Doomscrolling en la menor. La sinfonía del dedo triste

Abro Spotify. Necesito un antídoto. Algo con arquitectura, con peso. Busco a Beethoven. La Séptima. Y no cualquier parte, no, voy directo a la herida: el segundo movimiento. Allegretto. 

Es la una y pico de la madrugada y he adoptado la postura oficial del fracaso contemporáneo: la gamba encorvada. Cris duerme y yo trato de obviar los ruidos que vienen de la calle. La cabeza pesa una tonelada sobre la almohada, el cuello yace doblado en un ángulo que mañana me pasará factura y la única luz de la habitación es el rectángulo azulado que me ilumina la cara como si estuviera contándole un secreto a un dios imbécil. Se trata del móvil. Obviamente. 

Mi pulgar trabaja por su cuenta, es un autómata. He visto a una chica llorar porque su novio no le ha regalado las flores correctas, a un contable de Ohio explicarme las bondades del ayuno intermitente y un tutorial de cinco segundos sobre cómo limpiar el culo de una freidora de aire. Noticias de asesinatos, incendios forestales, influencers haciendo “unboxing” del fin del mundo. Siento que mi cerebro se descompone en tiempo real, se licúa en un caldo de información inútil y juicios ajenos. El dedo baja, raspa la pantalla. No puedes parar. El cerebro pide más. El algoritmo aplaude.

Doomscrolling: la liturgia o condena de desplazarnos eternamente hacia abajo en nuestras redes sociales, de leer malas noticias una tras otra como si fueras un monje medieval autoflagelándose con titulares. El capitalismo de la atención te quiere ahí: alerta, angustiado, en bucle. No protestes, comparte. No duermas, desliza. Basta. 

Abro Spotify. Necesito un antídoto. Algo con arquitectura, con peso, algo que me recuerde que la humanidad ha sido capaz de construir catedrales y no solo coreografías de quince segundos. Busco a Beethoven. La Séptima. Y no cualquier parte, no, voy directo a la herida: el segundo movimiento. Allegretto

Me hundo los auriculares en los oídos. La orquesta empieza a respirar. Y suena ese primer acorde, ese la menor, como un suspiro que ya es lamento antes de que se diga nada. Lo sientes como si alguien te abriese lentamente una puerta  que lleva a un lugar en el que ya estuviste. Es un acorde que no grita, pero tampoco susurra. Afirma. Dice: “Sí, esto duele. Y va a seguir doliendo, pero también va a ser hermoso”. El oboe y el clarinete lo dicen primero. Luego lo repiten las cuerdas, como si hicieran eco interior, como si tu propio pecho recordara lo que acaban de oír tus oídos. Las primeras notas de las violas y los violonchelos son graves, solemnes. Un lamento elegante. Por un momento funciona. Hay dos mundos paralelos conviviendo en mi cráneo. En uno, Beethoven levanta una estructura sonora inmortal, una marcha fúnebre hacia la belleza. En el otro, mi pulgar sigue a lo suyo, mecánico, adicto, despachando la vida de desconocidos con un movimiento seco. La música es un templo y yo estoy en el parking de atrás, mirando un contenedor de basura. 

Pero entonces, algo hace clic. Un crujido en la maquinaria. 

El ritmo. Joder, es el ritmo. 

El ritmo. Pom-poropom-pom. Pom-poropom-pom. Largo, corto-corto. Una dáctilo. La métrica de los héroes y los poemas épicos. Aquí estoy yo, en pijama, librando mi propia batalla épica contra una tendinitis de pulgar. El compás solemne que sale de mis auriculares y el espasmo de mi dedo se han sincronizado. Son la misma cosa. Scroll... scroll-scroll... 

Al principio, el tema es simple, desnudo. Las cuerdas graves marcan el paso de esta procesión idiota. Pom-poropom-pom. Un vídeo de un perro salchicha bajando unas escaleras. Pom-poropom-pom. Un meme sobre el lunes que ya es viral el martes por la noche. Pom-poropom-pom. Una chica enseñando sus compras de Zara. Pom-poropom. El contenido es la infantería de la distracción, carne de cañón para mi aburrimiento. Una marcha de naderías que avanza, implacable, sobre los cadáveres de mis neuronas. 

Pero Beethoven no se queda ahí, y el algoritmo, tampoco. Entran las maderas, el oboe y el clarinete tejiendo una melodía nostálgica sobre la base rítmica. Una primera variación. Y la pantalla, responde. El algoritmo me ha estado escuchando, ha olido mi sangre. Ya no me enseña cualquier cosa. Ahora me muestra apartamentos carísimos en Copenhague decorados con un gusto exquisito, hiriéndome directamente en mi precariedad, la de mi época. Me enseña a escritores que sí están escribiendo, a gente que corre maratones, a ceramistas con las manos llenas de barro y de propósito. El algoritmo ha encontrado mis inseguridades y les ha puesto banda sonora. La melodía de Beethoven es bellísima, sí, pero ahora parece que se está burlando de mí. 

La orquesta sigue creciendo. Más capas, más instrumentos, un contrapunto que enreda el tema principal en una maraña de belleza y tensión. Y el feed se convierte en un espejo deformante, en una segunda variación sobre el tema de mis propias neurosis. Vídeos de parejas que se adoran con locura y viajan por Vietnam en moto. A ver dónde iremos este verano. Tutoriales sobre cómo detectar los primeros síntomas de la ansiedad. Tomo nota, por si acaso. Anuncios de una terapia online que me promete “encontrar mi mejor versión”. La música es cada vez más compleja y mi angustia, también. 

Y entonces, el crescendo

De repente, todo explota. La orquesta entera se desata en un fortissimo atronador, los timbales retumban directamente en mi esternón, una tormenta de sonido que lo arrasa todo. Y la pantalla, mi pequeño rectángulo de luz, vomita el mundo entero sobre mí a la misma velocidad. Un fragmento de un bombardeo en una ciudad cuyo nombre no sé pronunciar, seguido de un anuncio de bragas menstruales. Un influencer llorando a moco tendido porque su perro tiene conjuntivitis. La cara de un político que me da ganas de estrellar el móvil contra la pared. Una receta de tarta de queso japonesa que parece un milagro. Gente guapísima bailando en un yate. Gente feísima gritándose en un plató de televisión. Es la apoteosis. La apoteosis de la mierda. Mi pulgar vuela, es un colibrí histérico, y mi corazón bombea al ritmo, de los timbales de Beethoven. Es demasiado. Es grotesco. Es sublime. Y no puedo parar. Creo que he golpeado a Cris. 

La música empieza a apagarse. No hay un clímax que lo explique todo ni una resolución gloriosa. Solo una retirada lenta, casi avergonzada. El tema inicial vuelve, pero está herido. Es el mismo, sí, pero ahora tiene la mirada de quien ya ha visto demasiado. No es nostalgia: es resignación con un poco de ternura. 

Las maderas repiten su frase como si la soplaran desde otra habitación. Las cuerdas responden sin esperanza. Y tú, con el móvil entre las manos, notas que tu pulgar también se rinde. Deja de bajar. Se queda quieto. Como si entendiera algo que tú todavía no sabes explicar. Hay una sensación física de ralentización, como si el tiempo mismo se secara. Te das cuenta de que llevas un rato respirando raro. Que estás en tensión desde hace no sabes cuánto. Que la música ha logrado algo que las notificaciones no consiguen: que existas en el presente sin urgencia. 

Y entonces se acaba. No con una explosión, sino con un desvanecerse. El último acorde no cierra nada. Solo se deja caer. Como una persona quedándose dormida. Te quitas los auriculares. Y la realidad entra como un portazo. No hay aplausos, ni final redondo, ni esa catarsis cinematográfica que siempre esperas y nunca llega. Solo el ruido del ventilador, el reflejo opaco de tu cara en la pantalla negra y el eco leve de haber sentido algo que ya se está yendo. Los ojos te escuecen, pero no sabes si es por la música o por haber estado cuarenta minutos viendo vídeos.

Estás solo. Con tu pantalla. Con tu vacío. Y ahora que todo ha callado, te queda una cosa sola: la evidencia de que has perdido el tiempo.

Beethoven se murió. Yo apago el móvil y compruebo que sigo aquí. Mañana, supongo, la orquesta volverá a tocar para nadie. Nadie escuchará de verdad.

Y sin embargo, si tú estás aquí, leyendo esto con la pantalla quieta y las pupilas inmóviles, si has seguido cada frase no por ansiedad sino por atención verdadera, entonces esto —esta tontería, este artículo— ha funcionado. 

Porque durante estos minutos no estuviste revisando notificaciones, ni enganchándote a la rabia prestada de desconocidos, ni recolectando mini-terrores para tu colección diaria. Estuviste quieto. Dentro de algo. Como yo cada vez que suena el segundo movimiento de la Séptima de Beethoven. Como si un acorde lento, triste, pero firme, te dijera: basta ya. Y por una vez, tú lo escucharas y no siguieras bajando.

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Doomscrolling en la menor. La sinfonía del dedo triste

Abro Spotify. Necesito un antídoto. Algo con arquitectura, con peso. Busco a Beethoven. La Séptima. Y no cualquier parte, no, voy directo a la herida: el segundo movimiento. Allegretto. 

Es la una y pico de la madrugada y he adoptado la postura oficial del fracaso contemporáneo: la gamba encorvada. Cris duerme y yo trato de obviar los ruidos que vienen de la calle. La cabeza pesa una tonelada sobre la almohada, el cuello yace doblado en un ángulo que mañana me pasará factura y la única luz de la habitación es el rectángulo azulado que me ilumina la cara como si estuviera contándole un secreto a un dios imbécil. Se trata del móvil. Obviamente. 

Mi pulgar trabaja por su cuenta, es un autómata. He visto a una chica llorar porque su novio no le ha regalado las flores correctas, a un contable de Ohio explicarme las bondades del ayuno intermitente y un tutorial de cinco segundos sobre cómo limpiar el culo de una freidora de aire. Noticias de asesinatos, incendios forestales, influencers haciendo “unboxing” del fin del mundo. Siento que mi cerebro se descompone en tiempo real, se licúa en un caldo de información inútil y juicios ajenos. El dedo baja, raspa la pantalla. No puedes parar. El cerebro pide más. El algoritmo aplaude.

Doomscrolling: la liturgia o condena de desplazarnos eternamente hacia abajo en nuestras redes sociales, de leer malas noticias una tras otra como si fueras un monje medieval autoflagelándose con titulares. El capitalismo de la atención te quiere ahí: alerta, angustiado, en bucle. No protestes, comparte. No duermas, desliza. Basta. 

Abro Spotify. Necesito un antídoto. Algo con arquitectura, con peso, algo que me recuerde que la humanidad ha sido capaz de construir catedrales y no solo coreografías de quince segundos. Busco a Beethoven. La Séptima. Y no cualquier parte, no, voy directo a la herida: el segundo movimiento. Allegretto

Me hundo los auriculares en los oídos. La orquesta empieza a respirar. Y suena ese primer acorde, ese la menor, como un suspiro que ya es lamento antes de que se diga nada. Lo sientes como si alguien te abriese lentamente una puerta  que lleva a un lugar en el que ya estuviste. Es un acorde que no grita, pero tampoco susurra. Afirma. Dice: “Sí, esto duele. Y va a seguir doliendo, pero también va a ser hermoso”. El oboe y el clarinete lo dicen primero. Luego lo repiten las cuerdas, como si hicieran eco interior, como si tu propio pecho recordara lo que acaban de oír tus oídos. Las primeras notas de las violas y los violonchelos son graves, solemnes. Un lamento elegante. Por un momento funciona. Hay dos mundos paralelos conviviendo en mi cráneo. En uno, Beethoven levanta una estructura sonora inmortal, una marcha fúnebre hacia la belleza. En el otro, mi pulgar sigue a lo suyo, mecánico, adicto, despachando la vida de desconocidos con un movimiento seco. La música es un templo y yo estoy en el parking de atrás, mirando un contenedor de basura. 

Pero entonces, algo hace clic. Un crujido en la maquinaria. 

El ritmo. Joder, es el ritmo. 

El ritmo. Pom-poropom-pom. Pom-poropom-pom. Largo, corto-corto. Una dáctilo. La métrica de los héroes y los poemas épicos. Aquí estoy yo, en pijama, librando mi propia batalla épica contra una tendinitis de pulgar. El compás solemne que sale de mis auriculares y el espasmo de mi dedo se han sincronizado. Son la misma cosa. Scroll... scroll-scroll... 

Al principio, el tema es simple, desnudo. Las cuerdas graves marcan el paso de esta procesión idiota. Pom-poropom-pom. Un vídeo de un perro salchicha bajando unas escaleras. Pom-poropom-pom. Un meme sobre el lunes que ya es viral el martes por la noche. Pom-poropom-pom. Una chica enseñando sus compras de Zara. Pom-poropom. El contenido es la infantería de la distracción, carne de cañón para mi aburrimiento. Una marcha de naderías que avanza, implacable, sobre los cadáveres de mis neuronas. 

Pero Beethoven no se queda ahí, y el algoritmo, tampoco. Entran las maderas, el oboe y el clarinete tejiendo una melodía nostálgica sobre la base rítmica. Una primera variación. Y la pantalla, responde. El algoritmo me ha estado escuchando, ha olido mi sangre. Ya no me enseña cualquier cosa. Ahora me muestra apartamentos carísimos en Copenhague decorados con un gusto exquisito, hiriéndome directamente en mi precariedad, la de mi época. Me enseña a escritores que sí están escribiendo, a gente que corre maratones, a ceramistas con las manos llenas de barro y de propósito. El algoritmo ha encontrado mis inseguridades y les ha puesto banda sonora. La melodía de Beethoven es bellísima, sí, pero ahora parece que se está burlando de mí. 

La orquesta sigue creciendo. Más capas, más instrumentos, un contrapunto que enreda el tema principal en una maraña de belleza y tensión. Y el feed se convierte en un espejo deformante, en una segunda variación sobre el tema de mis propias neurosis. Vídeos de parejas que se adoran con locura y viajan por Vietnam en moto. A ver dónde iremos este verano. Tutoriales sobre cómo detectar los primeros síntomas de la ansiedad. Tomo nota, por si acaso. Anuncios de una terapia online que me promete “encontrar mi mejor versión”. La música es cada vez más compleja y mi angustia, también. 

Y entonces, el crescendo

De repente, todo explota. La orquesta entera se desata en un fortissimo atronador, los timbales retumban directamente en mi esternón, una tormenta de sonido que lo arrasa todo. Y la pantalla, mi pequeño rectángulo de luz, vomita el mundo entero sobre mí a la misma velocidad. Un fragmento de un bombardeo en una ciudad cuyo nombre no sé pronunciar, seguido de un anuncio de bragas menstruales. Un influencer llorando a moco tendido porque su perro tiene conjuntivitis. La cara de un político que me da ganas de estrellar el móvil contra la pared. Una receta de tarta de queso japonesa que parece un milagro. Gente guapísima bailando en un yate. Gente feísima gritándose en un plató de televisión. Es la apoteosis. La apoteosis de la mierda. Mi pulgar vuela, es un colibrí histérico, y mi corazón bombea al ritmo, de los timbales de Beethoven. Es demasiado. Es grotesco. Es sublime. Y no puedo parar. Creo que he golpeado a Cris. 

La música empieza a apagarse. No hay un clímax que lo explique todo ni una resolución gloriosa. Solo una retirada lenta, casi avergonzada. El tema inicial vuelve, pero está herido. Es el mismo, sí, pero ahora tiene la mirada de quien ya ha visto demasiado. No es nostalgia: es resignación con un poco de ternura. 

Las maderas repiten su frase como si la soplaran desde otra habitación. Las cuerdas responden sin esperanza. Y tú, con el móvil entre las manos, notas que tu pulgar también se rinde. Deja de bajar. Se queda quieto. Como si entendiera algo que tú todavía no sabes explicar. Hay una sensación física de ralentización, como si el tiempo mismo se secara. Te das cuenta de que llevas un rato respirando raro. Que estás en tensión desde hace no sabes cuánto. Que la música ha logrado algo que las notificaciones no consiguen: que existas en el presente sin urgencia. 

Y entonces se acaba. No con una explosión, sino con un desvanecerse. El último acorde no cierra nada. Solo se deja caer. Como una persona quedándose dormida. Te quitas los auriculares. Y la realidad entra como un portazo. No hay aplausos, ni final redondo, ni esa catarsis cinematográfica que siempre esperas y nunca llega. Solo el ruido del ventilador, el reflejo opaco de tu cara en la pantalla negra y el eco leve de haber sentido algo que ya se está yendo. Los ojos te escuecen, pero no sabes si es por la música o por haber estado cuarenta minutos viendo vídeos.

Estás solo. Con tu pantalla. Con tu vacío. Y ahora que todo ha callado, te queda una cosa sola: la evidencia de que has perdido el tiempo.

Beethoven se murió. Yo apago el móvil y compruebo que sigo aquí. Mañana, supongo, la orquesta volverá a tocar para nadie. Nadie escuchará de verdad.

Y sin embargo, si tú estás aquí, leyendo esto con la pantalla quieta y las pupilas inmóviles, si has seguido cada frase no por ansiedad sino por atención verdadera, entonces esto —esta tontería, este artículo— ha funcionado. 

Porque durante estos minutos no estuviste revisando notificaciones, ni enganchándote a la rabia prestada de desconocidos, ni recolectando mini-terrores para tu colección diaria. Estuviste quieto. Dentro de algo. Como yo cada vez que suena el segundo movimiento de la Séptima de Beethoven. Como si un acorde lento, triste, pero firme, te dijera: basta ya. Y por una vez, tú lo escucharas y no siguieras bajando.

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