Los límites del consentimiento

Es irracional y en parte culpa de Houellebecq. Siempre que he pensado en un centro de eutanasia, me he estremecido.

En una cita que tuve hace unos meses en cierto restaurante, mi interlocutora decidió sacar una serie de temas polémicos para avivar una conversación que no terminaba de levantar el vuelo y así conocernos un poco más: aborto, legalización de las drogas… Cosas así. Al preguntarme qué opinaba yo sobre la eutanasia, le dije que no podía dar muchos argumentos, pero que me producía una náusea irracional. Concedí, sin embargo, que entendía —y entiendo— la eutanasia en supuestos extremos, como el del soldado desventrado y con los miembros desperdigados por el campo de batalla que suplica a su compañero el tiro de gracia que le ahorre unas horas de sufrimiento. Tras un breve silencio, trajeron los principales —ventresca de bonito a la bilbaína y cordero deshuesado con setas sobre una cama de puré de patata— y cambiamos de tema. No nos volvimos a ver.

Siempre he sospechado que la náusea que me produce la eutanasia es irracional e incompatible con las ideas en las que he sido educado de libertad individual y consentimiento en este tipo de asuntos: drógate lo que quieras, vete de putas, pégate un tiro. Eres libre de hacerlo. No encuentro, desde mi educación contemporánea, un argumento lógico y convincente que me lleve a concluir que alguien tiene derecho a limitar estas decisiones a los demás. Tampoco creo que sean deseables y estoy incluso dispuesto a apoyar cualquier medida que lleve a mis conciudadanos a descartar esas actividades, pero no me veo moralmente legitimado a decirle a nadie —y perdón por el cliché— lo que debe o no hacer con su propio cuerpo.

¿Por qué debería ser distinta la eutanasia? Al fin y al cabo, tenemos a dos tipos, uno que quiere morir y otro que está dispuesto a ayudarle, y mientras haya consentimiento no debería importarme dicho acuerdo. Y sin embargo me da náuseas. Creo que el principal culpable de que así sea es Houellebecq.

Más concretamente, la última sección del capítulo XIV de la tercera parte de El mapa y el territorio, cuyo primer párrafo resuelve las pesquisas del protagonista tras descubrir que su padre se ha ido a Suiza a practicarse la eutanasia en una sórdida clínica de las afueras de Zúrich. Una vez allí se entrevista con una encargada del centro que revisa el expediente correspondiente y, tras comprobar que efectivamente su padre ha sido cliente de dicha clínica, ocurre lo siguiente:

«La mujer cogió el expediente, pensando claramente que la entrevista había terminado, y se levantó para guardarlo en su archivo. Jed también se levantó, se acercó a ella y la abofeteó violentamente. Ella emitió una especie de gemido muy apagado, pero no tuvo tiempo de pensar en una réplica. Jed encadenó un virulento gancho en el mentón, seguido de una serie de golpes rápidos con el antebrazo. Mientras ella vacilaba en su sitio, tratando de recuperar la respiración, él retrocedió para tomar impulso y le atestó con todas sus fuerzas una patada a la altura del plexo solar. Esta vez la mujer se derrumbó, y en su caída chocó violentamente contra una arista metálica de la mesa; se oyó un crujido nítido. La columna vertebral debía de haberse golpeado, se dijo Jed. Se inclinó sobre ella: había perdido el conocimiento y respiraba con dificultad, pero respiraba.»

Esta violencia ejercida contra la encargada del centro es con toda probabilidad lo único que me apetecería hacer de encontrarme en un lugar así. Siempre que he pensado en un centro de eutanasia —como el que describe Ray Loriga en Rendición—, me he estremecido como si estuviese viendo la valla de Auschwitz. Al igual que los perros ladran y se ponen nerviosos cuando se avecina una catástrofe, creo que los humanos podemos sentir un escalofrío cuando nos encontramos ante la presencia del mal, aunque no podamos explicarlo.

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Es irracional y en parte culpa de Houellebecq. Siempre que he pensado en un centro de eutanasia, me he estremecido.

En una cita que tuve hace unos meses en cierto restaurante, mi interlocutora decidió sacar una serie de temas polémicos para avivar una conversación que no terminaba de levantar el vuelo y así conocernos un poco más: aborto, legalización de las drogas… Cosas así. Al preguntarme qué opinaba yo sobre la eutanasia, le dije que no podía dar muchos argumentos, pero que me producía una náusea irracional. Concedí, sin embargo, que entendía —y entiendo— la eutanasia en supuestos extremos, como el del soldado desventrado y con los miembros desperdigados por el campo de batalla que suplica a su compañero el tiro de gracia que le ahorre unas horas de sufrimiento. Tras un breve silencio, trajeron los principales —ventresca de bonito a la bilbaína y cordero deshuesado con setas sobre una cama de puré de patata— y cambiamos de tema. No nos volvimos a ver.

Siempre he sospechado que la náusea que me produce la eutanasia es irracional e incompatible con las ideas en las que he sido educado de libertad individual y consentimiento en este tipo de asuntos: drógate lo que quieras, vete de putas, pégate un tiro. Eres libre de hacerlo. No encuentro, desde mi educación contemporánea, un argumento lógico y convincente que me lleve a concluir que alguien tiene derecho a limitar estas decisiones a los demás. Tampoco creo que sean deseables y estoy incluso dispuesto a apoyar cualquier medida que lleve a mis conciudadanos a descartar esas actividades, pero no me veo moralmente legitimado a decirle a nadie —y perdón por el cliché— lo que debe o no hacer con su propio cuerpo.

¿Por qué debería ser distinta la eutanasia? Al fin y al cabo, tenemos a dos tipos, uno que quiere morir y otro que está dispuesto a ayudarle, y mientras haya consentimiento no debería importarme dicho acuerdo. Y sin embargo me da náuseas. Creo que el principal culpable de que así sea es Houellebecq.

Más concretamente, la última sección del capítulo XIV de la tercera parte de El mapa y el territorio, cuyo primer párrafo resuelve las pesquisas del protagonista tras descubrir que su padre se ha ido a Suiza a practicarse la eutanasia en una sórdida clínica de las afueras de Zúrich. Una vez allí se entrevista con una encargada del centro que revisa el expediente correspondiente y, tras comprobar que efectivamente su padre ha sido cliente de dicha clínica, ocurre lo siguiente:

«La mujer cogió el expediente, pensando claramente que la entrevista había terminado, y se levantó para guardarlo en su archivo. Jed también se levantó, se acercó a ella y la abofeteó violentamente. Ella emitió una especie de gemido muy apagado, pero no tuvo tiempo de pensar en una réplica. Jed encadenó un virulento gancho en el mentón, seguido de una serie de golpes rápidos con el antebrazo. Mientras ella vacilaba en su sitio, tratando de recuperar la respiración, él retrocedió para tomar impulso y le atestó con todas sus fuerzas una patada a la altura del plexo solar. Esta vez la mujer se derrumbó, y en su caída chocó violentamente contra una arista metálica de la mesa; se oyó un crujido nítido. La columna vertebral debía de haberse golpeado, se dijo Jed. Se inclinó sobre ella: había perdido el conocimiento y respiraba con dificultad, pero respiraba.»

Esta violencia ejercida contra la encargada del centro es con toda probabilidad lo único que me apetecería hacer de encontrarme en un lugar así. Siempre que he pensado en un centro de eutanasia —como el que describe Ray Loriga en Rendición—, me he estremecido como si estuviese viendo la valla de Auschwitz. Al igual que los perros ladran y se ponen nerviosos cuando se avecina una catástrofe, creo que los humanos podemos sentir un escalofrío cuando nos encontramos ante la presencia del mal, aunque no podamos explicarlo.

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