado rápido, se solidifica en formas extrañas si lo dejas estar.

Me doy cuenta de que mi ansiedad viene de ahí: de intentar medir este magma con una regla de plástico. Estoy intentando imponer mi estructura mental de hormigón armado a un paisaje que se rige por los ciclos de los volcanes y los vientos alisios.

El día se hace eterno. A las cinco de la tarde, tengo la sensación de que llevo viviendo tres días en el mismo día. He desayunado, he paseado, he mirado al lagarto, he ido a comprar la cena que me voy a tomar en el hotel, he intentado leer, he vuelto a mirar al lagarto. Y aún queda sol. Mucho sol. Un sol que no tiene prisa por irse, que se queda colgado en el horizonte, tiñendo el cielo de violetas y naranjas imposibles, como un filtro de Instagram exagerado, pero real.

Empiezo a sospechar que la frase "una hora menos" está mal formulada. No es una hora menos. Es una hora más. Es una hora que se multiplica por dentro. En la península, las horas se consumen, se gastan, se tachan de una lista. Aquí, las horas se habitan.

La relajación aquí no es un estado de paz zen, sino una confrontación con uno mismo. Cuando quitas el ruido, cuando quitas la prisa, cuando quitas la excusa de "no tengo tiempo", te quedas a solas con tu cabeza. Y eso, amigos, da vértigo. La longitud del día canario me obliga a mirarme. La isla, con su belleza terrible y su lentitud geológica, te pone un espejo delante. Por eso el día se hace largo. No porque pasen menos cosas fuera, sino porque pasan más cosas dentro.

Son las seis de la tarde (las siete en mi cuerpo, las siete en la oficina que dejé atrás). El sol acaba de caer, pero queda esa luz residual, esa hora mágica que aquí dura, literalmente, una hora.

He perdido la prisa. La he dejado en la cinta de equipajes, o se ha caído al mar en algún momento entre el aeropuerto y este bar. Y ahora tengo todo este tiempo. Todo este día larguísimo, elástico, interminable, desplegándose ante mí como una alfombra roja hacia la nada.

Una hora menos en Canarias. Qué mentira más grande. Aquí hay todo el tiempo del mundo. Y por primera vez en años, no sé qué hacer con él, salvo dejar que me pase por encima, ola tras ola, y me arrastre, muy despacio, hacia la orilla.

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