Olivia Rodrigo en Villaverde

La fantasía es entender que el Macool es un poco como Madrid, que la capital es esa llanura.

El Madcool es una llanura. Una de esas planicies fosforitas del fondo de pantalla de Windows XP. Si hay una cualidad que define al festival, es esa: su espectral apertura, más que física, metafísica. Una interminable explanada de césped artificial derramada sobre la geometría de un polígono industrial, donde todo aparenta sentido pero poco o nada lo tiene o, mejor dicho, podría tener cualquier otro. Donde todo lugar es buen lugar para sentarse. “Me gusta este sitio”, me dice David cuando llegamos. No por nada en particular, dice algo de la brisa: lo que pasa, y no lo que hay.

Es así como el Madcool se siente y, me atrevería a decir, cómo te atrapa. No necesariamente por el cartel, que este año claramente ha flojeado, ni por las “misiones secundarias”, que son más simulacro de atracciones que elementos reseñables en sí. Por mucho que se diga que las marcas han tomado el festival, sus emplazamientos se sienten como un archipiélago de pequeños tótems que apenas impiden el paso. Señales de cosas que no existen, que nunca harás. Incluso el pabellón de la Comunidad de Madrid, con sus pasatiempos inspirados en El juego del Calamar, resulta una broma demasiado obvia: “¿A que somos malos?”, te guiña el ojo Ayuso, “¿A que en el fondo deseas morir triturado en la máquina asesina del capitalismo, a que en realidad te parece divertido?”, codo-codo.

La fantasía es que la máquina asesina es otra fantasía, otra mercancía, otra ilusión. También es una fantasía que el festival sea una abstracción: un puñado de cosas concretas pero intercambiables, que caben en una explanada inmensa a cambio de un número determinado de euros, que sufriste trabajando este año para ahorrar, o que algún extranjero rascó de su bolsillo. Porque igual que da igual a dónde vaya el dinero, da igual de dónde venga. Por mucha foto con la noria o mucho desubicado que se cree que está en Coachella, nada de eso importa ni se asienta. Aquí no hay influencers culturetas, podcasts de moda, cabezudos animatrónicos ni pretensión de ser algo especial o rompedor. Todo es eso pero podría ser cualquier cosa. Un puñado de artistas que podrían ser cualquier otro. Un techno demasiado mediocre para ser intencionado. Un lugar donde está asegurado que todo el mundo, en cierta medida, se lo podrá pasar bien. Los modernos, los pijos, los estudiantes, las lesbianas, los divorciados, los niños, los guiris, las señoras, también los desubicados que se creen que están en Coachella. Todo el mundo cabe en la llanura, todo el mundo se desliza con la misma facilidad. 

La fantasía es entender que el Madcool es un poco como Madrid, que la capital es esa llanura. Desde fuera, un asunto un tanto hortera y pretencioso sobre el que resulta natural sentir cringe. Desde dentro, un ambiente abierto y distendido con nulas pretensiones, apenas constituido por el conjunto de los que se agolpan en él. Lo que pasa es que ese Madrid es otra fantasía. La abstracción siempre es un engaño. Por mucho que nos suenen bien los filósofos de la irrealidad, o las palabras como “no-lugar”, la realidad siempre te acaba estallando en la cara. Los lugares tienen la indecencia de existir. Quizás te lo recuerde algún fallo técnico o una cola para la comida demasiado larga. Son como interferencias en tu pretensión de trascender, aunque sea solo un fin de semana, de la interminable rueda de la noria del trabajo y la fatiga.

En cualquier caso, será el camino hasta el festival, atravesando el paisaje industrial plagado de policía, el que te recordará dónde estás. Villaverde es ese sector olvidado, el abandono consciente, y por ahora políticamente admisible, de las administraciones del Ayuntamiento y la Comunidad. Madrid no es una llanura, es la imagen de esa falsa apertura, donde caben todos menos los que la sostienen por el margen. En Villaverde está la explanada, pero Villaverde no entra en ella. Nada acontece sin fricción, ni un macrofestival ni mucho menos una ciudad. Volvemos cansados, atravesando otro año de experiencia desigual: ¿cómo querer a esta ciudad si se sigue negando a sí misma? ¿Cómo creer en su apertura, en su familiaridad, si esta no puede dejar de sentirse como propaganda asesina, excluyente? ¿Cómo asumir su demanda de placer sin vender su espacio a la especulación, a la mercantilización, a la extracción de tiempo y espacio? Solo queda, por ahora, concluir en que esta no es su imagen, es si acaso una promesa rota, un ideal, que aquellos que nos venden haberlo cumplido trabajan sistemáticamente por bloquear.

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La foto que ilustra el artículo es de Javier Bragado / Mad Cool

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La fantasía es entender que el Macool es un poco como Madrid, que la capital es esa llanura.

El Madcool es una llanura. Una de esas planicies fosforitas del fondo de pantalla de Windows XP. Si hay una cualidad que define al festival, es esa: su espectral apertura, más que física, metafísica. Una interminable explanada de césped artificial derramada sobre la geometría de un polígono industrial, donde todo aparenta sentido pero poco o nada lo tiene o, mejor dicho, podría tener cualquier otro. Donde todo lugar es buen lugar para sentarse. “Me gusta este sitio”, me dice David cuando llegamos. No por nada en particular, dice algo de la brisa: lo que pasa, y no lo que hay.

Es así como el Madcool se siente y, me atrevería a decir, cómo te atrapa. No necesariamente por el cartel, que este año claramente ha flojeado, ni por las “misiones secundarias”, que son más simulacro de atracciones que elementos reseñables en sí. Por mucho que se diga que las marcas han tomado el festival, sus emplazamientos se sienten como un archipiélago de pequeños tótems que apenas impiden el paso. Señales de cosas que no existen, que nunca harás. Incluso el pabellón de la Comunidad de Madrid, con sus pasatiempos inspirados en El juego del Calamar, resulta una broma demasiado obvia: “¿A que somos malos?”, te guiña el ojo Ayuso, “¿A que en el fondo deseas morir triturado en la máquina asesina del capitalismo, a que en realidad te parece divertido?”, codo-codo.

La fantasía es que la máquina asesina es otra fantasía, otra mercancía, otra ilusión. También es una fantasía que el festival sea una abstracción: un puñado de cosas concretas pero intercambiables, que caben en una explanada inmensa a cambio de un número determinado de euros, que sufriste trabajando este año para ahorrar, o que algún extranjero rascó de su bolsillo. Porque igual que da igual a dónde vaya el dinero, da igual de dónde venga. Por mucha foto con la noria o mucho desubicado que se cree que está en Coachella, nada de eso importa ni se asienta. Aquí no hay influencers culturetas, podcasts de moda, cabezudos animatrónicos ni pretensión de ser algo especial o rompedor. Todo es eso pero podría ser cualquier cosa. Un puñado de artistas que podrían ser cualquier otro. Un techno demasiado mediocre para ser intencionado. Un lugar donde está asegurado que todo el mundo, en cierta medida, se lo podrá pasar bien. Los modernos, los pijos, los estudiantes, las lesbianas, los divorciados, los niños, los guiris, las señoras, también los desubicados que se creen que están en Coachella. Todo el mundo cabe en la llanura, todo el mundo se desliza con la misma facilidad. 

La fantasía es entender que el Madcool es un poco como Madrid, que la capital es esa llanura. Desde fuera, un asunto un tanto hortera y pretencioso sobre el que resulta natural sentir cringe. Desde dentro, un ambiente abierto y distendido con nulas pretensiones, apenas constituido por el conjunto de los que se agolpan en él. Lo que pasa es que ese Madrid es otra fantasía. La abstracción siempre es un engaño. Por mucho que nos suenen bien los filósofos de la irrealidad, o las palabras como “no-lugar”, la realidad siempre te acaba estallando en la cara. Los lugares tienen la indecencia de existir. Quizás te lo recuerde algún fallo técnico o una cola para la comida demasiado larga. Son como interferencias en tu pretensión de trascender, aunque sea solo un fin de semana, de la interminable rueda de la noria del trabajo y la fatiga.

En cualquier caso, será el camino hasta el festival, atravesando el paisaje industrial plagado de policía, el que te recordará dónde estás. Villaverde es ese sector olvidado, el abandono consciente, y por ahora políticamente admisible, de las administraciones del Ayuntamiento y la Comunidad. Madrid no es una llanura, es la imagen de esa falsa apertura, donde caben todos menos los que la sostienen por el margen. En Villaverde está la explanada, pero Villaverde no entra en ella. Nada acontece sin fricción, ni un macrofestival ni mucho menos una ciudad. Volvemos cansados, atravesando otro año de experiencia desigual: ¿cómo querer a esta ciudad si se sigue negando a sí misma? ¿Cómo creer en su apertura, en su familiaridad, si esta no puede dejar de sentirse como propaganda asesina, excluyente? ¿Cómo asumir su demanda de placer sin vender su espacio a la especulación, a la mercantilización, a la extracción de tiempo y espacio? Solo queda, por ahora, concluir en que esta no es su imagen, es si acaso una promesa rota, un ideal, que aquellos que nos venden haberlo cumplido trabajan sistemáticamente por bloquear.

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