Yo solía pensar que no se me daba mal escribir sobre nada hasta que empecé a leer con asiduidad a los escritores que rellenan los diarios con sus columnas: me deslumbran sus vueltas en espiral, sus reflexiones estiradas hasta el infinito que hacen que mis balbuceantes comentarios de texto del bachillerato, mis erráticos exámenes de derecho mercantil o mis hinchados memorandos de trabajo parezcan una broma finita. Quisiera ser capaz de escribir sobre nada como hacen los maestros de la columna, llenar de nada seiscientas palabras y que esas palabras deslicen al lector hasta el final de la página como un pulgar patina por la pantalla del teléfono para desbloquearlo, para seguir leyendo, para buscar un match, para matar el tiempo hasta que el tiempo lo mate.
Una buena columna tiene algo de patinaje sobre hielo, de dejarse escurrir, de tobogán. Es un pasatiempo sin fricción que provoca la misma satisfacción que una bola de madera derrapando limpiamente por la pista bien engrasada de una bolera. Pero no es fácil hacer pleno. Los mejores practican a diario, se esmeran en que sus artesanías de aire, sus buñuelos de viento, sean cada vez más convincentes; leen, se empapan de la actualidad en busca de algún tema, observan lo que sucede a su alrededor, desarrollan un estilo propio. ¿Cuánto hay que entrenar el músculo para poder empujar un buen puñado de retruécanos y metáforas por columna? ¿A quién hay que matar para que esas seiscientas palabras se deslicen sin baches ante los ojos de quien las lea?
Y cómo habrá que forzar las horas para que los textos salgan: será una cuestión de tiempo, será una cuestión de editar, será una cuestión de dejar que las palabras fluyan mientras el teclado repica. No lo sé porque nunca he escrito nada así. Pero si hago memoria es precisamente en los momentos de arrinconamiento cuando me salen las grandes odas a la nada, y es que los últimos diez minutos de un examen siempre son los más frenéticos: el bolígrafo rasgando el papel, los párrafos saliendo disparados de la punta con tinta pegajosa, la muñeca al borde de la luxación. Tal vez sea la existencia de una fecha límite lo que aprieta el tubo y hace aflorar el último grumo de pasta de dientes. Tal vez por eso nunca he entrenado ese arte de escribir sobre nada: porque no tengo fecha límite, porque no me va la vida en ello. ¿Y si me pusiera yo la fecha? Eso no funcionaría: acabaría escribiendo cinco columnas del tirón, olvidándome durante un mes, incumpliendo mis propias promesas, excusándome y, en definitiva, sintiéndome mal. Para qué liarse publicando algo así que en el mejor de los casos sólo va a conseguir ponerme en ridículo.
Y aun así… Lo intento. Y no sé por qué. Esa necesidad de escribir sobre nada no sé de dónde sale, pero sale y me atornilla al asiento y hace que me fije en lo adictivo que es el sonido del teclado y en lo bien que deslizan las palabras cuando no cometo ninguna falta de ortografía y puedo terminar una frase larga sin necesidad de retroceder, seleccionar, corregir, usar el ratón, romper el ritmo. Sí, la nada tiene algo. Quién sabe, tal vez pueda decir algún día que estaba en lo cierto, que ese modesto talento de escuela que me permitía llenar páginas y páginas de exámenes no está perdido. Es posible que incluso me sirva para algo.