Como hija de un gran fanático de la música –coleccionista de vinilos, baquetas, púas y entradas de numerosos conciertos–, tuve la suerte de crecer en un entorno que me animaba a entender la música como la forma más obvia y natural de expresión y, consecuentemente, como el espacio desde donde conformar mi identidad.
Si bien tardé unos cuantos años en sumergirme del todo en lo que realmente se podría considerar como cultura musical, siempre ha habido música sonando en mi casa. Era difícil no reconocer los diferentes estados de ánimo de mi padre a través de los grupos que sonaban en el radiocasete de la cocina, atravesando las puertas, llenando cada una de las habitaciones de mi casa y creando así la banda sonora de mi infancia. Estas canciones se quedaron impregnadas en mi cabeza sin yo saber muy bien de qué hablaban las letras ni quién las estaba cantando. Más adelante, recordarlas me permitió conectar con mis emociones de niña, descubriendo en la adolescencia a grupos y artistas que mi padre ponía en el coche. Desde la adolescencia, la música fue el sistema a través del cual pude entender y canalizar mis emociones. También, como a muchas personas, me ayudó a conformar mi identidad y a expresarme en un contexto social en el que me sentía alienada y en el que no sabía muy bien cómo encajar.
Pronto me di cuenta de que casi todos los artistas que admiraba eran hombres: los Beatles, Nirvana, The Clash, Richard Hell, Joy Division, Radiohead…, por nombrar solo algunos. Aunque pronto también conectar con muchas mujeres artistas, como Soko, Amy Winehouse o Angel Olsen, su ausencia en el panorama más mainstream del rock-punk inicialmente me produjo confusión y una falta de identificación, que derivó en una misoginia interiorizada de la que no he conseguido despojarme hasta pasados unos años. Mi conexión con la música ha venido en gran parte de la mano de hombres: mi padre, mis amigos, la gente que conocía en conciertos… y por tanto he tardado mucho en analizar mi vínculo con estos contextos e intentar comprender cómo me conformo como persona en relación a ellos.
En la construcción de identidad desde la música rock-punk existe un factor a través del cual se potencia la misoginia y se despliega toda la masculinidad que contiene como fenómeno social: la autenticidad. Esta idea implica que para mostrar una relación genuina con la música debe existir un constante compromiso, un alto grado de participación y una fuerte intensidad en los modos de intervención, esto es, no preocuparse por nada que no sea poner la música en el centro. Este concepto se relaciona con una forma de estar en el mundo marcadamente masculina en la medida en que conlleva un rechazo directo de muchas de las cualidades atribuidas a “lo femenino”: una mayor proximidad e interés por lo estético, la capacidad de mostrarse vulnerable, el interés por la ternura y la amistad, los cuidados, etc.
Con la edad, me he dado cuenta de que en un momento dado me dejé llevar por las actitudes misóginas que me vinieron impulsadas desde esta cultura. Rechacé la feminidad y la amistad con mujeres para hacerme pasar por “one of the guys” (experiencia bastante universal como mujer), para ser así valorada y reconocida como música. Con 15 años mi grupo favorito era Nirvana, me pintaba los ojos de negro, llevaba todos los días las mismas Doc Martens, los pantalones rotos y camisas de franela y hacía un (paradójico) esfuerzo activo por que se notase que todo me importaba una mierda. Ya con 22, seguía juzgando la música de otras mujeres estando en contextos rodeada de hombres, sintiendo que lo auténtico estaba en lo masculino, y construyendo una imagen desde un cierto rechazo a la feminidad por miedo a ser categorizada de “superficial”.
Dejarse llevar por el machismo de la cultura musical no es algo raro si eres una mujer con interés en ser reconocida por tu trabajo artístico. Con el tiempo he pensado mucho en cómo la performatividad del rock o, más concretamente, esa “autenticidad del rock”, se expande más allá del escenario para viajar de cuerpo en cuerpo. Es más recientemente cuando me he topado con otras artistas que fueron reconocidas en su momento precisamente por su capacidad de performar una masculinidad explícita.
El ejemplo más claro de todo esto es Patti Smith. Muchas hemos conectado con su historia personal a través de su libro de memorias Just Kids (2010), donde relata su vida en el Nueva York de los 70 a través de su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe. El libro muestra la relación de Patti con la música y el arte precisamente desde el enfoque de la autenticidad; aunque Patti haya crecido en un suburbio conservador, la forma de identidad que construye a través de sus ídolos (entre ellos Allen Ginsburg o Bob Dylan) le empuja constantemente a que su vida gire en torno a la música y el arte.

Desde el momento en que aterriza en Nueva York, Smith entra en las lógicas del arte desde la perspectiva del hombre e interioriza esta idea de autenticidad como un mecanismo a través del cual relacionarse con el arte para hacerse valer. Cabe destacar el momento en el que decide cortarse el pelo tras ser relacionada con Joan Baez y su estética hippie; solo para decidir hacerse el corte de pelo de Keith Richards, guitarrista de la banda The Rolling Stones. Tras esa transformación de imagen, Smith es reconocida como “andrógina” y, por tanto, como una figura de interés.
La atracción que propicia la imagen de Smith a partir de su cambio de look deriva en otros aspectos que conforman su aceptación en los círculos del punk de Nueva York de la época; es por ejemplo retratada por Mapplethorpe para la portada de su famoso álbum Horses vestida con un traje y un bigote pintado. Así pues, se presenta constantemente con una performatividad masculina y parece relacionarse únicamente con hombres, siendo su hermana la única otra mujer de la que habla en el libro.
Con esto no quiero decir que Patti Smith no sea auténtica (meterme en el debate en torno a la noción de “autenticidad” me obligaría a extenderme demasiado) o que su producción artística tenga menos valor porque se hizo pasar por hombre para ser aceptada en los círculos sociales que demandaba la música. Sí creo, en cambio, que es importante pararnos a pensar de dónde viene la necesidad de sentirnos reconocidas por ciertas personas en contextos concretos y que nuestro valor esté ligado estrechamente a ser aceptadas por ellos.
Personalmente, me veo reflejada en Patti, y me observo a mí misma constituir una presencia en contextos de música de una masculinidad que no suelo exteriorizar estando con amigas. También es importante recordar cómo en la mayor parte de los círculos sociales de la música dominada por hombres se sigue considerando a la mujer como un puro objeto sexual y de deseo; las mujeres hemos existido en la música únicamente como un cuerpo descontextualizado deseable. Parece que nuestro valor estaría ligado entonces únicamente a nuestra capacidad de ser atractivas para ciertas figuras con un mínimo de poder en estos contextos.
Me resulta muy complejo salir de este entramado y por ello creo que es necesario abrir un espacio para seguir pensando. Claramente todos estos hechos son un reflejo de algo mucho más grande, y la forma de actuar de Patti revierte de las dinámicas sexo-políticas que se vienen desarrollando durante años y que necesitamos analizar minuciosamente. Este texto quiere ser el primer capítulo de una serie en la que explorar esto desde distintas perspectivas y contextos, ciñéndome a la performatividad de las mujeres cis en relación a sus relativos masculinos en el punk/rock. Debemos desarrollar una carrera de fondo en la que recordar constantemente la necesidad de escapar de la hegemonía de la masculinidad, y encontrar una forma de conformarnos como algo más que aquello que nos han convencido que somos.