Llegas a tu calle, llegas a tu portal. Abates su puerta de entrada y la sujetas con un pie mientras con la otra mano arrastras un equipaje que ya conoce mundo. Atraviesas el umbral y, con absoluta torpeza, te golpeas los talones con la maleta, que parece querer devolverte la incomodidad sufrida durante vuestras queridas vacaciones. Subes —o has tenido que subir previamente— un incómodo tramo de escaleras chocando sus ruedas contra cada una de las tabicas de los escalones. Llegas al descansillo del ascensor —si tienes la suerte de tenerlo1— y lo llamas. Al rato éste se detiene ante ti para que, de nuevo, repitas una maniobra similar a la de la puerta del portal. Renunciando a la poca dignidad que conservabas, introduces como puedes tus bártulos en la cabina, deseando poner fin a tu periplo particular. Llegas a tu piso y, para salir, sujetas la puerta de chapa con el mismo pie que antes —tu pie de sujetar puertas— y comienzas a descargar todos tus trastos, incluyéndote a ti mismo. Terminas. Dejas que la puerta se cierre a tus espaldas con una lentitud cinematográfica y ahí estás, sudando, cargado y abatido a partes iguales, ante la puerta de la que solía ser tu casa. Giras la llave dos veces y empujas del pomo. Entras.
Una vez dentro, con una mano apoyada en el asa de la maleta y la otra en la cintura, a modo de explorador, rodeas el oscuro recibidor con la vista para descubrir que, efectivamente, el trasiego no ha merecido la pena. Y entonces ocurre. Te invade la apatía, el desapego, la desafección. Casi resoplando, avanzas hacia el interior, habiéndote librado de tu molesta carga, y una desagradable familiaridad comienza a rodear cada rincón, devolviéndote de inmediato a la rutina. Te das cuenta entonces que nada ha cambiado durante tu ausencia, que todo sigue ahí, tal y como lo dejaste, aunque tu sientas que ya no eres el mismo. En ese momento se amontonan en tu cabeza los recuerdos de un verano que, oficialmente, acaba de terminar.
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Parece que han pasado meses de esta escena, pero no ha pasado tanto —al menos no para mí—. Termina el verano y a todos nos toca enfrentarnos a la misma situación: la del reencuentro con nuestras residencias habituales. Modestas o espaciosas, austeras u opulentas, minimalistas o barrocas… después de una o varias semanas sin habitarlas afloran siempre los mismos sentimientos al volver a atravesar sus puertas de entrada. Volvemos a nuestras casas y experimentamos la misma incomodidad que cuando nos encontramos con ese viejo compañero del colegio al que llevamos tiempo sin saludar. Es evidente que la vuelta al trabajo también tiene su buena parte de culpa en todo esto, pero, aun así, para muchos la vuelta a casa no solo no reconforta, sino que dificulta con creces la reconciliación con nuestras viejas costumbres.
Esto me lleva a preguntarme si lo estamos haciendo mal. Si algo debiera ser la vuelta a casa es precisamente lo contrario: completamente acogedora. ¿Y si aquellas casas que habitamos durante nuestras vacaciones debieran convertirse en el escenario de nuestra rutina y no en refugios provisionales de entre una o dos semanas de vida útil? ¿Estaríamos dispuestos a abrazar su informalidad? ¿Renunciaríamos a nuestras comodidades habituales? ¿Por qué no, si, en definitiva, siempre nos recordamos radiantes y felices en aquellos refugios en los que todo valía?
Algo así defienden Xavier Monteys y Pere Fuertes en su libro Casa Collage2 cuando dicen que las casas de vacaciones no tienen por qué ser lo que comúnmente llamamos casa. Con esto se refieren a que estas casas, generalmente, son más pequeñas, más prácticas y más flexibles. No responden a horarios, están menos compartimentadas y carecen de bastantes de las dotaciones de las que disfrutamos día a día —probablemente porque, muchas de ellas, no las necesitamos tanto—. Tanto es así que, en ellas, estamos dispuestos a asumir situaciones que jamás aceptaríamos en nuestra cotidianeidad. Por ejemplo, muchas de sus estancias, lejos de tener un uso específico, desarrollan una versatilidad realmente sorprendente: salones que se comportan como comedores durante el día y como dormitorios de noche, terrazas que se convierten en cocinas —barbacoa mediante—, o incluso garajes que se transforman en auténticos centros sociales. En las casas de vacaciones no suele haber un lugar asignado para casi nada: tu armario puede ser una maleta, tu tocador un neceser y tu cama un colchón hinchable. Los niños duermen con los abuelos, los amigos comparten cama, los padres duermen en el sofá y, a las malas, siempre habrá hueco para tirar un saco de dormir en el salón. No importa lo acostumbrados que estemos a la rigidez de nuestras viviendas de ciudad-dormitorio, nuestras casas de vacaciones se transforman en auténticos laboratorios donde reina la polivalencia, la convivencia y la colectividad intergeneracional.
Y es en esta renuncia a lo prescindible donde está la explicación de que, en estas casas, vivamos nuestras experiencias emocionales de una forma mucho más intensa. Su programa provoca que nos enfrentemos a situaciones a las que no estamos tan habituados y que, por lo tanto, recordaremos a nuestra vuelta con apego. Esto es lo que de toda la vida hemos llamado el efecto campamento, que no es otra cosa que un escenario que propicia que las cosas pasen. Porque sí, la incomodidad puede traer consigo momentos realmente emocionantes. Y con esto no quisiera caer en la idealización de esta suerte de abstención estoica frente al confort; como si abogar por la precariedad habitacional fuese el remedio a nuestras aspiraciones domésticas. No, no se trata de eso. Simplemente defiendo que una vivienda que satisface todas nuestras necesidades primermundistas no es ni mucho menos suficiente para garantizarnos el bienestar personal al que todos aspiramos. Como casi siempre, como seres emocionales que somos, la aplicación no es tan directa.
Prueba de ello fueron las primeras viviendas firmadas por el movimiento moderno durante la primera mitad del siglo XX. Le Corbusier, su máximo exponente, movido por su afán disruptivo con la arquitectura precedente —en su opinión, cargada de ornatos y reminiscencias historicistas— definió la casa como una machine à habiter3, como un artefacto capaz de responder a las nuevas aspiraciones del hombre moderno, eliminando lo superfluo y optimizando recursos, espacio y energía. La casa se entendía desde un punto de vista técnico, casi científico, que permitía resolver eficazmente las exigencias de iluminación, ventilación, higiene y habitabilidad, entonces no siempre satisfechas. A principios de siglo esta idea de la casa como electrodoméstico sonaba, cuanto menos, seductora —ya que ni siquiera estos eran tan habituales—, y probablemente siga conservando sus adeptos hoy en día en sus metamorfosis contemporáneas: las viviendas prefabricadas, las Passive House, las viviendas-cápsula o, más cercanas a todos, las urbanizaciones privadas y seriadas que colonizan las periferias de nuestras ciudades; los apodados “bloques cebra”. La industrialización siempre viene cargada de su parte correspondiente de alineación, y nuestros hogares no son una excepción. Así lo ilustró Jacques Tati en su eterna película Mon Oncle, en la que el francés señalaba la excesiva simplificación de la realidad que proponían las vanguardias del siglo pasado a través de una vivienda-caricatura en la que la tecnología adquiere tal protagonismo que termina por deshumanizar a sus ocupantes, hasta el punto de reducir sus interacciones al absurdo. He aquí la paradoja de la modernidad: el progreso ha mejorado significativamente nuestras vidas, pero también las ha vuelto genéricas y carentes de significado.
Llegados a este punto, conviene decir que la solución, lógicamente, tampoco consiste en retomar la escuela de oficios y recrearnos en una anacrónica neoartesanía que desemboque en la construcción de paleoviviendas contemporáneas; o peor aún, la emulación estética de estas. Probablemente, de nuevo, debamos movernos entre grises y abrazar la lógica post industrial contemporánea, intentando no perder de vista que, evidentemente, a todos nos gustaría poder conservar la expresión de nuestra individualidad. Algo así debió pensar Le Corbusier cuando en 1951, tras toda una carrera aireando su manifiesto en defensa del racionalismo higienista, se construyó en Cap Martin su Cabanon, un refugio de madera mínimo para pasar el verano con su familia junto al mar. O Ralph Erskine cuando levantó su The box, también de madera, en Lidingö, Suecia, como refugio y estudio para pasar los meses de verano. O Jørn Utzon cuando, agotado tras la mediática construcción de su posteriormente aclamada Ópera de Sydney, se retira a Mallorca con su esposa Lise y sus hijos y proyecta Can Lis. Parece que a todos nos gusta tener aire acondicionado, pero resulta que también, de vez en cuando, necesitamos retirarnos a olvidarnos de nuestro confort a nuestra cabaña particular. Al final de lo que se trata es de “vivir bien”, como defiende Iñaki Ábalos en su libro casi homónimo4.
En definitiva, quizás baste conformarse con que nuestras viviendas habituales, al menos, aprendan de nuestros refugios vacacionales su mayor virtud: la flexibilidad. Casi todas nuestras casas tienen un esquema común: un recibidor, un cuarto de estar vinculado a este, próximo o junto a una cocina, un distribuidor que da acceso a las habitaciones y a sus respectivos aseos y un dormitorio principal, con su baño incorporado. Puede haber ligeras variaciones en cuanto a superficies y número de estancias, pero en esencia, la distribución es la misma. Y la pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué vivimos todos en la misma casa? ¿Por qué las estancias reconocen medidas que implican usos determinados y no permiten que éstos puedan intercambiarse según las necesidades de cada momento? ¿Por qué seguimos construyendo este tipo de viviendas, si los modelos familiares actuales son tan diversos e incompatibles con ellas? ¿Acaso algo que representa el mayor esfuerzo económico de nuestras vidas no debería poder adaptarse a nuestras necesidades reales?
Termino con una petición, con un grito al cielo que nunca nadie con el poder o la influencia suficientes escuchará, pero que en mi cabeza es realmente factible. Por favor, construyamos casas versátiles que respondan a nuestras necesidades habitacionales actuales. Apostemos por nuevas tipologías y no permitamos que estas y su estética asociada nos vengan dadas por un mercado inmobiliario cuya principal aspiración es la de una lucrativa estandarización. Proyectemos viviendas en las que desarrollar nuestros valores personales y culturales y no aquellas marcadas por los preceptos ideológicos de unos promotores ajenos a la realidad social de nuestro país. La casa, nuestra casa, debiera ser mucho más que todo eso. Entonces, y solo entonces, conseguiremos sentirnos en casa por vacaciones.

1 No me recrearé en relatar con detalle la que sería la desagradable y desgraciadamente habitual alternativa, quiero decir, la de no tener ascensor. La gesta que supone tener que subir tres o cuatro pisos maleta en mano la dejamos para la sección de deportes.
2 Xavier Monteys y Pere Fuertes, Casa collage. Un ensayo sobre la arquitectura de la casa, 2001
3 Le Corbusier, Vers une architecture, 1923
4 Iñaki Ábalos, La buena vida, 2000