Mándame una postal

Por
Bardají
12/11/2025

Jamás estará teñida por lágrimas, sencillamente, porque nadie le enviaría una postal a alguien que aún le sangra. 

“I don't wanna take no time to write this down

I wanna tell you how I feel right now, hey”

- Mos Def - UMI Says (1999)

Para Cris;
quiero que todo cartero memorice tu código postal y,
a partes iguales, que no lo vean nunca,
pues significará que sólo viajo contigo. 

Me gusta escribir cartas y postales, pero sobre todo postales. Una postal no da tanta pereza como una carta: no requiere de tanto compromiso, no carga con tanta intensidad. Es un aquí te compro, aquí te redacto. Son tres o cuatro líneas, condensadas, erráticas, en las que le dices a alguien que te acordaste de él donde el aire da la vuelta. Sin más. Son perfectas. 

El proceso de creación me parece análogo al de la fotografía analógica: capturo un momento, un segundo aparentemente especial, sin poder acceder a él hasta pasadas unas semanas. Mi percepción se congela en el tiempo, pasa desnuda por manos de terceros: de carteros, de laboratorios de revelado. Mi patológica necesidad de obtener una recompensa inmediata se resquebraja. Me olvido del contenido y a partes iguales lo idealizo. Tengo que confiar en que lo hice bien: la dirección, la cantidad de sellos, el mensaje. 

Las envío cuando me voy lejos, cuando me voy mucho tiempo, cuando sé que voy a querer aferrarme a una sensación, tallar una nostalgia futura, una versión exaltada de mí misma que se desvanecerá en el instante en que tenga que sacar los líquidos y el ordenador en una terminal extranjera. Me hago un órdago, asumiendo que igual mis líneas mal calibradas no llegarán jamás a la orilla esperada. Acepto que igual mis amigas nunca sabrán lo que las eché de menos, lo que las idealizo. 

Las escribo porque me creo importante, por no llevar souvenirs, que no me caben en la mochila, sino porque creo que al destinatario le gustará abrir el buzón regularmente a probar suerte, toparse con la desilusión de la ausencia. Una especie de Primitiva epistolar, en la que busco insertarme en la ilusión de recibir algo que no sea una multa o una factura. Narcisismo internacional. 

Me siento expuesta en ellas, incluso cuando se las mando a cualquiera que me preste su código postal. Sé ver la incongruencia, pues su contenido no siempre es íntimo: una lista de canciones que he escuchado, restaurantes que me han gustado, una breve reflexión sobre la elasticidad del tiempo cuando viajas. Aun así, siento que el puño y la letra cargan una densidad emocional que me despoja. 

Es extraño —o quizás estereotípico— que le reserve las cartas a mis amantes pretéritos o futuros imperfectos. En su partida bautismal figuran como “cartas al editor de mi estabilidad mental”, mis patrocinadores del delirio, de la euforia, del abismo emocional. Escribo cartas que envío, y otras que guardo en un cajón después de casi una década, por cobardía. Tengo cartas en las que profeso un amor incondicional a alguien a quien dejé a la semana; otras en las que llamo “amor de mi vida” a alguien que me colgó hace un lustro.

Cargo por el sudeste asiático un folder con sobres y una carta de más de siete páginas, manchada de rotti de coco, de lágrimas; empapada de lluvia. Una carta en la que imploro que no se lea desde el romanticismo, sino desde las ansias de testimoniar una experiencia extranjera, una infatuación desproporcionada por la latencia. Hablo de templos, de playas, de onshore y wipe-outs, de fracturas de dedos y quemaduras en rodillas. Hablo de la angustia de la incertidumbre y la posibilidad. Hablo de la transformación personal y de la disolución del ego. Durante párrafos erráticos, le cuento a un extraño que me abruma la equitativa posibilidad de que termine por empadronarse en mis sábanas o por dejarme en leído. Yo qué sé. 

El folio en blanco es un campo sin cercar que se presta al bucle de la hipérbole de la duda. Es un buffet libre de éxtasis y paranoia. Si el lenguaje construye realidades, las cartas las cartografían. Nadie ama ni sufre tanto como en una carta, mientras que una postal siempre se queda en el filo de la médula. Una postal jamás estará teñida por lágrimas, sencillamente, porque nadie le enviaría una postal a alguien que aún le sangra. 

Así que déjate de cartas. Hoy, mándame una postal.

Postal de F. Scott Fitzgerald para sí mismo, 1937. 

sustrato funciona gracias a las aportaciones de lectores como tú, que llegas al final de los artículos. Por eso somos de verdad independientes.

Lo que hacemos es repartir vuestras cuotas de manera justa y directa entre los autores.
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Lugares
Mándame una postal
Jamás estará teñida por lágrimas, sencillamente, porque nadie le enviaría una postal a alguien que aún le sangra. 
Por
Bardají
12/11/2025

“I don't wanna take no time to write this down

I wanna tell you how I feel right now, hey”

- Mos Def - UMI Says (1999)

Para Cris;
quiero que todo cartero memorice tu código postal y,
a partes iguales, que no lo vean nunca,
pues significará que sólo viajo contigo. 

Me gusta escribir cartas y postales, pero sobre todo postales. Una postal no da tanta pereza como una carta: no requiere de tanto compromiso, no carga con tanta intensidad. Es un aquí te compro, aquí te redacto. Son tres o cuatro líneas, condensadas, erráticas, en las que le dices a alguien que te acordaste de él donde el aire da la vuelta. Sin más. Son perfectas. 

El proceso de creación me parece análogo al de la fotografía analógica: capturo un momento, un segundo aparentemente especial, sin poder acceder a él hasta pasadas unas semanas. Mi percepción se congela en el tiempo, pasa desnuda por manos de terceros: de carteros, de laboratorios de revelado. Mi patológica necesidad de obtener una recompensa inmediata se resquebraja. Me olvido del contenido y a partes iguales lo idealizo. Tengo que confiar en que lo hice bien: la dirección, la cantidad de sellos, el mensaje. 

Las envío cuando me voy lejos, cuando me voy mucho tiempo, cuando sé que voy a querer aferrarme a una sensación, tallar una nostalgia futura, una versión exaltada de mí misma que se desvanecerá en el instante en que tenga que sacar los líquidos y el ordenador en una terminal extranjera. Me hago un órdago, asumiendo que igual mis líneas mal calibradas no llegarán jamás a la orilla esperada. Acepto que igual mis amigas nunca sabrán lo que las eché de menos, lo que las idealizo. 

Las escribo porque me creo importante, por no llevar souvenirs, que no me caben en la mochila, sino porque creo que al destinatario le gustará abrir el buzón regularmente a probar suerte, toparse con la desilusión de la ausencia. Una especie de Primitiva epistolar, en la que busco insertarme en la ilusión de recibir algo que no sea una multa o una factura. Narcisismo internacional. 

Me siento expuesta en ellas, incluso cuando se las mando a cualquiera que me preste su código postal. Sé ver la incongruencia, pues su contenido no siempre es íntimo: una lista de canciones que he escuchado, restaurantes que me han gustado, una breve reflexión sobre la elasticidad del tiempo cuando viajas. Aun así, siento que el puño y la letra cargan una densidad emocional que me despoja. 

Es extraño —o quizás estereotípico— que le reserve las cartas a mis amantes pretéritos o futuros imperfectos. En su partida bautismal figuran como “cartas al editor de mi estabilidad mental”, mis patrocinadores del delirio, de la euforia, del abismo emocional. Escribo cartas que envío, y otras que guardo en un cajón después de casi una década, por cobardía. Tengo cartas en las que profeso un amor incondicional a alguien a quien dejé a la semana; otras en las que llamo “amor de mi vida” a alguien que me colgó hace un lustro.

Cargo por el sudeste asiático un folder con sobres y una carta de más de siete páginas, manchada de rotti de coco, de lágrimas; empapada de lluvia. Una carta en la que imploro que no se lea desde el romanticismo, sino desde las ansias de testimoniar una experiencia extranjera, una infatuación desproporcionada por la latencia. Hablo de templos, de playas, de onshore y wipe-outs, de fracturas de dedos y quemaduras en rodillas. Hablo de la angustia de la incertidumbre y la posibilidad. Hablo de la transformación personal y de la disolución del ego. Durante párrafos erráticos, le cuento a un extraño que me abruma la equitativa posibilidad de que termine por empadronarse en mis sábanas o por dejarme en leído. Yo qué sé. 

El folio en blanco es un campo sin cercar que se presta al bucle de la hipérbole de la duda. Es un buffet libre de éxtasis y paranoia. Si el lenguaje construye realidades, las cartas las cartografían. Nadie ama ni sufre tanto como en una carta, mientras que una postal siempre se queda en el filo de la médula. Una postal jamás estará teñida por lágrimas, sencillamente, porque nadie le enviaría una postal a alguien que aún le sangra. 

Así que déjate de cartas. Hoy, mándame una postal.

Postal de F. Scott Fitzgerald para sí mismo, 1937. 

sustrato se mantiene independiente y original gracias a las aportaciones de lectores como tú, que llegas al final de los artículos.
Lo que hacemos es repartir vuestras cuotas de manera justa y directa entre los autores.
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES