La antesala del verano son flechas oscuras en el cielo. Vencejos y golondrinas atravesando el aire mientras atardece y los sudores del día se dejan abrazar por la brisa marina, si se tiene la suerte de estar en zona de costa. En Barcelona este panorama es constante, especialmente en zonas despejadas de la ciudad, donde estos pajarillos se persiguen, ondean en el cielo, bajan a ras de suelo; vuelven a alzarse. Los vencejos, además, emiten ese particular trino agudo y repetido que parece la encarnación del verano en sí: cálido, abrumador pero sostenido, con ese cariz de infancia que tanto representa las plazas de pueblos de secano en agosto. Ponen banda sonora a los lametones de helado de pistacho y avellana, que son mis favoritos, a los paseos y a esa ligera sensación que dan las vacaciones donde todo se ralentiza y se hace más apacible. Y es que es especial. Es especial que estas aves migratorias vengan a visitarnos en verano después de pasar su invierno en África. Su vida es el sol. Lo traen, no conocen la vida gris y fría. Además de danzar toda su vida con el calor, el vencejo se puede pasar meses sin posarse en ningún sitio, hasta 10 meses. Solo se posa para anidar e incluso duerme volando, con una mitad del cerebro dormida y la otra despierta. Más fascinante y especial aún: para hacerlo, su vuelo nocturno es a gran altitud, hasta los 3.000 metros. Ascienden en espiral antes de dormir donde ganan altura y luego planean en descenso para su sueño unihemisférico. Mientras los contemplo, me acuerdo de la poeta Mary Oliver y del escritor Jonathan Franzen. La primera, muy poco reconocida en España y con una mirada mística en alabanza a la naturaleza, veía en los pájaros un símbolo de libertad, asombro, presencia y de conexión con lo divino. El simple golpe de vista de su aleteo, algo tan sencillo, evoca todo aquello que puede llegar a ser sin límites, al acto pleno de ser en el vuelo. Sin ataduras. Ese tono fresco y salvaje es el que tiene su poesía, puramente experiencial y sensorial, como una bocanada de aire puro:
“I don’t know exactly what a prayer is.
I do know how to pay attention,
how to fall down into the grass,
how to kneel down in the grass,
how to be idle and blessed,
how to stroll through the fields,
which is what I have been doing all day.
Tell me, what else should I have done?”
— de “The Summer Day”
La observación de los pájaros también es vital en la vida y escritura de Franzen. Para él la ornitología fue una reconexión espiritual con el mundo natural en un momento de crisis existencial. En “My Bird Problem”, expresa cómo la observación de estos animales se convirtió en una pasión que le llevó al asombro, y a afrontar sus emociones, su soledad e incluso duelo por la muerte de sus padres. La contemplación de las piruetas de las aves en el cielo y de su belleza le lleva a aceptar el mundo como es: bello y roto, vivo y amenazado, asombroso y vulnerable. Ambos autores naturalistas dejan entrever en su forma de narrar el arte (o mejor dicho desafío) que implica amar algo frágil. O mejor dicho: no se puede amar algo de verdad sin estar dispuesto a afrontar su partida. No hay animal más escurridizo que un pájaro o verbo que besa más la libertad que “volar”. Es la metáfora a la que aspiramos; trascender, renacer, surcar la vida y el paso del tiempo con la misma ligereza que los vencejos a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Una imagen de resiliencia, también. Seguir buscando el sol, el cielo, a pesar de todo. Como expresa así Stephen King en “The Birds are Flying Again”:
The birds are flying again,
across the blue sky of morning,
tracing their ancient paths
as if nothing had happened.
No wars, no death, no silence.
Only wings,
and the music they make
when they cut the wind.

Y es que ya estaría. Mirad los vencejos este verano, son gratis. Y si os encontráis crías o adultos varados en las calles (suele pasar que se caigan del nido o sucumban por un golpe de calor) y estáis en Barcelona, llevadlos a SURvet, en Diagonal 317. Y para acabar, como suena tan bien en catalán y es una canción tan de verano de acampada, la recomiendo: “La cançó del soldadet” de Manel. Nombra los vencejos, ‘falciots’, en su melodía y narra la historia de un soldado que está a punto de desembarcar en un frente de guerra. Se la canté el otro día con la guitarra a Carmen, una anciana de 101 años que está ciega y un poco sorda, y aunque no se enteró de mucho, lo único que dijo al acabar fue: “¡Habla de pájaros!”. Qué tendrán los pájaros que nos ensanchan la mirada.