Un agosto en Madrid es para los que no tienen más remedio que aguantarlo. Nadie quiere estar aquí durante este mes infernal. Una pizpireta influencer me ofreció una solución a través de Instagram: visita el Círculo de Bellas Artes y huye del calor en el refugio climático que han montado en la segunda planta. Las imágenes del reel mostraban un bello y amplio salón abarrotado de frondosas plantas, con hamacas, sofás y espacios para jugar al ajedrez o leer el periódico. Prometedor.
Quizás demasiado prometedor: estaba abarrotado. Una guardia de seguridad me dejó pasar a la sala, atestada de gente que ocupaba todos los espacios disponibles, y me puse a deambular. Las hamacas, todas ocupadas por individuos que sesteaban perdidos en las pantallas de sus teléfonos móviles, parecían mallas de cítricos. Había lectores y escritores performativos, jugadores de ajedrez reconcentrados, incluso grupos jugando a cartas en el suelo.
La palabra refugio cobró todo su significado: realmente parecía un refugio antiaéreo, una boca de metro en tiempos de guerra. Me pregunté si no sería muy distinta la imagen que ofreció este mismo edificio en los comienzos de la guerra civil, cuando en agosto del treintaiséis albergó en su sótano una checa en la que los enemigos de la república esperaban a que un tribunal popular sentenciara su final. Un paseo.
Yo seguí paseando en círculos por el salón de baile, una majestuosa habitación decorada con plantas y hamacas y sillas de plástico, mientras me preguntaba cómo se podría evitar que este tipo de iniciativas muriesen de éxito.
Una queja frecuente y válida a las grandes ciudades es la carencia de actividades que no impliquen gastar dinero, por lo que una iniciativa gratuita de este tipo siempre es, en principio, bienvenida. Más aún si ofrece la posibilidad de refugiarse del calor bajo el chorro de un aire acondicionado que, vamos a suponer, estaría idealmente alimentado con energía renovable.
Sin embargo, cuesta abstraerse de la carga ideológica del concepto —refugio climático— y de la masificación del espacio, que otorgan a la propuesta un aire inquietante, como de ensayo de futuro apocalíptico en el que todos somos pobres y no podemos salir de una casa comunal. He aquí una alternativa al capitalismo.
La otra opción es pagar por el confort de una sala climatizada: pedir una bebida fría en un local agradable, tener una mesa propia, un espacio. Todo eso se paga. Pero no queremos pagar porque nos parece perverso tener que gastar dinero para algo tan elemental como no pasar calor. Más aún cuando vivimos en una ciudad de precios excesivos para cualquier actividad básica: vivienda, transporte, comida… Los sueldos no alcanzan y nos aferramos a estas actividades gratuitas como una pequeña compensación por lo caro que está todo lo demás. Pero, ¿por qué está caro todo lo demás?
Porque somos pobres. Cobramos salarios de miseria y así la condición básica para la prosperidad del capitalismo se rompe: no podemos ahorrar, y si no podemos ahorrar no podemos ser independientes, por lo que necesitamos iniciativas regadas con dinero público como el refugio climático del Círculo de Bellas Artes —en el que colabora el Ayuntamiento de Madrid— para satisfacer necesidades básicas.
Al final, ¿qué habría de malo en refugiarse del calor pagando unas monedas por un café en un local climatizado? A lo mejor tendríamos más dinero disponible si nuestros salarios fueran algo mejores, pero los salarios no suben por un montón de factores. Uno de ellos: tenemos que sufragar vía impuestos los costes de la lucha contra el cambio climático.