La librería tuerta

Las connotaciones políticas de uno y otro sistema son evidentes, aunque al principio me resistí a admitir las del mío.

Me sentó como una pequeña puñalada cuando lo descubrí. No pude evitarlo. La clasificación con la que yo había crecido no se seguía en las librerías argentinas. 

En España, y excluyendo mesas de novedades y otros espacios dedicados a editoriales o temas concretos, muchas librerías tienden a organizar la narrativa en dos grandes bloques: Española e Hispanoamericana por un lado y Extranjera por otro. En ese estado de las cosas crecí e incluso organicé —y sigo organizando— mi propia biblioteca: por un lado, las obras escritas en español; por otro, las escritas en otros idiomas.

Sin embargo, al llegar a Sudamérica descubrí que la tendencia era agrupar por un lado la Narrativa Latinoamericana y por otro la Extranjera, incluyendo en este segundo grupo a la española.

Las connotaciones políticas de uno y otro sistema son evidentes, aunque al principio me resistí a admitir las del mío. Seguir el criterio del idioma original, qué otra lógica puede tener. Pero las cosas no son tan sencillas.

Empezando por la eterna pugna entre lo latinoamericano —un término impreciso y disolvente, según sus detractores— y lo hispanoamericano —un término de connotaciones coloniales para quienes lo rechazan—, esto ya dice mucho de cómo nos gustaría que se organizase el mundo, los sucesos históricos que lamentamos y sobre los que preferimos ejercer la desmemoria. Quién quiere recordar que fue dominado. Quién está dispuesto admitir que ya no pinta nada ahí.

Y sin embargo un español se pasea por las fabulosas librerías de Buenos Aires y se pregunta qué hacen los autores españoles con los checos o los japoneses y por qué no está invitado a la gran fiesta de la lengua española. El español siente tristeza, abandono, desamor e incluso rencor y envidia cuando ve que los españoles no pero los brasileños sí.

Nunca es fácil no sentirse bienvenido, pero esta militancia de los anaqueles causa heridos por todas partes. ¿Deberían quedar dentro o fuera de la Narrativa Española los autores en catalán, gallego o euskera? ¿Se sentirán también tristes si son excluidos? ¿O se ofenderán por estar ahí? Miro mi propia biblioteca y descubro que los únicos libros que tengo traducidos del catalán —Un señor de Barcelona de Josep Pla y La plaza del Diamante de Mercè Rodoreda— están efectivamente en la sección española e hispanoamericana, rompiendo mi norma supuestamente aséptica de la clasificación según la lengua original.

Pienso en quienes fueron nuestros compañeros de viaje, los que lo son ahora y los que nos gustaría que lo fueran. Organizar una biblioteca es organizar la historia y el mundo, es una rebelión contra la realidad y un deseo de otras posibilidades. Aun así, no hay sistema infalible y ningún criterio que escojamos podrá construir una biblioteca limpia y ordenada al estar éste impregnado de nuestros pegajosos prejuicios.

Y además las conexiones entre unas literaturas y otras las debería establecer el propio lector: idiomas, naciones, temas, épocas, recuerdos, formas, colores y estilos son solo unos pocos criterios que pueden sentar las bases de nuestras particulares cartografías literarias. Quién sabe.

Tal vez sea mejor una librería desordenada que una librería tuerta.

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Las connotaciones políticas de uno y otro sistema son evidentes, aunque al principio me resistí a admitir las del mío.

Me sentó como una pequeña puñalada cuando lo descubrí. No pude evitarlo. La clasificación con la que yo había crecido no se seguía en las librerías argentinas. 

En España, y excluyendo mesas de novedades y otros espacios dedicados a editoriales o temas concretos, muchas librerías tienden a organizar la narrativa en dos grandes bloques: Española e Hispanoamericana por un lado y Extranjera por otro. En ese estado de las cosas crecí e incluso organicé —y sigo organizando— mi propia biblioteca: por un lado, las obras escritas en español; por otro, las escritas en otros idiomas.

Sin embargo, al llegar a Sudamérica descubrí que la tendencia era agrupar por un lado la Narrativa Latinoamericana y por otro la Extranjera, incluyendo en este segundo grupo a la española.

Las connotaciones políticas de uno y otro sistema son evidentes, aunque al principio me resistí a admitir las del mío. Seguir el criterio del idioma original, qué otra lógica puede tener. Pero las cosas no son tan sencillas.

Empezando por la eterna pugna entre lo latinoamericano —un término impreciso y disolvente, según sus detractores— y lo hispanoamericano —un término de connotaciones coloniales para quienes lo rechazan—, esto ya dice mucho de cómo nos gustaría que se organizase el mundo, los sucesos históricos que lamentamos y sobre los que preferimos ejercer la desmemoria. Quién quiere recordar que fue dominado. Quién está dispuesto admitir que ya no pinta nada ahí.

Y sin embargo un español se pasea por las fabulosas librerías de Buenos Aires y se pregunta qué hacen los autores españoles con los checos o los japoneses y por qué no está invitado a la gran fiesta de la lengua española. El español siente tristeza, abandono, desamor e incluso rencor y envidia cuando ve que los españoles no pero los brasileños sí.

Nunca es fácil no sentirse bienvenido, pero esta militancia de los anaqueles causa heridos por todas partes. ¿Deberían quedar dentro o fuera de la Narrativa Española los autores en catalán, gallego o euskera? ¿Se sentirán también tristes si son excluidos? ¿O se ofenderán por estar ahí? Miro mi propia biblioteca y descubro que los únicos libros que tengo traducidos del catalán —Un señor de Barcelona de Josep Pla y La plaza del Diamante de Mercè Rodoreda— están efectivamente en la sección española e hispanoamericana, rompiendo mi norma supuestamente aséptica de la clasificación según la lengua original.

Pienso en quienes fueron nuestros compañeros de viaje, los que lo son ahora y los que nos gustaría que lo fueran. Organizar una biblioteca es organizar la historia y el mundo, es una rebelión contra la realidad y un deseo de otras posibilidades. Aun así, no hay sistema infalible y ningún criterio que escojamos podrá construir una biblioteca limpia y ordenada al estar éste impregnado de nuestros pegajosos prejuicios.

Y además las conexiones entre unas literaturas y otras las debería establecer el propio lector: idiomas, naciones, temas, épocas, recuerdos, formas, colores y estilos son solo unos pocos criterios que pueden sentar las bases de nuestras particulares cartografías literarias. Quién sabe.

Tal vez sea mejor una librería desordenada que una librería tuerta.

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