Saltó la noticia hace unos días: cierra el mítico Café Gijón de Madrid, antiguo lugar de tertulias literarias del que decían en los últimos años se había convertido en una especie de museíllo, en una trampa para turistas que como el Café Brasilero de Montevideo o el Café de Flore de París no tenía mucho más que ofrecer que su historia. Y no es poca cosa una historia, pero no da para pagar el alquiler en la capital.
Yo nunca estuve en el Café Gijón. Sí tomé alguna vez una caña en su local subsidiario —La Taberna del Gijón— bajo la turbia mirada de un cuadro o fotografía de un Pérez-Reverte desabrochado, pero lo más que me acerqué al establecimiento principal fue una noche que pasé por delante, decidido a entrar con un libro y leer y hacerme el interesante y sacar alguna foto para las redes sociales, pero eché un vistazo a través de la ventana y no me apeteció nada. He peregrinado a otros cafés literarios con una novela o un cuaderno bajo el brazo y siempre he pensado lo mismo: esto es anacrónico, un museo de cera, no tiene sentido, no es para mí.
De hecho, no conozco a nadie de mi quinta o menos que se dedique a escribir y que frecuente un café literario. ¿Acaso siguen existiendo? Hay cafeterías y bares y restaurantes en los que se reúnen los escritores a veces, pero no son Cafés Literarios propiamente dichos. Son garitos. Quizás espacios culturales. A veces, locales alquilados para eventos concretos. No parece que haya necesidad de encontrar un refugio fijo para que los escritores se junten y hablen de literatura. Ya tenemos los teléfonos móviles: hablamos por redes sociales, foros, correo electrónico. Si un grupo de autores se quiere juntar, se junta en cualquier sitio. No es necesario un lugar concreto y habitual para que las personas interesadas en la literatura se reúnan.
Así como antes las personas se esforzaban en acumular un ajuar —sus alfombras y sus cubiertos para las ocasiones especiales y sus cuadros y su ropa de cama y su colección de porcelanas— que a nosotros ya no nos importa nada, los cafés literarios eran parte de ese ajuar urbano de una generación que conquistaba la realidad como parte de su identidad. Pero nosotros, humanos más jóvenes, nos volcamos en el mundo digital, nuestra personalidad se transfiere al pozo oscuro que llevamos en el bolsillo y así no sentimos la necesidad de tantos espacios físicos y tangibles a los que llamar nuestros.
Yo esto no lo entendí hasta que me enteré de que cerraban el Café Gijón y vi que no me importaba nada. Ya cerraron otros —el Café Imperial donde se reunía la Antesala del Saladero (¡tampoco existe ya la cárcel del Saladero!) es una tienda de Apple y los frescos de las paredes de La Ballena Alegre son lo poco que queda de un refugio de la bohemia falangista ahora convertido en un pub que hace honor a un escritor (James Joyce) que nada tiene que ver con la tradición literaria madrileña— y cerrarán los que queden, pecios de un mundo que ya no existe. Como mucho atornillarán plaquitas municipales en sus fachadas que terminarán oxidándose y se caerán al suelo.
El Café Gijón, en verdad, no cerrará. Al igual que el Café Comercial en su día, lo reformarán y se convertirá en un bar de esos de grupo de restauración, orgulloso de su casticismo impostado y su carta trilladísima —tiradito de salmón, gyozas de rabo de toro, tortilla española con trufa y por ahí todo seguido—, y pensándolo bien no cabe mejor homenaje a la literatura que ése: convertirse en una fórmula probada, carente de riesgo, decidida en consejo y esclava del mínimo común denominador. Una fórmula limpia y ganadora, aseada y agradable, complaciente con todos y emocionante para nadie, tan aburrida. Pero es que también nos habíamos aburrido ya de lo que era, de lo que fue.