Hace casi tres meses que no leo vuestros tuits y ahora sé por qué canta el pájaro enjaulado.
Si me hubieran dicho a inicios de año que el dilema que me suponía continuar activa en Twitter se resolvería de un plumazo gracias a una cita que, en términos de diálogo, fue lo más parecido a subirse a un ring, no solo me hubiera dado mucha risa, sino que me preocuparían las cosas que soy capaz de hacer por amor.
Si algo debería ser el termómetro que mide cuánta química tienen dos personas es la cantidad de discusiones que son capaces de tener a la semana. Cojamos esto con pinzas. No todos los desacuerdos entran en esta categoría tan concreta. Entiéndeme: no tendrías que convencer a nadie de que los derechos humanos deben protegerse, de que mereces cuidados, de dar las gracias a los camareros o de que la tapa del váter se baja después de usarse. Pero abogo por el juego siempre que se pueda y, además, es que me gusta ponerme la zancadilla de vez en cuando para bajar los pies a la tierra. Y ya de paso hincar los dientes. Aprender algo nuevo.
Concibo estas discusiones como intercambios entre dos iguales (lo decía Sócrates en boca de Platón, que no hay que asumir una posición de superioridad si se quiere alcanzar el conocimiento) –como tiradores– que tratan de encantarse por otras vías más creativas que el trueque de elogios. Yo este método lo considero el más aburrido y tedioso. Por eso disfruto más las charlas con quien no me adula como si le pagaran.
Hablo precisamente de adrenalina, de sudar mientras se habla, del dominio del ritmo, el humor y el silencio. Visualizo la danza de las manos, unas veces enérgica para enfatizar una idea, otras mansa para acariciar la cara alucinada del otro. Y todo un abanico colorido de temas que nunca antes se me han pasado por la cabeza, relucientes, listos para ser abordados.
La dialéctica podría ser el combustible del buen amor, me dije entonces. Digo podría porque aún estoy explorando qué es eso del amor. Pero tras mis indagaciones algunas cosas tengo más o menos claras. Si mezclas el vermut rojo con esos ojos insolentes y la media sonrisa que refleja el sol de un domingo, ya estás perdida. De ahí sí que no sales.
No todas nuestras conversaciones deben ser elevadas y grandiosas, por supuesto. Hay muchas chabacanerías en el día a día. Pero lo que me estimula intelectualmente, incluso en los contextos más distendidos, se convierte en un vicio porque, siguiendo a Michel de Montaigne, cuando me llevan la contraria, despiertan mi atención, no mi cólera. Me ofrezco toda a quien me contradice, quien me instruye, pero sobre todo, a quien me revela algo desconocido.
Todo esto me impulsó a dejar dicha red social (borré la aplicación a los dos días de conocer a esa persona), que llegada a ese punto significaba para mí una cámara de eco. Las mismas cuatro personas, diciendo las mismas cuatro mamarrachadas. Ninguna intriga, ningún “me he quedado en blanco”, ninguna carcajada al borde del vaso, ningún tragar saliva para calibrar. Solo ruido constante de fondo, un par de frikis y análisis de brocha gorda cada dos días. ¡Qué pereza de pensarlo!
Lo que vino después fue otra cosa, algo que echó rápidamente raíces dentro de mí y me dejó intuir que eso era lo que estaba buscando. Algo que obsesionó a Carmen Martin Gaite durante toda su vida: la búsqueda de un interlocutor.
Discutir en presencia con alguien a quien no volví a ver, sus manos hundidas en mi pelo y ese beso –como el verso de Cortázar– como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces. A la mañana siguiente, al abrir los ojos por primera vez, lo primero que encontré fue el hambre de vida.
Recuerdo la noche anterior, una de esas memorables, de rara afinidad, con los botellines vacíos e ideas brillantes. Un diálogo sangrante en una mesa pegajosa de un local gentrificado de València. Al ser ignorados por el resto del mundo, tuvimos tanta disposición para erotizar con el discurso que daba gusto vernos, como apunta Baudelaire en sus Poemas nocturnos: “los pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo” y se libera al hombre que ha sido “indulgente y sociable durante el día”.
Pero qué difícil es encontrar esas conversaciones que queman, que ni siquiera requieren de florituras. No pasan por un protocolo, ni encajan en los silencios. Sacuden durante días y causan fricción, pero su fuerza se disuelve con el tiempo en nuestra memoria. Extraigo lo siguiente de mi diario de aquellas semanas: “Me gustaría tener la capacidad de describir exactamente qué fue lo que pasó, verlo en diferido desde fuera, inmortalizar cada frase”.
Ahora entiendo que se editen correspondencias como si fuera oro, si el sendero por los linderos del diálogo es lo más cerca que estamos de la ascensión espiritual. Y lo peor de todo es que se trata de una dinámica que se replica por ambas partes y que una vez que uno de los dos decide callar, el hechizo cesa.
Me estoy acordando de eso de Emilia Pardo Bazán que dice: “El quererme a mí tiene todos los inconvenientes y las emociones de casarse con un marino o un militar en tiempos de guerra. Siempre doy sustos”. Sustos, problemas o una pregunta en cuanto abres los ojos, elige tu aventura.
Yo creo que la gente se ha vuelto tan prudente, tan distraída y tan ocupada en decir lo justo, que han perdido el pulso de la palabra intencionada, las ganas de pasárselo bien y el interés genuino en sacar algo del otro que aún no se sabe qué es. Al estar condicionados por el ritmo, encima nos obligamos a ser agudos, precisos, y con el tiempo ganamos en soltura y frescura para llevar la palabra a donde nos plazca, hasta el fin del ego incluso.
Pero es que nos encanta matar moscas a cañonazos, teorizar vagamente y dar un block rápido por esa puta red social. No me seas cutre, hija, y la próxima vez, en lugar de subir pullitas a internet sin un destinatario claro, dime día y hora para hacernos unas cervezas y me espetas lo que te dé la gana a la cara. Estoy segura de que nos caeríamos mejor.
Hay que ir a por el cuerpo y en contra de la imagen. Pero esto del desacuerdo es un arte que debe ser entrenado, como la escritura, o sino, se atrofia. Por eso ahora me cuesta tanto escribir, porque he pasado todo este tiempo discutiendo en bares.