La escapada

Con un rugido potente escaparon de Lieja.‍ Nos preguntamos si habrían dado un golpe.

La gente que vive en el frío se escapa al sur y la que vive en el sur se va a la montaña; los habitantes de Madrid huyen a la playa y los de Luxemburgo a cualquier otra parte. Yo, cuando vivía en Luxemburgo, solía escaparme a Bélgica.

Bastaba con salir del Gran Ducado en coche y atravesar las Ardenas —ese bosque que crece sobre montes de cadáveres— para llegar a lugares que jamás habría visitado de no vivir en Luxemburgo: Arlón y sus fiestas del vino de mayo, Bastoña y su museo de la guerra, Spa y su decadencia señorial, Lieja y su mugre.

Fuera de las carreteras principales, cada pueblo de Bélgica esconde una fábrica de cerveza, siendo las mejores las que gestionan los monjes trapenses que, desde hace siglos, custodian viejas recetas de cerveza dulce y espesa.

Un fin de semana en Luxemburgo bien podía canjearse por un peregrinaje a las abadías belgas —Orval, Chimay, Westvleteren— o a cualquier otra fábrica de cerveza —La Chouffe, Leffe, Maredsous—. Sólo había que escoger una ciudad belga como base para pasar la noche —Gante, Bruselas, Amberes— y dedicarse a ir por los pueblos belgas bebiendo y comiendo bien: mejillones con patatas, carbonnade flamande, paté de campaña o albóndigas à la liègeoise.

Fue durante una de esas escapadas con amigos, en la que hicimos base en Lieja, cuando vimos a la pareja.

Era domingo, habíamos madrugado para pagar, devolver la llave y hacer una visita guiada a la fábrica de La Chouffe. Estábamos en la recepción de un hotel de dos estrellas situado en una oscura calle en las inmediaciones de la Rue Saint-Gilles. Delante de nosotros, haciendo la misma gestión, una pareja joven y guapa: recién duchados, ropa de marca, bolsas de viaje que olían a cuero noble. Pagaron en efectivo y dejaron una propina que rebasaba con creces el precio de la habitación. Salieron en silencio, sin mirarnos. Nos preguntamos quién sería esa extraña pareja.

Hechas nuestras gestiones, salimos a la calle para subir al coche y cubrir la hora y pico al volante que nos separaba de la fábrica de cerveza. Aparcado junto al nuestro estaba el vehículo de la pareja: un SUV de alta gama en cuyo maletero él cargaba las bolsas mientras ella, angustiada, se quejaba en un idioma que no supimos identificar pero que nos pareció lejano. El tipo pareció calmarla, le indicó una dirección con el brazo y subieron al coche. Con un rugido potente escaparon de Lieja.

Mientras nosotros salíamos de la ciudad y nos adentrábamos en las Ardenas, especulamos sobre el origen y el destino de la pareja, si huían de algo —parecían huir de algo—, qué carreteras secundarias tomarían y en qué ciudades de tercera pernoctarían. Dónde terminaría su escapada. 

Nos preguntamos si habrían dado un golpe, si no huirían de una deuda turbia con gente peligrosa. Para saber a dónde iban necesitábamos conocer de qué huían y ambos datos nos faltaban. Sólo nos quedaba suponer. Porque esa pareja, con esa pinta y esa actitud no podía estar haciendo nada bueno en Lieja. ¿O sí? Las ciudades sórdidas hacen que todo parezca así, sórdido. A lo mejor ellos también sospecharon de nosotros, cuando nuestros motivos para estar ahí eran de lo más inocente. A lo mejor era lo mismo, porque todos estábamos de escapada, cada cual con sus razones.

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Con un rugido potente escaparon de Lieja.‍ Nos preguntamos si habrían dado un golpe.

La gente que vive en el frío se escapa al sur y la que vive en el sur se va a la montaña; los habitantes de Madrid huyen a la playa y los de Luxemburgo a cualquier otra parte. Yo, cuando vivía en Luxemburgo, solía escaparme a Bélgica.

Bastaba con salir del Gran Ducado en coche y atravesar las Ardenas —ese bosque que crece sobre montes de cadáveres— para llegar a lugares que jamás habría visitado de no vivir en Luxemburgo: Arlón y sus fiestas del vino de mayo, Bastoña y su museo de la guerra, Spa y su decadencia señorial, Lieja y su mugre.

Fuera de las carreteras principales, cada pueblo de Bélgica esconde una fábrica de cerveza, siendo las mejores las que gestionan los monjes trapenses que, desde hace siglos, custodian viejas recetas de cerveza dulce y espesa.

Un fin de semana en Luxemburgo bien podía canjearse por un peregrinaje a las abadías belgas —Orval, Chimay, Westvleteren— o a cualquier otra fábrica de cerveza —La Chouffe, Leffe, Maredsous—. Sólo había que escoger una ciudad belga como base para pasar la noche —Gante, Bruselas, Amberes— y dedicarse a ir por los pueblos belgas bebiendo y comiendo bien: mejillones con patatas, carbonnade flamande, paté de campaña o albóndigas à la liègeoise.

Fue durante una de esas escapadas con amigos, en la que hicimos base en Lieja, cuando vimos a la pareja.

Era domingo, habíamos madrugado para pagar, devolver la llave y hacer una visita guiada a la fábrica de La Chouffe. Estábamos en la recepción de un hotel de dos estrellas situado en una oscura calle en las inmediaciones de la Rue Saint-Gilles. Delante de nosotros, haciendo la misma gestión, una pareja joven y guapa: recién duchados, ropa de marca, bolsas de viaje que olían a cuero noble. Pagaron en efectivo y dejaron una propina que rebasaba con creces el precio de la habitación. Salieron en silencio, sin mirarnos. Nos preguntamos quién sería esa extraña pareja.

Hechas nuestras gestiones, salimos a la calle para subir al coche y cubrir la hora y pico al volante que nos separaba de la fábrica de cerveza. Aparcado junto al nuestro estaba el vehículo de la pareja: un SUV de alta gama en cuyo maletero él cargaba las bolsas mientras ella, angustiada, se quejaba en un idioma que no supimos identificar pero que nos pareció lejano. El tipo pareció calmarla, le indicó una dirección con el brazo y subieron al coche. Con un rugido potente escaparon de Lieja.

Mientras nosotros salíamos de la ciudad y nos adentrábamos en las Ardenas, especulamos sobre el origen y el destino de la pareja, si huían de algo —parecían huir de algo—, qué carreteras secundarias tomarían y en qué ciudades de tercera pernoctarían. Dónde terminaría su escapada. 

Nos preguntamos si habrían dado un golpe, si no huirían de una deuda turbia con gente peligrosa. Para saber a dónde iban necesitábamos conocer de qué huían y ambos datos nos faltaban. Sólo nos quedaba suponer. Porque esa pareja, con esa pinta y esa actitud no podía estar haciendo nada bueno en Lieja. ¿O sí? Las ciudades sórdidas hacen que todo parezca así, sórdido. A lo mejor ellos también sospecharon de nosotros, cuando nuestros motivos para estar ahí eran de lo más inocente. A lo mejor era lo mismo, porque todos estábamos de escapada, cada cual con sus razones.

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