La literatura nazi en América

Kanye West es el Tío Tom de la ultraderecha: su bufón útil, su negro cariñoso. Los mismos columnistas y escritores que han hecho carrera y fortuna clamando semanalmente contra la Dictadura Woke, ahora callan.

“Nigga, Heil Hitler” puede parecer una broma, pero es habitual para el fascismo, de forma más o menos consciente, quererse hacer pasar por una. Cuando, a finales de 2022, asistimos al breakdown antisemita de Kanye West en directo, todavía podíamos fingir lástima, incluso risa. La imagen de West con una media negra en la cabeza y una chupa de motero soltando incongruencias en el plató de Infowars es, objetivamente, un meme para la posteridad. Unos años después, parece que la broma ha perdido la gracia. Comentaristas de derecha, que nunca se atreverían a decirse explícitamente nazis, pueden juguetear con la noción de que Heil Hitler, el último single del cantante, “suena bien”. Quienes quieren hacer parecer X, el cadáver de twitter, como el bastión de la libertad de expresión, aseguran que es prueba de algún beneficio social que sea la única plataforma donde la canción está disponible. Cuando Orwell escribió sobre el Gran Hermano, como se sabe, estaba hablando de Spotify. Claro que la canción suena bien. Su carácter de himno, su cualidad pegadiza, no es casualidad sino intención.

La utilidad de la figura de West para el nazismo cultural no puede subestimarse, por mucho que las razones de sus salidas de tono tuvieran más que ver con la enfermedad mental que con la seriedad ideológica (si es que acaso, en el fascismo, puede separarse lo uno de lo otro). West, siempre proclive a la polémica, sirvió durante un tiempo para condensar varias de las hebras de la historia, siempre compleja y contradictoria, de la música popular norteamericana, inextricablemente ligada a la música negra, de la que ha extraído durante siglo y medio la mayoría de sus energías creativas. West, con su imagen de savant perturbado, servía de expresión de esa herida. Su matrimonio con Kim Kardashian, epítome de la cultura televisiva del nuevo milenio, reconciliaba su pretensión de genio musical, siempre admirado por la vanguardia y el underground, con su cualidad de celebrity en la cúspide de la industria musical. Durante unos años, cuando Taylor Swift fue un icono criptonazi (aunque hoy parezca increíble esto pasó, de verdad), sus salidas de tono con ella facilitaban ver a West como el mismo negro peligroso que amenazaba la sexualidad de una joven inocente, es decir: la pureza de la raza blanca. Hoy, los papeles se han invertido: Swift vota demócrata y permite que las mujeres se lo pasen bien sin pretensión ni compromiso. West es el Tío Tom de la ultraderecha: su bufón útil, su negro cariñoso, que dice las cosas que ellos no se atreven a decir en voz alta, que ofende el gusto y la sensibilidad cuya atención el nazismo cultural se esfuerza constantemente por llamar.

Es habitual para el nazi disimularse de malditismo, tomar el disfraz del genio loco. Trata hacer pasar su miseria moral por irreverencia, su podredumbre intelectual por descaro, su insufrible autocompasión por pose de rockstar torturado. Intenta cubrir con una chupa de cuero y pelo por los hombros una cara de memo al que le falta un yemazo. Pretende hacer pasar por filosofía edgy pedir que vuelva la esclavitud, y es en gran parte culpa de los mismos liberales que el nazi cultural a los que provoca fascinación, por mucho complejo de víctima que traiga. El filósofo nazi proclamará contra la censura y el linchamiento en redes desde los perfiles de los periódicos de mayor tirada, las franjas horarias de mayor audiencia y las mesas de novedades de El Corte Inglés. En su último intento por dar una entrevista, en el programa de Piers Morgan, Kayne West no pudo soportar que el presentador afirmara, por equivocación, que tenía 32 y no 33 millones de seguidores en X. Tuvo que salir corriendo a llorar a algún rincón, dejando que un perrillo faldero diera explicaciones. Bajo la pose de provocador que busca el nazi se esconde, como se sabe, una profunda inseguridad, la piel más fina. Mientras tanto, los asesinos y los censores son los mismos de siempre. Los mismos columnistas y escritores que han hecho carrera y fortuna clamando semanalmente contra la Dictadura Woke, callan frente al constante avance de la militarización de la policía y la suspensión de los derechos civiles de expresión y manifestación. 

La pregunta no es en qué grado de totalitarismo incurren tres o cuatro plataformas, cuya ideología no es otra que el dinero, al retirar el himno que enaltece a un dictador genocida. La pregunta es qué grado de totalitarismo será necesario para detener y castigar a quienes envían encapuchados a capturar a estudiantes en plena luz del día por declarar su apoyo a la causa palestina. Es Donald Trump quien unilateralmente despliega al ejército en su territorio nacional, quien censura, detiene, intimida y deporta. Son los mismos nazis de siempre, los que pretendieron ser la víctima de la intolerancia, los que hoy envían a sus oponentes a prisiones distópicas en el trópico. Una década de quejas por la intolerancia de la izquierda, a la vista de los hechos, demuestran que poco intolerante se ha sido.

El fascista necesita presentarse como la peor afrenta posible frente a la sensibilidad liberal, cuando es la sensibilidad liberal quien le permite existir. El fascista requiere del liberal como el parásito del huésped. Necesita hablar de censura y de cancelación, apelando a la tolerancia, para hacer avanzar su política exterminista. El liberal incide en la utilidad de un diálogo público en el que el nazi nunca ha estado interesado, quiere jugar limpio en una guerra cultural donde el nazi siempre librará una batalla sucia. Se enfanga en disputas semánticas sobre el uso de la palabra “fascismo”, pero la mala hierba no entiende de especies. Al cardo no se lo categoriza, se le arranca. Al fascista no se le tolera, se le aplasta. No se le ignora, se le humilla. No se le debate, se le expulsa. Con la serpiente no se dialoga: se le separa la cabeza de la cola.

Hace poco Adrián escribía, en referencia a una cita de El mapa y el territorio Houellebecq, sobre su impulso de pegarle una paliza a un trabajador de una clínica de eutanasia ante la que aseguraba que se sentiría estremecido como quien se encuentra frente a un campo de concentración. Me pasa. No necesariamente cuando me encuentro frente al trabajador de un centro que ayuda a las personas a tener una muerte digna. Pero sí cuando estoy frente a un campo de concentración. Por ejemplo, cuando veo las imágenes de Gaza, la prisión de El Salvador o el despliegue militar en Los Ángeles. Cuando estoy frente a la violencia desnuda del fascismo de siempre, y cuando leo y escucho a los nazis que esconden bajo la filosofía edgy el mismo rencor y la misma crueldad que anima la perpetuación de su política genocida, llorando porque Spotify borró una canción, mientras la catástrofe y la masacre siguen avanzando bajo el mismo signo de siempre.

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“Nigga, Heil Hitler” puede parecer una broma, pero es habitual para el fascismo, de forma más o menos consciente, quererse hacer pasar por una. Cuando, a finales de 2022, asistimos al breakdown antisemita de Kanye West en directo, todavía podíamos fingir lástima, incluso risa. La imagen de West con una media negra en la cabeza y una chupa de motero soltando incongruencias en el plató de Infowars es, objetivamente, un meme para la posteridad. Unos años después, parece que la broma ha perdido la gracia. Comentaristas de derecha, que nunca se atreverían a decirse explícitamente nazis, pueden juguetear con la noción de que Heil Hitler, el último single del cantante, “suena bien”. Quienes quieren hacer parecer X, el cadáver de twitter, como el bastión de la libertad de expresión, aseguran que es prueba de algún beneficio social que sea la única plataforma donde la canción está disponible. Cuando Orwell escribió sobre el Gran Hermano, como se sabe, estaba hablando de Spotify. Claro que la canción suena bien. Su carácter de himno, su cualidad pegadiza, no es casualidad sino intención.

La utilidad de la figura de West para el nazismo cultural no puede subestimarse, por mucho que las razones de sus salidas de tono tuvieran más que ver con la enfermedad mental que con la seriedad ideológica (si es que acaso, en el fascismo, puede separarse lo uno de lo otro). West, siempre proclive a la polémica, sirvió durante un tiempo para condensar varias de las hebras de la historia, siempre compleja y contradictoria, de la música popular norteamericana, inextricablemente ligada a la música negra, de la que ha extraído durante siglo y medio la mayoría de sus energías creativas. West, con su imagen de savant perturbado, servía de expresión de esa herida. Su matrimonio con Kim Kardashian, epítome de la cultura televisiva del nuevo milenio, reconciliaba su pretensión de genio musical, siempre admirado por la vanguardia y el underground, con su cualidad de celebrity en la cúspide de la industria musical. Durante unos años, cuando Taylor Swift fue un icono criptonazi (aunque hoy parezca increíble esto pasó, de verdad), sus salidas de tono con ella facilitaban ver a West como el mismo negro peligroso que amenazaba la sexualidad de una joven inocente, es decir: la pureza de la raza blanca. Hoy, los papeles se han invertido: Swift vota demócrata y permite que las mujeres se lo pasen bien sin pretensión ni compromiso. West es el Tío Tom de la ultraderecha: su bufón útil, su negro cariñoso, que dice las cosas que ellos no se atreven a decir en voz alta, que ofende el gusto y la sensibilidad cuya atención el nazismo cultural se esfuerza constantemente por llamar.

Es habitual para el nazi disimularse de malditismo, tomar el disfraz del genio loco. Trata hacer pasar su miseria moral por irreverencia, su podredumbre intelectual por descaro, su insufrible autocompasión por pose de rockstar torturado. Intenta cubrir con una chupa de cuero y pelo por los hombros una cara de memo al que le falta un yemazo. Pretende hacer pasar por filosofía edgy pedir que vuelva la esclavitud, y es en gran parte culpa de los mismos liberales que el nazi cultural a los que provoca fascinación, por mucho complejo de víctima que traiga. El filósofo nazi proclamará contra la censura y el linchamiento en redes desde los perfiles de los periódicos de mayor tirada, las franjas horarias de mayor audiencia y las mesas de novedades de El Corte Inglés. En su último intento por dar una entrevista, en el programa de Piers Morgan, Kayne West no pudo soportar que el presentador afirmara, por equivocación, que tenía 32 y no 33 millones de seguidores en X. Tuvo que salir corriendo a llorar a algún rincón, dejando que un perrillo faldero diera explicaciones. Bajo la pose de provocador que busca el nazi se esconde, como se sabe, una profunda inseguridad, la piel más fina. Mientras tanto, los asesinos y los censores son los mismos de siempre. Los mismos columnistas y escritores que han hecho carrera y fortuna clamando semanalmente contra la Dictadura Woke, callan frente al constante avance de la militarización de la policía y la suspensión de los derechos civiles de expresión y manifestación. 

La pregunta no es en qué grado de totalitarismo incurren tres o cuatro plataformas, cuya ideología no es otra que el dinero, al retirar el himno que enaltece a un dictador genocida. La pregunta es qué grado de totalitarismo será necesario para detener y castigar a quienes envían encapuchados a capturar a estudiantes en plena luz del día por declarar su apoyo a la causa palestina. Es Donald Trump quien unilateralmente despliega al ejército en su territorio nacional, quien censura, detiene, intimida y deporta. Son los mismos nazis de siempre, los que pretendieron ser la víctima de la intolerancia, los que hoy envían a sus oponentes a prisiones distópicas en el trópico. Una década de quejas por la intolerancia de la izquierda, a la vista de los hechos, demuestran que poco intolerante se ha sido.

El fascista necesita presentarse como la peor afrenta posible frente a la sensibilidad liberal, cuando es la sensibilidad liberal quien le permite existir. El fascista requiere del liberal como el parásito del huésped. Necesita hablar de censura y de cancelación, apelando a la tolerancia, para hacer avanzar su política exterminista. El liberal incide en la utilidad de un diálogo público en el que el nazi nunca ha estado interesado, quiere jugar limpio en una guerra cultural donde el nazi siempre librará una batalla sucia. Se enfanga en disputas semánticas sobre el uso de la palabra “fascismo”, pero la mala hierba no entiende de especies. Al cardo no se lo categoriza, se le arranca. Al fascista no se le tolera, se le aplasta. No se le ignora, se le humilla. No se le debate, se le expulsa. Con la serpiente no se dialoga: se le separa la cabeza de la cola.

Hace poco Adrián escribía, en referencia a una cita de El mapa y el territorio Houellebecq, sobre su impulso de pegarle una paliza a un trabajador de una clínica de eutanasia ante la que aseguraba que se sentiría estremecido como quien se encuentra frente a un campo de concentración. Me pasa. No necesariamente cuando me encuentro frente al trabajador de un centro que ayuda a las personas a tener una muerte digna. Pero sí cuando estoy frente a un campo de concentración. Por ejemplo, cuando veo las imágenes de Gaza, la prisión de El Salvador o el despliegue militar en Los Ángeles. Cuando estoy frente a la violencia desnuda del fascismo de siempre, y cuando leo y escucho a los nazis que esconden bajo la filosofía edgy el mismo rencor y la misma crueldad que anima la perpetuación de su política genocida, llorando porque Spotify borró una canción, mientras la catástrofe y la masacre siguen avanzando bajo el mismo signo de siempre.

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