Despertar en el fin del mundo

Por
Marta Parera
11/12/2025

En Fisterra me emocioné por todo

Evento relacionado
al
·

Dormir en el faro de Fisterra es dormir en un borde, en un lugar que durante siglos se creyó literalmente el fin del mundo. Antes de ser faro, este edificio fue el Semáforo, una estación de señales marítimas que regulaba el tráfico de barcos en uno de los tramos más traicioneros del Atlántico. Aquí se controlaba, se advertía y se orientaba. Paradójicamente, hoy muchos llegan buscando lo contrario: perderse un poco. Como escribió Elvira Sastre: “He perdido el rumbo pero he conocido la vida en el camino”. Y quizás no haya frase más precisa para explicar lo que ocurre cuando uno se queda a dormir sobre esta lengua de roca que empuja al continente hacia el océano. A mí siempre me pasa lo mismo: los acantilados me remueven. Me emocionan. Algo en esa verticalidad brutal me coloca, como si ahí estuviera la casa del viento: sopla muchísimo, fuerte, feroz. Y la lluvia siempre parece estar al acecho.

La historia de Fisterra está hecha de mitos, naufragios y peregrinos. Antes de que el Camino de Santiago se institucionalizara, ya se caminaba hasta aquí para ver cómo el sol moría en el mar, un gesto simbólico de cierre, de renuncia, de renacimiento sin liturgia. Hoy siguen llegando con la misma mezcla rara de plenitud y vacío. De camino al margen, me crucé con un señor mayor asiático, solo, con las pintas de un peregrino cansado pero con una expresión feliz, casi ilusionado, como quien alcanza “la tierra prometida”, el fin del mundo o, al menos, el final del camino. Su gesto era de puro asombro y agradecimiento. Pasada esa escena y habiéndonos cruzado una mirada y una sonrisa cómplice, me senté en una piedra frente al horizonte. La naturaleza siempre nos recuerda esa verdad de forma directa: no corrige, no juzga, no empuja. Solo muestra. Y en esa forma de mostrarse, algo en nosotros se ordena.

Quizás por eso este lugar se siente tan cargado de presencia, aunque apenas haya nada. En ese momento se abrió una ventana en el cielo, un agujero en las nubes por donde se coló una luz blanca (no sabía si del sol o de la luna) que encendió algo en mi. Me emocioné por todo: por la inmensidad, por la nimiedad, por ese vacío que pesa y libera. Pensé entonces en las palabras de Aleksandar Hemon en El proyecto Lázaro: “Todas las vidas que podríamos vivir, todas las personas que nunca conoceremos, o que no seremos, están en todas partes. Este es el mundo.” Allí, en el antiguo Semáforo, esa idea deja de ser abstracta. El océano amplifica el vértigo, la calma y las preguntas. Y uno entiende por qué dormir en el fin del mundo no es una extravagancia, sino una forma radical de escucharse.

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Dormir en el faro de Fisterra es dormir en un borde, en un lugar que durante siglos se creyó literalmente el fin del mundo. Antes de ser faro, este edificio fue el Semáforo, una estación de señales marítimas que regulaba el tráfico de barcos en uno de los tramos más traicioneros del Atlántico. Aquí se controlaba, se advertía y se orientaba. Paradójicamente, hoy muchos llegan buscando lo contrario: perderse un poco. Como escribió Elvira Sastre: “He perdido el rumbo pero he conocido la vida en el camino”. Y quizás no haya frase más precisa para explicar lo que ocurre cuando uno se queda a dormir sobre esta lengua de roca que empuja al continente hacia el océano. A mí siempre me pasa lo mismo: los acantilados me remueven. Me emocionan. Algo en esa verticalidad brutal me coloca, como si ahí estuviera la casa del viento: sopla muchísimo, fuerte, feroz. Y la lluvia siempre parece estar al acecho.

La historia de Fisterra está hecha de mitos, naufragios y peregrinos. Antes de que el Camino de Santiago se institucionalizara, ya se caminaba hasta aquí para ver cómo el sol moría en el mar, un gesto simbólico de cierre, de renuncia, de renacimiento sin liturgia. Hoy siguen llegando con la misma mezcla rara de plenitud y vacío. De camino al margen, me crucé con un señor mayor asiático, solo, con las pintas de un peregrino cansado pero con una expresión feliz, casi ilusionado, como quien alcanza “la tierra prometida”, el fin del mundo o, al menos, el final del camino. Su gesto era de puro asombro y agradecimiento. Pasada esa escena y habiéndonos cruzado una mirada y una sonrisa cómplice, me senté en una piedra frente al horizonte. La naturaleza siempre nos recuerda esa verdad de forma directa: no corrige, no juzga, no empuja. Solo muestra. Y en esa forma de mostrarse, algo en nosotros se ordena.

Quizás por eso este lugar se siente tan cargado de presencia, aunque apenas haya nada. En ese momento se abrió una ventana en el cielo, un agujero en las nubes por donde se coló una luz blanca (no sabía si del sol o de la luna) que encendió algo en mi. Me emocioné por todo: por la inmensidad, por la nimiedad, por ese vacío que pesa y libera. Pensé entonces en las palabras de Aleksandar Hemon en El proyecto Lázaro: “Todas las vidas que podríamos vivir, todas las personas que nunca conoceremos, o que no seremos, están en todas partes. Este es el mundo.” Allí, en el antiguo Semáforo, esa idea deja de ser abstracta. El océano amplifica el vértigo, la calma y las preguntas. Y uno entiende por qué dormir en el fin del mundo no es una extravagancia, sino una forma radical de escucharse.

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