Son las cinco y cuarenta y siete de la mañana y mi cuerpo es una bolsa de huesos fríos forrada en piel de gallina. No hay nada poético en este frío. Es un frío estúpido, un frío de madrugón forzado de verano que se te mete por el cuello de la chaqueta y te recuerda que estás haciendo algo que va en contra de la lógica de tu propio cuerpo. El cuerpo quiere cama, quiere el peso muerto del sueño. Yo le he dado una caminata torpe por un camino oscuro en la Cala de Sant Esteve y ahora le ofrezco una roca plana y húmeda como asiento.
No es la primera vez que hago esto.
La primera vez tenía quince años y el cuerpo era otra cosa. Era una máquina invencible alimentada por la pomada de cualquier bar de Es Castell — en Menorca la pomada es el nombre sagrado para la ginebra con limón— y nuestra querida y nostálgica juventud. Éramos dos, Joan y yo. No habíamos prácticamente dormido. La noche había sido una sucesión de paseos entre sudores ajenos, de gritos al lado de la “Rana” y de esa sensación de que el mundo entero nos pertenecía porque éramos demasiado jóvenes para saber que el mundo no pertenece a nadie. A las cinco y cincuenta, en lugar de rendirnos y caer en una cama, se nos ocurrió la genial idea. “Tío, vamos a ver salir el sol. Aquí al lado. Dicen que es el primer sitio de España”.
Y fuimos. Recuerdo el olor a salitre. Recuerdo reírnos de todo, del silencio, de los gatos que nos miraban desde los muros de piedra seca, de nuestra propia y estúpida heroicidad. Vimos el sol salir, sí. Lo vimos como quien ve un efecto especial en una película. Un fogonazo naranja. Un “hala, qué guapo”. Y luego, hambre. Un hambre atroz, animal. Y vuelta a casa para devorar cualquier cosa y desplomarnos.
Ahora no hay ginebra. No hay risas. No está Joan. Solo estoy yo, el frío y una necesidad que no sé nombrar, sentado en esta roca, mirando un horizonte que es apenas una línea más oscura en la negrura. En el bolsillo del pantalón, el móvil y unos auriculares. Quiero que este amanecer, este de ahora, signifique algo. Saco el móvil. La pantalla me daña los ojos. Busco en Spotify. Mahler. Sinfonía Nº 5. IV. Adagietto. El nombre ya es una promesa de algo importante. Me coloco los auriculares, pero todavía no le doy al play. La anticipación es una forma de masoquismo. El silencio de Sant Esteve es casi absoluto. Solo se escucha el murmullo lejano y asmático del mar lamiendo las rocas de la cala.¿Por qué estoy aquí? La pregunta es un taladro. No me siento atascado en un bucle de días iguales que saben a ceniza. Al contrario. Me siento en uno de los mejores momentos de mi vida. He vuelto a Menorca sin buscar nada, aunque quizá siempre busque algo que dejé aquí, y no sé si es mi juventud o una versión de mí que todavía creía en muchas cosas. Quizá porque ya no hablo con Joan, y esto no es un arrebato de nostalgia como el que critica Clara Ramas, ni un llamamiento a Estrella Damm para crear un anuncio de nuestra relación “perdida”, sino que ahora hay otras preocupaciones; hay alquileres impagables, hay trabajos serios, hay que aprender a vivir el día a día sin ser consumido en ello. La vida adulta, esa estafa.
Ahora. Me pongo los auriculares y pulso el play.
Y ocurre. Las primeras notas del arpa son como gotas de agua cayendo en un pozo profundo. No rompen el silencio. Lo miden. Lo hacen tangible. Mahler desnuda a la orquesta, le arranca los metales, la percusión, toda la fanfarria de los movimientos anteriores, y la deja solo con su corazón: las cuerdas y un arpa solitaria. Es un acto de una intimidad radical. Y entonces, entran esas cuerdas, con una lentitud casi insoportable, Sehr langsam, muy lento, como si el tiempo se hiciera denso y te obligara a sentir cada segundo. La melodía es puro anhelo, una herida que se abre nota a nota. Dicen que es la carta de amor que le escribió a Alma, pero es una carta extraña. No hay alegría simple en ella. Hay Sehnsucht, esa palabra alemana para la que no tenemos traducción, una nostalgia de algo que quizá nunca has tenido, un deseo que duele. Es una declaración de amor que ya lleva dentro la premonición de la pérdida, la fragilidad de todo. Y yo, aquí sentado, siento que es una carta a ese chaval de quince años que vio salir el sol sin enterarse de nada. Una carta que dice: “Mira. Mira bien esta vez, gilipollas”.
La música se estira, se retuerce. La melodía principal de los violines asciende, se sostiene en una nota larga que duele, que es pura tensión, y justo en ese instante, como si la música fuese la batuta del universo, el horizonte se rasga. No es una línea naranja de postal. Es un navajazo de luz pálida, un desgarro en la tela de la noche. Un violeta enfermo, un rosa carnal. La música de Mahler no está acompañando el amanecer. Lo está pariendo. Lo está obligando a existir.
Cada crescendo de la orquesta se corresponde con una nueva oleada de color que inunda el cielo. Las cuerdas se vuelven más densas, más complejas, tejiendo una red de emociones que me atrapa. Siento la famosa conexión con Muerte en Venecia. La belleza es inseparable de la decadencia. Este amanecer no es puro. Es un espectáculo bellísimo, por corrupto. Como la juventud vista desde la distancia. Como el amor cuando ya sabes que va a terminar. La luz se refleja en el agua quieta de la cala y el mundo parece hecho de plata líquida y sangre.
Cierro los ojos un segundo y me golpean los recuerdos de los veranos en casa de mi tía, los fuertes que construíamos con los primos, los conciertos improvisados. Me golpea nuestra ignorancia.
Ahora lo entiendo. No fue de golpe, no con una revelación mística bajo la ducha ni en mitad de un viaje en blablacar. Fue poco a poco, como se aprende que alguien te quiere mal: con años. Resulta que la vida iba de otra cosa. No de petarlo, no de bailar hasta sudar los pecados, ni de hacer listas de deseos con rotulador fluorescente. Iba de estar. De quedarse quieto un momento con el café ya frío, de notar que hay una brisa rara entrando por la ventana y saber que eso, justo eso, también cuenta.
Nos tragamos que la cima era esa felicidad efervescente, esa euforia de fin de semana. Qué idiotas. Nadie nos habló de esa belleza que duele, que te parte el pecho sin pedir permiso. De esa tristeza rara que te hace sentir más vivo que cien carcajadas mal dadas. Y ahora viene Mahler, con su Adagietto, a pasarnos la factura. Nos la pone en la cara como un espejo: esto es lo que os perdisteis mientras hacíais el imbécil creyendo que ser joven era urgente.
Y entonces llega. El clímax.
La orquesta entera se desata. Es una ola de sonido que no pide permiso. Es una confesión a gritos, una pasión desmesurada, un “te quiero” que es también un “me estoy muriendo”. Y justo ahí, el sol. El puto sol asoma el borde. Un punto incandescente, cegador, que convierte el mar en un incendio. La luz es física. Me golpea en la cara, me obliga a entrecerrar los ojos. Es un exceso. Es demasiado. Como un ataque de lucidez que te revela una verdad insoportable y liberadora al mismo tiempo.
El sol se despega del agua, ya una esfera perfecta, y la música alcanza su apogeo más desgarrador. No es un sonido triunfal. Es el sonido de la rendición. De la entrega total. Y yo me rindo. Dejo de luchar contra la nostalgia. Dejo que el recuerdo de la familia, de nosotros, se queme en esa luz. Dejo que la música me vacíe. Siento las lágrimas en las mejillas, pero no son lágrimas tristes. Son una reacción física, un espasmo. Mi cuerpo respondiendo a la belleza.
Poco a poco, la música empieza a retirarse. Las cuerdas se calman, la melodía vuelve a su cauce, más serena, como si estuviera exhausta. La tensión se disipa. El sol ya está arriba, flotando sobre el mar, y su luz ha perdido la violencia del nacimiento. Ahora es una luz funcional, la luz de un nuevo día.
El Adagietto se desvanece en una última nota sostenida que se funde con el sonido del mar, que ahora parece más presente. Me quito los auriculares. El silencio que queda es distinto al de antes. Ya no está lleno de expectación. Está lleno de la resonancia de lo que acaba de pasar. Es un silencio de después.
Miro a mi alrededor. Las rocas, el agua, el Fort de Marlborough a lo lejos. Todo parece normal. Insultantemente normal. El mundo no ha cambiado. La revelación era solo para mí.
Pienso en Joan. En que probablemente esté ahora mismo durmiendo a escasos metros de la roca en la que me encuentro. Este amanecer quizá no le cambiaría nada. Quizá ni siquiera lo recordaría. Y está bien. La memoria es un animal solitario.
Me levanto. El cuerpo sigue frío, pero de otra manera. Es un frío limpio. Me siento hueco, pero en calma. No he encontrado ninguna respuesta. No he arreglado nada. Pero me he enfrentado al dragón. He mirado de frente la distancia entre la persona que fui y la que soy, y le he puesto una banda sonora acojonante. El sol ya calienta. Empiezo a caminar de vuelta. El día ha comenzado. Y por primera vez en mucho tiempo, no sé qué sabor tendrá.