¡Que maten al autor!

Por
Pablo Cerezo
15/12/2025

La industria del libro no busca conversaciones, busca fenómenos. ‍

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al
·

El otro día, cenando con un editor y un par de escritoras, el primero nos preguntó qué tan bien recibíamos las críticas negativas sobre nuestros libros. Con cierto pudor, tuve que reconocer que yo todavía no había leído ninguna sobre el mío. Y no porque no las mereciera, sino porque no había leído, simplemente, crítica alguna. De hecho, el libro ha contado con muy buena prensa, pero toda, me di cuenta después, había sido en formato entrevista. Ya fuera para medios tradicionales o digitales, para la radio o para podcast, el centro siempre estaba en lo que yo como autor pudiera aclarar del libro. El problema es que creo que no tengo mucho más que decir de lo que ya está en el texto, y que soy más elocuente en la página que en la conversación. Y diría más: cómo va a ser mejor una idea que pueda llegar a surgir en una entrevista (si es que eso pasa alguna vez), que cualquier reflexión pausada frente al frío del papel durante meses, y compartida después con amigas. 

Escribir un libro es un ejercicio exigente. Durante meses o años, exprimes todo lo que tienes en un puñado de folios. Todo lo que querrías haber dicho tendría que estar en el texto, el cual debería poder defenderse por sí mismo sin necesidad de que el autor tenga que completar nada. Una vez que el libro está fuera, le toca el turno al lector, quien debe coger por donde lo dejaste para seguir expandiendo la conversación. ¿Por qué, entonces, tanta entrevista?

Vista desde fuera, la literatura es una casa gótica llena de fantasmas en la que, como en la película de Los otros, todos están muertos, pero aún no lo saben. En los 70 murió el autor, luego la novela empezó a languidecer. Ahora, la que está agonizando parece ser la crítica. Los que vivimos, para bien o para mal, dentro de esa casa, sabemos que esa idea es exagerada. Pero hay días, claro está, que es imposible no vernos como fantasmas. 

Las tres muertes están emparentadas: hay una cadena que une los fantasmas del escritor, la novela y la crítica.  En los 60, el filósofo francés Roland Barthes buscaba matar al autor para volver a poner el texto en el centro del debate. Lejos debían quedar las diatribas sobre lo que pensó Balzac al escribir tal pasaje. No nos debían importar sus potenciales intenciones o qué tan lejos estaban sus vivencias personales del personaje que narraba su historia. Lo importante era sólo lo que quedaba impreso. Había que pelearse con el texto, abrir su cuerpo en canal para ver los mecanismos que lo sostenían, la erótica de su forma y de su estilo, la gramática de su estructura. Matamos al autor para soltar al texto de las ataduras que hasta entonces no hacían más que lastrarlo. ¡Y aquello fue toda una liberación! Pues sólo separado de las frías manos de sus creadores el arte podía ser disputado, analizado, comprendido, sentido. Eran los textos los que debían seducirnos, jamás sus autores. La paradoja es que lo matamos para hacer renacer al texto y ahora, estamos resucitándolo —habría que discutir si su vuelta viene, como diría Marx, en forma de farsa— mientras el texto agoniza. Y con él, la crítica literaria. 

Todas las fotos son de Elena Pronto

Pero esto, ojo, no tiene por qué tener que ver con la calidad literaria de lo que se produce hoy en día. Nada tengo que decir sobre eso, o al menos nada por ahora. De lo que tenemos que hablar es de cómo los circuitos culturales, de los que la crítica literaria era uno de los principales guardianes, han mutado y de qué modo afecta eso al sentir cultural de una sociedad. En otras palabras, de cómo los cambios en la crítica literaria afectan a la calidad de la conversación en torno a los libros. 

Pero el aviso suena relativamente familiar para aquellos que vivimos en el castillo. De hecho, la historia de la vida de los libros es también la historia de su continua muerte. Desde que hay libros ha habido gente que decía que había demasiados, que ya no tenía sentido escribir más pues estaba todo dicho, que todo pasado literario fue mejor o que – oh sorpresa – los libros estaban por terminar. Xavier Nueno describe esta paradoja de maravilla en su fantástico libro «El arte del saber ligero». Podríamos debatir si la crítica está muerta en vida o si simplemente está pasando tiempos complicados, asediada como el resto de la industria por múltiples amenazas. Lo que sí queda claro es que hay un nuevo inquilino en el castillo que no hace sino poner a la crítica en un espacio cada vez más vulnerable. Hablamos de cómo los suplementos culturales están siendo colonizados rápidamente por la entrevista y el reportaje en el que se ha desplazado al texto para centrarnos nuevamente en la figura del autor. 

El problema con tener una prensa cultural centrada en las entrevistas y no en la crítica es que transforma la relación pública que tenemos con la literatura. Porque lo importante de los libros nunca estuvo dentro de ellos. De hecho, lo interesante de la experiencia lectora se da cuando el libro concluye y los pensamientos nos inundan con un ímpetu que nos desborda. Una buena lectura es aquella que nos atraviesa el cuerpo, que nos exige con egoísmo que compartamos esa pasión por el resto, y que les exijamos reciprocidad. Porque lo mejor que puede generar un libro es una buena conversación. La industria, sin embargo, no busca conversaciones, busca fenómenos.  

Tomemos a David Uclés y su gran éxito como ejemplo. Pocas han sido las críticas literarias reales frente a la ingente avalancha de entrevistas al escritor que han inundado las redes. Se ha hablado hasta la saciedad de su joven edad, de su determinación dedicando quince años de su vida al texto, de su visión sobre la situación política actual, de sus familiares y su legado, de su relación con la memoria histórica… y no tanto sobre el propio texto. ¿Qué nos dice la Península de las casas vacías sobre cómo imaginamos nuestro pasado? ¿Qué sobre cómo cada generación busca una voz para contarse? ¿Qué interrogantes, reflexiones, carencias y virtudes tiene su texto? Es más difícil encontrar opiniones que hablen de esto último. Y, sin embargo, Uclés y su sonrisa tímida han recorrido toda la prensa cultural. 

Hay todavía muchos y buenos críticos literarios que luchan por preservar el oficio de la crítica. Y es importante que lo hagan porque la crítica abre la conversación sobre lo que reconocemos como bueno, porque nos ayuda a cuestionar los estándares y porque puede iluminar nuestro modo de ver. En otras palabras, la crítica es buena porque nos enseña a leer. Sin embargo, la parcela es pequeña si la comparamos con la cada vez más grande dedicación al autor, como esa figura polivalente que lo mismo puede opinar sobre las últimas elecciones legislativas en Argentina, la “cultura de la cancelación” o el último videoclip de Rosalía. 

Vivimos en un sistema donde la persona se muestra como una parte comercializable más del paquete. Puesto que todo es comprable y vendible, la marca personal se construye como el distintivo para empujar nuestro producto. La artista ya no será jamás sólo artista, sino también fábrica, producto y empresaria de sí misma. Y si abundan las entrevistas literarias y escasean las críticas, es porque no se busca la conversación pública en torno a los textos, sino que se pretende ahondar en el mercado en el que el libro y autor, son dos productos que se necesitan para subsistir. 

Pero que no decaiga el ánimo. No todo muere. O no todo languidece. Los libros han sobrevivido, lo cual nos anima a pensar que lo seguirán haciendo. Pero lo hacen seguramente donde menos nos los esperamos. De las grietas que ha dejado tras de sí la crisis de la industria cultural han brotado clubes de lectura que se reúnen una vez al mes para hablar de los textos. Mayoritariamente señoras de mediana edad o estudiantes, que deciden, seguramente sin saberlo, honrar mensualmente a Barthes para asumir la muerte del autor poniendo, de nuevo, el texto en el centro (de donde nunca debía haber salido). Lejos de focos, titulares ni preguntas consabidas, en las trastiendas de las librerías, en los salones de las casas o en bibliotecas municipalesvuelve a surgir la conversación que los textos nos prometían. ¿Quién nos iba a decir que algo tan básico como un club de lectura iba a ser el mejor modo de exorcizar los fantasmas que pueblan este gran castillo?

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Escribir un libro es un ejercicio exigente. Durante meses o años, exprimes todo lo que tienes en un puñado de folios. Todo lo que querrías haber dicho tendría que estar en el texto, el cual debería poder defenderse por sí mismo sin necesidad de que el autor tenga que completar nada. Una vez que el libro está fuera, le toca el turno al lector, quien debe coger por donde lo dejaste para seguir expandiendo la conversación. ¿Por qué, entonces, tanta entrevista?

Vista desde fuera, la literatura es una casa gótica llena de fantasmas en la que, como en la película de Los otros, todos están muertos, pero aún no lo saben. En los 70 murió el autor, luego la novela empezó a languidecer. Ahora, la que está agonizando parece ser la crítica. Los que vivimos, para bien o para mal, dentro de esa casa, sabemos que esa idea es exagerada. Pero hay días, claro está, que es imposible no vernos como fantasmas. 

Las tres muertes están emparentadas: hay una cadena que une los fantasmas del escritor, la novela y la crítica.  En los 60, el filósofo francés Roland Barthes buscaba matar al autor para volver a poner el texto en el centro del debate. Lejos debían quedar las diatribas sobre lo que pensó Balzac al escribir tal pasaje. No nos debían importar sus potenciales intenciones o qué tan lejos estaban sus vivencias personales del personaje que narraba su historia. Lo importante era sólo lo que quedaba impreso. Había que pelearse con el texto, abrir su cuerpo en canal para ver los mecanismos que lo sostenían, la erótica de su forma y de su estilo, la gramática de su estructura. Matamos al autor para soltar al texto de las ataduras que hasta entonces no hacían más que lastrarlo. ¡Y aquello fue toda una liberación! Pues sólo separado de las frías manos de sus creadores el arte podía ser disputado, analizado, comprendido, sentido. Eran los textos los que debían seducirnos, jamás sus autores. La paradoja es que lo matamos para hacer renacer al texto y ahora, estamos resucitándolo —habría que discutir si su vuelta viene, como diría Marx, en forma de farsa— mientras el texto agoniza. Y con él, la crítica literaria. 

Todas las fotos son de Elena Pronto

Pero esto, ojo, no tiene por qué tener que ver con la calidad literaria de lo que se produce hoy en día. Nada tengo que decir sobre eso, o al menos nada por ahora. De lo que tenemos que hablar es de cómo los circuitos culturales, de los que la crítica literaria era uno de los principales guardianes, han mutado y de qué modo afecta eso al sentir cultural de una sociedad. En otras palabras, de cómo los cambios en la crítica literaria afectan a la calidad de la conversación en torno a los libros. 

Pero el aviso suena relativamente familiar para aquellos que vivimos en el castillo. De hecho, la historia de la vida de los libros es también la historia de su continua muerte. Desde que hay libros ha habido gente que decía que había demasiados, que ya no tenía sentido escribir más pues estaba todo dicho, que todo pasado literario fue mejor o que – oh sorpresa – los libros estaban por terminar. Xavier Nueno describe esta paradoja de maravilla en su fantástico libro «El arte del saber ligero». Podríamos debatir si la crítica está muerta en vida o si simplemente está pasando tiempos complicados, asediada como el resto de la industria por múltiples amenazas. Lo que sí queda claro es que hay un nuevo inquilino en el castillo que no hace sino poner a la crítica en un espacio cada vez más vulnerable. Hablamos de cómo los suplementos culturales están siendo colonizados rápidamente por la entrevista y el reportaje en el que se ha desplazado al texto para centrarnos nuevamente en la figura del autor. 

El problema con tener una prensa cultural centrada en las entrevistas y no en la crítica es que transforma la relación pública que tenemos con la literatura. Porque lo importante de los libros nunca estuvo dentro de ellos. De hecho, lo interesante de la experiencia lectora se da cuando el libro concluye y los pensamientos nos inundan con un ímpetu que nos desborda. Una buena lectura es aquella que nos atraviesa el cuerpo, que nos exige con egoísmo que compartamos esa pasión por el resto, y que les exijamos reciprocidad. Porque lo mejor que puede generar un libro es una buena conversación. La industria, sin embargo, no busca conversaciones, busca fenómenos.  

Tomemos a David Uclés y su gran éxito como ejemplo. Pocas han sido las críticas literarias reales frente a la ingente avalancha de entrevistas al escritor que han inundado las redes. Se ha hablado hasta la saciedad de su joven edad, de su determinación dedicando quince años de su vida al texto, de su visión sobre la situación política actual, de sus familiares y su legado, de su relación con la memoria histórica… y no tanto sobre el propio texto. ¿Qué nos dice la Península de las casas vacías sobre cómo imaginamos nuestro pasado? ¿Qué sobre cómo cada generación busca una voz para contarse? ¿Qué interrogantes, reflexiones, carencias y virtudes tiene su texto? Es más difícil encontrar opiniones que hablen de esto último. Y, sin embargo, Uclés y su sonrisa tímida han recorrido toda la prensa cultural. 

Hay todavía muchos y buenos críticos literarios que luchan por preservar el oficio de la crítica. Y es importante que lo hagan porque la crítica abre la conversación sobre lo que reconocemos como bueno, porque nos ayuda a cuestionar los estándares y porque puede iluminar nuestro modo de ver. En otras palabras, la crítica es buena porque nos enseña a leer. Sin embargo, la parcela es pequeña si la comparamos con la cada vez más grande dedicación al autor, como esa figura polivalente que lo mismo puede opinar sobre las últimas elecciones legislativas en Argentina, la “cultura de la cancelación” o el último videoclip de Rosalía. 

Vivimos en un sistema donde la persona se muestra como una parte comercializable más del paquete. Puesto que todo es comprable y vendible, la marca personal se construye como el distintivo para empujar nuestro producto. La artista ya no será jamás sólo artista, sino también fábrica, producto y empresaria de sí misma. Y si abundan las entrevistas literarias y escasean las críticas, es porque no se busca la conversación pública en torno a los textos, sino que se pretende ahondar en el mercado en el que el libro y autor, son dos productos que se necesitan para subsistir. 

Pero que no decaiga el ánimo. No todo muere. O no todo languidece. Los libros han sobrevivido, lo cual nos anima a pensar que lo seguirán haciendo. Pero lo hacen seguramente donde menos nos los esperamos. De las grietas que ha dejado tras de sí la crisis de la industria cultural han brotado clubes de lectura que se reúnen una vez al mes para hablar de los textos. Mayoritariamente señoras de mediana edad o estudiantes, que deciden, seguramente sin saberlo, honrar mensualmente a Barthes para asumir la muerte del autor poniendo, de nuevo, el texto en el centro (de donde nunca debía haber salido). Lejos de focos, titulares ni preguntas consabidas, en las trastiendas de las librerías, en los salones de las casas o en bibliotecas municipalesvuelve a surgir la conversación que los textos nos prometían. ¿Quién nos iba a decir que algo tan básico como un club de lectura iba a ser el mejor modo de exorcizar los fantasmas que pueblan este gran castillo?

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