Escribo desde la orilla. La única música que suena son las olas rompiendo en la arena mientras cubren mis pies. De vez en cuando se escucha una gaviota, pero hoy apenas vuelan. Tampoco hay niños pequeños descubriendo por primera vez el mar, haciendo castillos o cazando cangrejos en las rocas donde lo hacía de pequeño. Y no veo barcos pesqueros volviendo al puerto con las nasas en la popa y el corazón lleno. Hay muchos marineros que sólo se sienten cómodos cuando no están en el asfalto, cuando la marea es quien mece sus sueños y las estrellas quienes guían sus pasos. La bruma que ha inundado la playa desde hace dos días parece que se los ha comido a todos. Es como contemplar un cuadro de Sorolla con un borrón en medio que impide ver su luz, aunque la calma que transmite la playa es inmensa. Aquí no hay chiringuitos ni gente molestando con su música. No hace más de veinticinco grados. El sol, cuando sale, calienta y me obliga a darme un baño en estas aguas donde parece que se ha quedado a vivir el invierno. La guinda del pastel la pone una noche que permite hacer de todo sin preocuparse del calor.
Es el verano número veinticuatro echando el ancla en la misma costa, durmiendo en el mismo hotel, comiendo en los mismos restaurantes y celebrando las noches con los mismos amigos. Aunque hace tiempo que no estamos todos, las ausencias siguen apareciendo discretamente en el decorado. Porque esta playa también era la suya, porque sus recuerdos son nuestro mejor legado, porque estas copas también eran con las que brindaban con y por nosotros.
Aquí, en esta agua a la que hoy le abriga la bruma, es donde para mí terminan y empiezan los años. No quiero ni necesito conocer otras. En las rocas que rodean la arena están grabados mis primeros pasos, mis primeros amores de verano y los mejores recuerdos con mi familia. Mi identidad, mi manera de ser y de estar, ha sido forjada por el salitre de su agua, los manjares que habitan en su oscuridad y los vinos que Miguel, en A Curva, nos sirve mientras nos cuenta las historias que rodean a las parcelas y al pueblo. Es muy difícil sentirse en casa fuera de ella y muy fácil sentirse en familia con los amigos que Dios nos ha regalado. Quizá por eso, cada año, miro con ilusión cómo se va acercando la fecha en el calendario y me sorprendo a la velocidad con la que sucede todo cuando uno está donde quiere estar. Simplemente, porque no necesita nada más, porque es feliz.
Hoy ha sido la última vez que, este verano, el mar ha borrado las huellas de mis pasos sobre la arena que, cada año, recibe a un hombre más viejo, más cansado, pero con las mismas ganas de acomodar su silla frente a las olas y disfrutar de los atardeceres de un agosto que se acaba para dejar paso a un septiembre cargado de ilusión. Sé que volveremos a encontrarnos, y que por eso ya estoy mirando el reloj. Sé que es posible vivir en un eterno verano, porque para eso están los cuadros de Sorolla y los recuerdos que nos hacen mirarte con una sonrisa de oreja a oreja deseando que vuelva a salir el sol. Sé que formaré parte de tu paisaje en esta vida y en la otra. Sé que somos uno como la espuma que se funde en la arena y regresa al mar para volver a sentir su calor.