Tengo que confesar por qué escribo esto. Lo hago desde una sensación de fraude. Un fraude que cometo y que cometen conmigo cada vez que uso o escucho la expresión música clásica. La palabra misma es un muro de mármol frío, una vitrina que exhibe algo ya muerto, catalogado, perfecto e intocable. Es una lápida. Nos habla de un orden, de una Grecia y una Roma que los compositores del XVIII apenas conocían, de un equilibrio que la propia música se dedicó a reventar desde dentro, a devorar desde sus entrañas. Clásico. El término es un epitafio grabado con letras de oro sobre un mausoleo que pretende contener un volcán. Y lo que sucede ahí dentro, en el temblor de la cuerda frotada por el arco, en el aire que empuja una columna de metal hasta convertirlo en grito, en la garganta humana que se ensancha hasta ser la de un dios o un animal herido, no tiene nada de clásico. Es un caos contenido, una violencia organizada, una fiebre puesta en un pentagrama. Una autopsia del alma humana a cielo abierto.
Mintieron al llamarla así. O, para ser justos, se mintieron a sí mismos. El nombre fue un invento tardío, del siglo XIX, una forma de meter en un mismo cajón a los padres y a los abuelos para que los hijos, los Románticos, pudieran rebelarse con la furia del parricida. Era necesario construir un «antes» pulcro y ordenado para justificar el «ahora» desbocado. Pero el tejido era el mismo. La misma sangre bombeando. Bach, ese arquitecto de catedrales sonoras, no escribía «música clásica»; estaba construyendo máquinas de fe, engranajes sonoros para elevar el espíritu, contrapuntos que eran la prueba matemática de la existencia de un orden divino en medio del caos terrenal. Sus fugas, que tejen y destejen el universo en cuatro minutos, no son para archivarlas en una biblioteca. Son para sentirlas en los huesos, en la estructura misma de la materia. Son la vibración de un mundo que se ordena y se desborda a cada compás.
Y es ahí donde empieza mi problema, mi necesidad de estirar el chicle de las épocas hasta que casi se rompa. Porque si hablamos de la vibración de la materia, del sonido ordenado para sacudir el alma, ¿por qué debo detenerme en 1900? ¿Por qué se me tacha de inculto o de provocador si en la misma genealogía del temblor coloco a Duke Ellington, ese sastre del swing que hacía rugir a su orquesta con los colores de la jungla urbana en el Cotton Club, creando texturas y timbres que ningún europeo se había atrevido a soñar? ¿O a Nat King Cole, que no solo cantaba, sino que convertía su voz en un instrumento tan puro, afinado y lleno de matices como cualquier Stradivarius? ¿O a los Beatles en Abbey Road, esos cuatro chicos de Liverpool que se convirtieron en los hechiceros del estudio de grabación? Usaron una cinta al revés, bucles de sonido, un octeto de cuerda para encapsular la soledad anónima de la gran ciudad en «Eleanor Rigby» con una eficacia y una desolación que Mahler habría reconocido como propia. El fraude no está en la música, está en la frontera que hemos dibujado en la arena, una línea arbitraria para proteger nuestro propio confort intelectual.
Imaginemos por un momento que lo desnudamos todo. Si a esta música le quitáramos sus ropajes de élite —el frac, el silencio impuesto, los precios prohibitivos, la tos reprimida del público en el tercer movimiento—, ¿qué sentiríamos? ¿Qué quedaría de ella si sonara en el metro, en un bar de carretera, en los auriculares de un adolescente mientras mira por la ventana del autobús? Quizá sentiríamos lo mismo que ante un cuadro de Rothko si lo viéramos fuera del museo, apoyado en una pared de ladrillos en un callejón. Despojado de la santificación de la institución, de la cartela con el nombre y el precio de la subasta, ¿qué es? Son dos rectángulos de color que vibran, que respiran. Es una invitación al abismo. Es arte. ¿Y no es arte también el grafiti que explota en ese mismo muro, con una caligrafía incomprensible y una urgencia desesperada por decir «yo estuve aquí», por dejar una cicatriz de color en la piel gris de la ciudad?
Ambos usan la forma, el color, la composición. Pero uno está en el altar y el otro en el arroyo, a menudo perseguido como un delito. La diferencia es el contexto, la validación, el poder. Lo mismo ocurre con la música. Unos acordes son «El Canon de Pachelbel» y otros son el estribillo de «Don't Look Back in Anger» de Oasis, que usa exactamente la misma progresión para generar una euforia colectiva en un estadio. La estructura armónica que sostiene el «Aleluya» de Händel es la misma que sostiene el «Hallelujah» de Leonard Cohen, una plegaria rota y secular. No hemos inventado nada nuevo en ese sentido. La física del sonido, las relaciones matemáticas entre las frecuencias que nuestro cerebro percibe como consonancia o disonancia, son un pozo del que todos hemos bebido. Bach no inventó la relación entre la tónica y la dominante; la exploró con la profundidad de un místico. Mozart no creó la forma sonata; jugó con ella con la gracia de un niño prodigio. Y The Beatles no inventaron el acorde de sol mayor; lo usaron para hacer que el mundo entero sintiera que todo iba a estar bien, aunque fuera por tres minutos.
El problema no es la música. Es nuestra pereza. Nuestra necesidad de catálogos. Y aquí es donde tenemos que ser cautos. Es fácil caer en la trampa de analizar los fenómenos de hoy con las herramientas de ayer. Como bien señala nuestro querido Jorge Burón, “analizar la cultura de la era de internet con la perspectiva de los años 80 o 90 es, cuanto menos, limitado. Estamos en medio de un quiebre histórico, de una fractura de la magnitud de la que provocó la imprenta en el Renacimiento o la electricidad a principios del siglo XX. Es un cambio de era. Y en un cambio de era, las viejas categorías no solo son inútiles, son un estorbo”.
Así que lo diré claramente, y lo siento por los nostálgicos que tiran de estadísticas para justificar que la música de ahora es peor: el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo, han terminado. Esa música, como proyecto vivo y en evolución, ha muerto. Y no pasa nada. Yo también escucho a Mozart. Me pierdo en la arquitectura emocional de una sinfonía de Beethoven. Pero son visitas a un museo. Un museo bellísimo, lleno de obras que nos siguen interpelando, que nos cortan la respiración, pero un museo al fin y al cabo. Usar su orden, su perfección y su sentimiento como vara para medir la creación actual es un acto de profunda incultura. Es no entender ni el presente ni el pasado. Es querer medir la temperatura del sol con un termómetro de mercurio.
La vanguardia de hoy no está en una orquesta sinfónica intentando sonar «moderna» con disonancias calculadas que ya escandalizaban hace un siglo. La vanguardia es de otro tipo, sorprendente, a veces incomprensible, porque no tenemos aún las palabras para nombrarla. Está en el productor que construye un ritmo con el sonido de una puerta oxidada, un llanto de bebé sampleado y una línea de bajo que te sacude las entrañas. Está en la complejidad lírica y rítmica de un rapero como Kendrick Lamar, que narra la vida, la política y la violencia de su barrio con una precisión poética y una variedad de flujos que avergonzaría a un libretista de ópera. Está en la inteligencia artificial que genera paisajes sonoros que se adaptan a nuestro estado de ánimo, una música ambiental infinita y personal. Está en la voz de Billie Eilish, susurrada directamente en nuestro oído gracias a la tecnología, creando una intimidad tan radical y vulnerable que rompe con un siglo de cantantes proyectando la voz hacia fuera, hacia la última fila del teatro.
Nos falta imaginación. Queremos encontrar un nuevo Beethoven y no nos damos cuenta de que el nuevo Beethoven no es un compositor con peluca y pluma, sino quizá un programador que diseña un algoritmo generativo, un DJ que hace llorar a cien mil personas en un festival mezclando sonidos que nadie pensó que pudieran convivir, una chica en su habitación con un portátil y una idea. Queremos una nueva sinfonía y a lo mejor la nueva sinfonía es la banda sonora de un videojuego como Red Dead Redemption 2, una obra que dura cien horas, que evoluciona con las decisiones del jugador y que teje un tapiz emocional de una complejidad y una sutileza que muchas obras de concierto ya no alcanzan.
Por eso escribo esto. Para intentar limpiar mis propios oídos de la cera de las etiquetas. Para darme permiso de sentir el mismo escalofrío con el Pas de Deux de Tchaikovsky que con «Strange Fruit» de Billie Holiday o «Hurt» de Johnny Cash. Para reconocer la genialidad armónica en una canción de Stevie Wonder y la brutalidad rítmica en una pieza de Stravinski. Para entender que el cuerpo es el primer instrumento. La chelista que abraza su instrumento hasta que la madera se vuelve una extensión de su torso, sintiendo el gruñido de las notas graves en el esternón. El cantante de ópera cuya caja torácica es un fuelle. Pero también el chaval que hace beatbox, convirtiendo su boca en una caja de ritmos con una destreza que desafía la anatomía. Todos son cuerpos entregados al sonido, atletas de la vibración.
La cuestión ya no es si una canción de Rosalía es mejor o peor que un aria de Mozart. Esa es una pregunta estúpida, una pregunta de contable, no de amante de la música. La pregunta real es: ¿estamos escuchando? ¿O solo estamos comparando, juzgando, clasificando? ¿Estamos abiertos al temblor, venga de donde venga, o estamos protegiendo las ruinas de un imperio que ya cayó? Dejemos de llamar «clásica» a una parte de la música. Llamémosla por su nombre: música del siglo XVIII, del Romanticismo, del Barroco. Y a la de ahora, llamémosla simplemente música. El resto es ruido. El ruido de nuestras propias limitaciones.