“I even hate when you say the word “n*gga”, but that's just me, I guess
Some shit just cringeworthy, it ain't even gotta be deep, I guess”
- Kendrick Lamar, euphoria (2024)
Antes de entrar en faena, me gustaría abrazar el narcisismo e insertarme en un texto que, teóricamente, debería aspirar a la neutralidad. Esto dejó de ser una crónica en el momento en que salí del estadio, y pasó a ser una crítica sobre cómo se recibe el hip-hop en España. Contextualicemos para no confundirnos.
Esto, tristemente, no lo ha escrito el de Quiero ser negro de Playground. No hablo desde la autoridad, sino desde el juicio subjetivo. Soy más blanca que el Cotton Eye Joe. Mi artista favorito es Frank Ocean, lloré cuando conseguí entradas para Bad Bunny, y escribo esto mientras escucho la banda sonora del FIFA 13. Este es el percal. Soy parte del problema.
En cuanto a Kendrick, no soy su fan número uno. Me considero media tabla. Pero me flipa Kendrick Lamar. Lo admiro desde las vísceras. Trato de hacer los deberes para entenderlo, pero hay muchísimo de su mensaje que se me escapa. No me pidáis que liste todos los álbumes de los Ramones sólo por llevar la camiseta.
La realidad es que es muy jodido conseguir un C1 en Kendrick. Su corpus tiene más capas que Shrek. Teje una red sumamente compleja de referencias que unen toda su discografía a su experiencia vivida, a la Historia del hip-hop y a la realidad afroamericana en Estados Unidos. Kendrick Lamar joga bonito. Encarna el principio rector del keep it real.
Esta complejidad exige una escucha activa, reflexiva, de educarse, de estudiar. Si lo que buscamos es comulgar con su obra desde el respeto, como oyentes no podemos limitarnos a step this way, step that way. Hay que coger papel y boli. No es una optativa. No es para subir nota. Es lo mínimo para acercarse al hip-hop con respeto.
Digo esto, porque el GNT Barcelona fue una experiencia canónica, cinematográfica, Historia en directo. Pero a la vez parecía sacado del episodio del blackface en Atlanta. Jamás había pasado tanta vergüenza ajena por el comportamiento del público en un concierto, y estuve en el Madrid Arena. La realidad incómoda es que ese concierto representó y encapsuló lo que está mal con el hip-hop contemporáneo, la explotación de los artistas. Representó, al fin y al cabo, lo que denuncia Kendrick Lamar.

El GNT en Barcelona fue un momento histórico para la música en España. Salvo por Travis Scott, nunca antes un rapero estadounidense había actuado en un estadio, y menos aún co-headlining con una artista como SZA. Un hito que difícilmente se va a repetir, y que ni siquiera fue sold-out.
Fue un concierto que costó mucho dinero, pero que no fue caro. Fue la fusión milimetrada de dos universos que pudieran parecer antagónicos: la energía de Kendrick vs. lo etéreo de SZA. Pero funcionó. Brilló. Toda la gira del GNT ha conseguido mezclar el mensaje de Kung Fu Kenny sobre la identidad y la resistencia contra la opresión, con el imaginario, romántico, onírico y silvestre de SZA. Una fusión perfecta, hilada tan fino que parecía cashmere.
En ningún momento pareció que SZA fuese la telonera de Kendrick, ni su back-up. Ella fue y es su propio show. Fue una diosa del Olimpo, una ninfa. En un momento, apareció colgada del escenario, cantando con alas de mariposa. Nuestra Hada Colau. Etérea, conmovió tanto que, al terminar el concierto, el nombre que coreábamos era el suyo.
La movida con SZA es que nunca sabes si es playback o directo. Ni siquiera sabes si está pre-recorded o si está tirando de la versión de estudio (en parte, da igual). Ella se impuso, atravesando todos sus himnos sin sacrificar un ápice de vulnerabilidad. Es perfecta porque sabe generar un núcleo emocional con el espectador que supera la frialdad inherente al formato del concierto en estadio. Genera tal intimidad, que sales del concierto con ganas de preguntarle: ¿tú y yo qué somos, SZA?

La realidad es que la omnipresencia de las redes sociales nos permiten a cualquiera hacer un par de clicks y encontrarlo todo. Han convertido los conciertos en experiencias casi predecibles. Antes de ir, si quieres, puedes saber (casi) exactamente qué va a pasar, el setlist, la escenografía, los pogos, las interacciones del público. Todo.
Es puro spoiler. Ves tanto, que se diluye la magia del directo, se apaga la emoción. De hecho, parte de este texto lo escribí en el tren a Barcelona exactamente por eso, porque ya sabía qué iba a pasar. Me da mucha rabia haber tenido razón.
En el caso del GNT, bastó la viralización del pogo durante Family Ties en Frankfurt para que se instaurase el caos en el resto de la pata europea. Parecía que los pogos venían impuestos, como si fueran parte del rider. Tanto es así, que la organización en Lisboa directamente los prohibió. Segundo spoiler: no sirvió de nada.
DEP Baudrillard. Te habría encantado cómo se retroalimentan lo viral y lo presencial en el GNT.
El asistente promedio al bolo de Barcelona me sorprendió, justo por no parar de decepcionar. Por incendiario que parezca, en el GNT demostramos que no nos merecemos que los tours europeos de hip-hop estadounidense paren en España. Por un lado, porque no tenemos respeto alguno por el género. Pero por otro, porque he visto más emoción en la grada del Bernabéu (peyorativo) que en el Olímpic. Sí, se formaron pogos, pero durante la mayoría del concierto parecía que a los asistentes nos habían sacado del Museo de Cera.
Con la mano en el pecho, y aun a riesgo de parecer soez, me cago en el asistente medio del concierto. Me cago en ese ejército de tíos (es que eran tíos) que parecía que sólo iban a grabar el story en Not Like Us. Me cago en todos los n*gga que se soltaron, que se banalizaron. Me cago en Nude Project, en el merchandising de ASTROWORLD de Travis Scott, en CARNIVAL de Kanye West y, sobre todo, me cago en Drake. Me cago tanto en ellos, que quiero ir a Comillas o a Formentera a decírselo en persona. Les odio tanto que podría escribir versos análogos a los del gitano al que le robaron los gallos en Valladolid.
Toda esa vibra condensada, hace que el resumen del concierto bien pudiera ser un chaval blanco, con pinta de tener casa en Sotogrande, con una camiseta negra que rezaba “THEY NOT LIKE US”. Un chaval que sólo se movía para grabar en vertical, para gritar uno por uno todos los “n*gga” de HUMBLE. Este ser humano existe, estaba, y si por algún capricho del destino me lee, que sepa que me cago en toda su estirpe.
Mientras tanto, en ese concierto, en esta gira, Kendrick Lamar Duckworth, nuestro Lord and Savior, dejó clarísimo que él preside el podio del hip-hop contemporáneo. Su narración es incisiva, cruda, que conecta directamente con los valores del género, con su manifiesto, su belleza. Él es, al fin y al cabo, Pulitzer Kenny.

K.Dot nos recuerda que el hip-hop es incómodo por diseño, por necesidad. No hace más que reiterar que el género nace como una forma de denuncia contra la opresión sistémica, y que debe mantenerse fiel a ese origen. Lo defiende como herramienta para expresar una realidad social y afirmar la identidad afroamericana. Pero también cuestiona constantemente las consecuencias que ha traído la globalización del género y la responsabilidad social que trae la fama.
A modo ilustrativo, Kendrick nos puso un examen a los espectadores, y suspendimos. Fue un bochorno. Durante la primera mitad del concierto, él omitió todos y cada uno de los “n*ggas” de sus letras mientras fluía por su repertorio, poniendo a prueba a un público inmensamente blanco (podéis buscarlo en TikTok).
Como todo en Kendrick, su silencio no era baladí. No era para hacer un show apto para menores. Era una pregunta con puntería, para averiguar si su público había entendido la movida. Como él esperaba, nadie se saltó un sólo “n*gga” de King Kunta, dotando así a la canción de significado, de relevancia en directo. Literalmente, preguntó la tabla del 0 del hip-hop y nos mandó a medio estadio a septiembre.
Dejo al margen el debate sobre la moderación lingüística que pueda surgir del n-word. Me parece que el uso indiscriminado del término, por mucho que no seamos yankees, es una banalización de la opresión, de la violencia histórica. Me pega en el mismo sitio que el merchandising de las esvásticas de Kanye West. Se siente, incluso de segunda mano, como una afrenta, una ignorancia que omite el trasfondo histórico, que quizá debería trascender el interés personal de querer demostrar que nos hemos aprendido las letras.
“Mimimi. Pero es que a él le da igual que lo digamos. Mimimi”. No es así. Tanto dentro como fuera del estudio, Kendrick dirige su obra a confrontarnos con nuestro privilegio. Su obra entera ilustra que la industria musical está erguida sobre la explotación de la cultura negra. Ese día, lo que demostramos en Barcelona fue que To Pimp A Butterfly (2015) sigue siendo tan relevante como lo era entonces, si no más.
Nuestra actitud constató que para nosotros el artista es un bien de consumo. No hacemos por entender su mensaje, su experiencia. Obviamos cualquier contenido político que nos pueda incomodar, aunque eso suponga faltar al respeto al género, al artista. Justo por eso, hay una disonancia muy clara (y él mismo lo ha señalado en entrevistas) cuando fans blancos corean “n*gga” en sus conciertos. Todos proxenetas. Todos pimps.
Es hasta poético que algo así se diese en Barcelona: una ciudad explotada, prostituida por el especulador, convertida en un parque de atracciones para el Otro, para el extranjero. Pienso en Octavio, quien, a la salida del concierto, se plantó. Se negó a hablarle en inglés a un guiri, porque “lo mínimo si vives en Barcelona es hablar el idioma”. Touché. Pienso en qué habría pasado si, como en 2018, Kendrick Lamar hubiese interrumpido su concierto por considerar que, lo mínimo, como blancos (turistas en su obra) era no decir “n*gga”.
Los blancos, desde todo el privilegio que manejamos, somos espectadores y consumidores de una obra que nos cala, nos conmueve, pero que no se dirige a nosotros. La conclusión que saco es que en España aún nos queda mucho por recorrer en cuanto al respeto por el knowledge que define, desde sus orígenes, al hip-hop. Todo esto, por no decir que parece que ni siquiera hemos empezado a recorrerlo, o directamente a gatear.
Me da muchísima rabia, porque considero de corazón que fue de los mejores espectáculos musicales en los que he estado. Fue una sinergia preciosa, conmovedora desde mil ángulos. Me pareció histórico, meticuloso, referencial sin insistir sobre sí mismo. Fue un concierto con mimo, con puñalada.
Pero también creo que deberíamos prohibir el uso de los móviles en los conciertos. En todos y en cualquiera. Creo que deberíamos imponerlo con al menos la misma severidad con la que te prohíben entrar con botellas de agua.
Esto permitiría, quizá, volver al misterio del directo, a no poder describirle la fiesta al que no fue. Brindaría un espacio de intimidad y seguridad, lejos de las cámaras, al que se lo quiera disfrutar a gusto, sin miedo a terminar viralizado. Y, más importante aún, nos permitiría purgar al asistente performativo. Porque, si Bosco se cae en el pogo del bosque y sus colegas no lo suben a Instagram, ¿realmente ha visto Bosco a Kendrick?
Por último, también creo que hay que tirar del freno de mano. Que alguien pare la música y encienda las luces. Deberíamos replantearnos cómo nos acercamos al hip-hop, porque no todo vale. Siento que nos hemos olvidado de que es un espacio de confrontación y de reivindicación. Por eso, respetar el hip-hop es también saber cuándo callar, escuchar y aprender. El principio del knowledge es básico.
Como oyentes privilegiados, somos el Otro. En Barcelona, demostramos que somos el nómada digital que gentrifica el barrio sin siquiera hablar el idioma. Ni siquiera nos hemos descargado Duolingo. Y la realidad incómoda es que en el hip-hop es obligatorio estudiar, aunque sea para buscar el B1, que nos permita hacer algo que se asemeje al turismo ético por el género. Papel y boli, joder.
Cualquier otra cosa es explotación. Es prostituir a una mariposa.