Se está muriendo gente que nunca lo había hecho. Quizá un poco sí, por lo difícil que es vivir entre el exceso del éxito y la timidez y el desamparo de la creación. Se están muriendo nuestros ídolos, esos que recorrieron el camino hasta los extremos y vinieron a contárnoslo, y que siempre quisimos creer que eran inmortales. Y nadie lo es.
Murió Robe Iniesta, que convirtió la fragilidad, el desamparo, los palos del vivir, un sonido de guitarra y su voz desgarrada y liviana en la banda sonora de cientos de personas. Es imposible explicar en su totalidad y de una forma clara lo que fue y es su legado si no te has pasado horas escuchándole, pero con sólo hacerlo una vez ya se entienden muchas cosas. Siempre me pareció alguien herido, al que admiré por su capacidad de escribir y transmitir, pero que supo hacernos felices no siéndolo él tantas veces. ¡Que le jodan a la tristeza!
Dicen de él, los que le conocieron y otros tantos que se lo inventan, que era un hombre tímido, que muchas de sus salidas de tono se debían a esto, pero yo quiero pensar que no, que alguien capaz de escribir como él lo hacía tenía dentro una fiera que a veces mordía. Desde los márgenes ocupó el panorama musical como animal totémico y huraño, siempre en el foco pero sin grandes alhajas. Dejó en cada verso y en sus excesos una parte de sí, hasta convertirse en ese Jesucristo de barriada y mirada limpia.
Hay una época de la música en español que se está acabando de forma prematura, privándonos de disfrutar de la madurez de muchos de nuestros artistas favoritos. Probablemente sea mejor para nosotros y fatídico para ellos. O no. Como decía Quino: “La vejez es como un golpe de Estado fascista. De repente, y sin previo aviso, alguien te prohíbe todos los placeres y hasta te impide que te muevas”. Estamos llegando a un fin de raza que nos despoja de la juventud ya lejana y de la que no quedan más que recuerdos de los ecos de momentos pegados a unos auriculares.
Roberto Iniesta Ojeda fue predestinado por la sensibilidad, de ahí esas letras convertidas en himnos tratando de aclarar las oscuridades de la existencia. La trascendencia le importaba una mierda, por eso logró la eternidad.