Cuando estaba en la universidad, mi abuela me regaló su coche. Era un Seat León rojo del año 2003 con paquete deportivo. Intuyo que mi abuela escogió ese modelo porque sabía que sería su último coche y quería dármelo a mí. Cuando terminé mis estudios y me fui a buscarme la vida al extranjero en 2013, el coche se quedó en casa de mis padres a las afueras de Madrid y lo seguí usando cada vez que volvía a visitarlos. Regresé a España en 2022 y cuando me instalé en el centro descubrí que el León no podía entrar en la ciudad —había transcurrido el periodo de gracia para matricular vehículos contaminantes en el municipio— y lo aguanté aparcado en Colonia Jardín hasta que la primera avería grave, fruto del abandono, precipitó su desguace.
Imagino que los desguaces estarán llenos de coches que podrían haber prestado un servicio más longevo de no haber sido por las restricciones medioambientales. Sin embargo, un Fiat Marea del noventaiocho se ha hecho célebre por burlar el cementerio: hace ya un par de meses que sigo la cuenta de Instagram de Fabio Belnome, un tipo que no puede entrar en Madrid o Barcelona con su coche de novecientos euros pero que sí puede conducirlo hasta Japón. De hecho, si todo va bien, Fabio y su Marea deberían estar arribando a las costas de Japón en un ferry desde Corea del Sur en este momento.
Mi reacción inicial a los stories de Fabio fue de envidia: primero, por mantener con vida una supuesta chatarra contaminante y demostrar que son precisamente estos vehículos antiguos pero bien construidos los que merece la pena tener; segundo, porque mientras yo deslizo el pulgar por el cristal de la pequeña pantalla de mi teléfono móvil este tipo está viviendo. No todo el mundo puede arrancar el asiento del copiloto de una tartana de casi treinta años, meter un saco de dormir y un colchón hinchable y dedicarse a viajar durante meses por lugares exóticos.
Mi segunda reacción fue la de cualquier mediocre que ve a alguien embarcarse en una aventura algo loca: cinismo. Compartía con amigos los stories de Fabio a medida que se adentraba en países complicados y los acompañaba de mensajes tipo: «aquí se le romperá el coche», «en este país le van a cortar el cuello para robarle las botas» o «en cualquier momento lo encierran en un gulag». Nada de eso sucedió. El tipo fue venciendo los obstáculos, cubriendo etapas. A saber: de Barcelona a los Balcanes, de ahí a Turquía, después Irán, varias ex repúblicas soviéticas de Eurasia, Rusia, Mongolia, Rusia otra vez y ya de ahí a Corea del Sur y a Japón en ferry. Y yo, mientras tanto, en el salón como un coche desguazado viendo cómo Fabio me enseñaba el mundo a través de sus publicaciones: me descubrió hospitalidades insospechadas, dificultades en el camino, paisajes que nunca veré. Confirmó los peligros de adentrarse en países de siniestros regímenes como Irán, Turkmenistán o Rusia. Reflexionó sobre la soledad y las decisiones, inspirando a muchos de sus seguidores. Probó que el desguace es evitable: basta con un poco de mantenimiento y con seguir rodando, evitar el anquilosamiento.
Finalmente, mi tercera reacción fue de admiración: la que sentimos por alguien que se atreve a hacer algo con lo que los demás soñamos. Arrancar un coche, conducir y no parar hasta Japón. Suena bien.