Crítica de la crítica

Tenemos la tarea de exigir a la literatura la mejor forma de dar palabras a nuestra existencia. Qué debe significar ese “mejor” es un debate abierto sobre el que debemos seguir reflexionando.

“La idea de genio es la pereza de los críticos, que ni siquiera intentan entender los mecanismos de la creación literaria ni dedican tiempo a definir a qué llaman imaginación

Elizabeth Duval

“Sí, sí, reconozco en lo que ocurre hoy el tribunal cancelador del jacobinismo disfrazado de emancipación y de igualdad de derechos”.

Madame de Staël

La crítica cultural ha consistido hasta hoy en una élite intelectual que dicta sentencia acerca de obras que jamás han demostrado ser capaces de hacer desde categorías de valor y calidad museísticas. Sus criterios estéticos se basan en el idealismo platónico, la jerarquía patriarcal y el espíritu del genio romántico, todas ellas categorías primero demenciales, segundo aristocráticas y tercero obsoletas.

Es preferible no saber qué vale nada a tener ese tipo de inquisidores decidiendo qué sí y qué no puede entrar en su palacio de la alta cultura.

Los hay conservadores y muy inteligentes, como Andreu Jaume, que sigue organizando los mejores ciclos divulgativos acerca de la cultura canónica desde el Institut d’Humanitats de Barcelona, y haciendo las ediciones más cuidadas de Joyce, Rilke o Eliot, siendo un crítico fundamental para pensar nuestro presente y señalar la disolución de categorías que viene en proceso desde el Romanticismo, aunque él aún no se haya querido enterar de que en el mundo digital ya se han empezado a articular nuevas formas, discursos, obras y lógicas culturales tan radicalmente nuevas como pudo ocurrir en la Antigua Grecia o el Renacimiento.

También los tenemos conservadores y poco inteligentes, como Alberto Olmos, cuyo inmovilismo no consiste en mirar de nuevo al pasado, sino en mirar lo nuevo como si siguiéramos en el pasado. Todos esos gestos radicales y macarras que tanto les gustan en épocas previas no sabrían verlos hoy ni aunque les estuvieran golpeando en la cara uno tras otro (como de hecho ocurre) y su exaltación nostálgica de viejas rupturas muestra más su nostalgia que su amor a la ruptura. Si al menos utilizaran alguna categoría teórica o literaria para sus casposos ataques se podría establecer un debate. Pero cuando la elaboración del juicio más lúcida consiste en decir: joder, macho, qué coñazo, otra puta autoficción de una chica atormentada/pizpireta, pues no merecen mucha atención.

Por suerte, esta idea de la literatura ya no es la hegemónica.

La crítica feminista, lgtb, los estudios culturales y la crítica underground en blogs y foros, llevan ya más de treinta años desmontando el tinglado que tenían organizado los popes de la cultura, dándonos nuevo aparato crítico, referencias no normativas, madres literarias, escritores disidentes, marginados, racializados, queer, y toda una ristra de artefactos y reestructuración de valores éticos, estéticos y políticos que nos permiten pensar lo literario desde otro paradigma, no patriarcal, no cishetero, no colonial, no academicista.

Gracias a ellas hoy nuestros tótems son Paul B. Preciado y Angélica Liddell, dos escrituras mucho más radicales, vanguardistas y poderosas que las de hace 20 años, cuando mandaban los Javis de la autoficción1 (Javier Marías y Javier Cercas) cuyo principal valor era reformular a Henry James y Thomas Bernhard (señores muertos y estéticas literarias inmóviles durante 100 años, ¿o acaso no estaba ya en las obras de estos la hibridación periodística y la misma autoficción?). Las escrituras de Paul B. y Liddell y Ampuero, y muches otres, desarticulan las estructuras previas anquilosadas, reconfiguran nuestra sensibilidad fragmentada y dan lenguaje a un cambio de era como el que pudo producir la aparición de la propia escritura. Los diarios de Chantal Maillard o Rafael Chirbes ofrecen una materia textual y vivencial para otra experiencia literaria. Pizarnik como pensadora y poeta canónica del hoy nos dice:

“Comienzo a devenir adulta en mi relación con la literatura. Ser adulta quiere decir preferir Ulises al Retrato del artista adolescente, quiere decir considerar en una ficción su inventiva, su desarrollo, su lenguaje; quiere decir no amar o admirar solamente por identificación o catarsis”.2

Por desgracia, en el interior de esta vanguardia cultural y política anida el huevo del estalinismo. El ala jacobina va ganando adeptos, el sector duro del partido no quiere disidentes: Esta es la estética oficial, cualquier (nueva) vanguardia es un esteticismo burgués, una nueva opresión elitista, un ataque descomprometido contra la buena ética. Otra forma de inmovilismo.

Hasta tres veces en las últimas semanas he visto a dos autoras y un autor reclamar que, si se va a hablar mal de un libro, mejor callar. Se solicita, desde hace tiempo, renunciar a la crítica.

El argumento habitual es que debe primar el cuidado y el respeto hacia la valentía y esfuerzo de la persona que ha escrito el libro, por encima de elitistas y anticuadas ideas sobre estética o valor literario. Por el otro lado, aparece la celebración de la lectura, que el mal humor y las categorías teórico-literarias no están de moda y que si en la cultura del festival cabemos todos, qué necesidad habrá de molestar. Lo importante es pasarlo bien (y vender libros, de paso).

Lo que se exige es una tolerancia neutra donde todo libro vale lo mismo por el mero hecho de manifestar una voz que dice lo que necesita decir, da igual cómo, no importa la fuerza de su articulación, la novedad de su imaginación, la profundidad o complejidad psicológica que alcance, la exploración de nuevas palabras, lenguajes, estructuras, sintaxis. Y quien quiera discernir está imponiendo categorías metafísicas rancias acerca de arte y espíritu, propias de espíritus reaccionarios. Lo que importa es que se escuchen las voces que durante tanto tiempo fueron acalladas, sin distinguir por valor, calidad o nivel. Así desaparece el texto y todo es testimonio, un testimonio no es bueno o malo, es dado y vale en sí.

Resultaría más creíble este discurso si quienes denuncian las críticas negativas (nunca las positivas, donde sí se pueden utilizar las categorías rancias y metafísicas que se quieran y entonces los autores compartiran la reseña en redes y demás) y prefieren una cultura basada en la tolerancia (sin crítica) no ocuparan ahora las primeras filas del mercado editorial.

La gente que dice esto, y pide respeto para sus voces y textos, no publican precisamente en editoriales independientes construyendo un discurso disidente que nadie atiende, sino más bien en sellos de grandes grupos, con financiación del mundo empresarial, amplio espacio en los medios de comunicación tradicionales, mesas en ferias, becas con financiación pública, privada, apoyo y promoción desde el sector librero, etc. No están precisamente desprotegidos. No son precisamente contracultura. Curiosamente, ahora que ocupan un lugar en la hegemonía cultural, ahora, que tras haber cumplido la labor crítica se opta a una cierta oficialidad, es ahora cuando ya no se quiere la crítica, ahora qué necesidad habrá de ir diciendo cosas feas.

Personalmente, yo prefiero que esos lugares los ocupen estas nuevas voces de la literatura, porque creo que sus obras artísticas y sus valores morales y políticos son mejores, y creo que son más listas y están más formadas muchas veces que los que había antes. Se preocupan de colectivos, estéticas y sensibilidades que llevan siglos oprimidas y convierten la diversidad en la norma y la historia de marginación en grandes textos, fabulaciones, poesía, filosofía, etc. Creo que es mejor que esta estética cultural diversa, revisionista, vanguardista, antielitista, en definitiva, crítica, ocupe los espacios de poder en el mundo editorial, cultural, de becas privadas y de la administración pública. Prefiero que sea esta literatura la hegemónica porque una vanguardia literaria debe ser también una vanguardia política.

Sin embargo, cualquier hegemonía, incluso la mejor, si no acepta la crítica es fascista.

Y yo también creo que las categorías de valor y calidad literaria clásicas están en crisis y se debe trabajar en su reformulación. Las conceptualizaciones sobre estética, autoría e imaginación de Elizabeth Duval y las ideas sobre lectura y cuerpo en Luna Miguel señalan el camino. Los dispositivos hermenéuticos y semióticos, barthesianos y no barthesianos, que ofrece el podcast Punzadas Sonoras o las ideas acerca de autoficción y crítica literaria de Pablo Caldera en ese primer capítulo de Los Excesos, la reformulación y revalorización de lo cursi en poesía  a cargo de Juanpe Sánchez López y Berta García Faet en Letra Versal, o la filosofía estética de internet que elaboran Patricia Conor o Carmen S en sus artículos aquí en Sustrato, abren vías diversas, en disputa, pero que articulan entre todas nuevas posibilidades literarias, sistema de categorías y valor, idea de la calidad o los temas y tonos privilegiados. Están ahí los materiales y las mentes capaces de conceptualizar un nuevo sistema literario y estético que ya ha dado obras maestras, muchas buenas, pero también otras que no tanto. Quizá lo que falta es abrir el debate, la confrontación respetuosa de ideas, junto con la cooperación, para reconfigurar la idea de valor literario, o para inventar una etiqueta distinta, que nos ayude a saber qué obras son más poderosas construyendo nuevos mundos, lenguajes, imaginarios y sensibilidades, que nos ayude a pensar los textos, la cultura, la sociedad desde otros lugares. Propongo empezar por aquí: “Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más… La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es, y no en mostrar qué significa.”,3 Susan Sontag.

Ahora bien, si lo que se pide es que se rechace la actitud crítica lo que se está pidiendo es uniformidad y discurso único. Si no debatimos ni criticamos se impondrá una verdad.

Si ahora que ocupamos algo de poder ciertas lógicas no normativas y estéticas no clásicas no permitimos la discrepancia, somos la Inquisición. Si la nueva ética y estética del cuidado sólo cuida a los nuestros y señala y se ensaña en redes con los otros (donde sí queremos crítica y severa), entonces somos opresores. Si cualquier libro publicado desde la nueva oficialidad cultural debe ser intocable para no dañar la sensibilidad de la persona que lo ha escrito y para no dar alas al enemigo que está a las puertas, no somos distintos de ese enemigo.

Nos quejamos de que se haya personalizado la cultura a través de la espectacularización en redes y el uso que hace el capitalismo de los cuerpos (y las caras) que producen cultura para venderlos como productos en ferias, eventos, coloquios, en vez de vender la obra que esas personas han producido con su esfuerzo y trabajo. Denunciamos (y debemos denunciar) que se hagan críticas literarias que personifican el ataque en la identidad, edad o género de quien la firma. ¿Pero cuando se critica el objeto, sacamos a relucir a la persona que hay detrás para pedir que pensemos en ella y el daño que se le puede causar? Me parece que entonces  estamos participando del mismo juego del mercado: vender cuerpos, caras y personas en vez de objetos culturales, libros, textos, que tienen una materialidad, un contenido y una forma, y que desde diferentes teorías o criterios podrán ser conceptualizados, teorizados o criticados (ya que son públicos por deseo expreso de la persona que escribe el libro al publicarlo).

Si no construimos esas categorías y criterios nuevos para valorar la mejor o peor representación literaria de nuestros problemas sociales, la mejor o peor articulación sintáctica de nuestros dolores y emociones, la mejor o peor fabulación de los conceptos de nuestra imaginación, no tendremos aparato crítico para juzgar y denunciar nuestro mundo. La crítica tiene la tarea de exigir a la literatura la mejor forma de dar palabras a nuestra existencia. Qué debe significar ese “mejor” es un debate abierto sobre el que debemos seguir reflexionando. Pedir que no se aplique la crítica porque todo vale lo mismo y cualquiera que escriba tiene la misma valía por su valentía, nos deja desamparados en el plano estético-literario-conceptual ante las luchas y dificultades de la experiencia actual humana y lingüística.

Yo, cuando critico un texto, solo pretendo hacer esto. Seguro me equivoco mucho, puede que a veces tire de paradigmas estéticos tradicionales a falta de una imaginación conceptual más innovadora. Es muy posible que desde unos nuevos valores críticos, obras que yo no he sabido apreciar sean muy valiosas. Construir comunidad4, por ejemplo, el texto como artefacto político-discursivo de la identidad, es una posible idea de vanguardia literaria para leer la autoficción. Quizá es una lectura más contemporánea, probemos a discutirlo. La crítica de la crítica es la vacuna contra el dogmatismo, y hace avanzar la reflexión.

Pero no pidamos que desaparezca la crítica, porque entonces habrá desaparecido el pensamiento.

---

1 Categoría acuñada por Pablo Caldera en el primer capítulo de su podcast “Los excesos”.

2 Cita de los Diarios de Alejandra Pizarnik leída en Leer mata, Luna Miguel (La Caja Books, 2022)

3 Contra la interpretación y otros ensayos, Susan Sontag (Debolsillo, 2007)

4 Otro concepto que tomo del podcast de Pablo Caldera.

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Tenemos la tarea de exigir a la literatura la mejor forma de dar palabras a nuestra existencia. Qué debe significar ese “mejor” es un debate abierto sobre el que debemos seguir reflexionando.

“La idea de genio es la pereza de los críticos, que ni siquiera intentan entender los mecanismos de la creación literaria ni dedican tiempo a definir a qué llaman imaginación

Elizabeth Duval

“Sí, sí, reconozco en lo que ocurre hoy el tribunal cancelador del jacobinismo disfrazado de emancipación y de igualdad de derechos”.

Madame de Staël

La crítica cultural ha consistido hasta hoy en una élite intelectual que dicta sentencia acerca de obras que jamás han demostrado ser capaces de hacer desde categorías de valor y calidad museísticas. Sus criterios estéticos se basan en el idealismo platónico, la jerarquía patriarcal y el espíritu del genio romántico, todas ellas categorías primero demenciales, segundo aristocráticas y tercero obsoletas.

Es preferible no saber qué vale nada a tener ese tipo de inquisidores decidiendo qué sí y qué no puede entrar en su palacio de la alta cultura.

Los hay conservadores y muy inteligentes, como Andreu Jaume, que sigue organizando los mejores ciclos divulgativos acerca de la cultura canónica desde el Institut d’Humanitats de Barcelona, y haciendo las ediciones más cuidadas de Joyce, Rilke o Eliot, siendo un crítico fundamental para pensar nuestro presente y señalar la disolución de categorías que viene en proceso desde el Romanticismo, aunque él aún no se haya querido enterar de que en el mundo digital ya se han empezado a articular nuevas formas, discursos, obras y lógicas culturales tan radicalmente nuevas como pudo ocurrir en la Antigua Grecia o el Renacimiento.

También los tenemos conservadores y poco inteligentes, como Alberto Olmos, cuyo inmovilismo no consiste en mirar de nuevo al pasado, sino en mirar lo nuevo como si siguiéramos en el pasado. Todos esos gestos radicales y macarras que tanto les gustan en épocas previas no sabrían verlos hoy ni aunque les estuvieran golpeando en la cara uno tras otro (como de hecho ocurre) y su exaltación nostálgica de viejas rupturas muestra más su nostalgia que su amor a la ruptura. Si al menos utilizaran alguna categoría teórica o literaria para sus casposos ataques se podría establecer un debate. Pero cuando la elaboración del juicio más lúcida consiste en decir: joder, macho, qué coñazo, otra puta autoficción de una chica atormentada/pizpireta, pues no merecen mucha atención.

Por suerte, esta idea de la literatura ya no es la hegemónica.

La crítica feminista, lgtb, los estudios culturales y la crítica underground en blogs y foros, llevan ya más de treinta años desmontando el tinglado que tenían organizado los popes de la cultura, dándonos nuevo aparato crítico, referencias no normativas, madres literarias, escritores disidentes, marginados, racializados, queer, y toda una ristra de artefactos y reestructuración de valores éticos, estéticos y políticos que nos permiten pensar lo literario desde otro paradigma, no patriarcal, no cishetero, no colonial, no academicista.

Gracias a ellas hoy nuestros tótems son Paul B. Preciado y Angélica Liddell, dos escrituras mucho más radicales, vanguardistas y poderosas que las de hace 20 años, cuando mandaban los Javis de la autoficción1 (Javier Marías y Javier Cercas) cuyo principal valor era reformular a Henry James y Thomas Bernhard (señores muertos y estéticas literarias inmóviles durante 100 años, ¿o acaso no estaba ya en las obras de estos la hibridación periodística y la misma autoficción?). Las escrituras de Paul B. y Liddell y Ampuero, y muches otres, desarticulan las estructuras previas anquilosadas, reconfiguran nuestra sensibilidad fragmentada y dan lenguaje a un cambio de era como el que pudo producir la aparición de la propia escritura. Los diarios de Chantal Maillard o Rafael Chirbes ofrecen una materia textual y vivencial para otra experiencia literaria. Pizarnik como pensadora y poeta canónica del hoy nos dice:

“Comienzo a devenir adulta en mi relación con la literatura. Ser adulta quiere decir preferir Ulises al Retrato del artista adolescente, quiere decir considerar en una ficción su inventiva, su desarrollo, su lenguaje; quiere decir no amar o admirar solamente por identificación o catarsis”.2

Por desgracia, en el interior de esta vanguardia cultural y política anida el huevo del estalinismo. El ala jacobina va ganando adeptos, el sector duro del partido no quiere disidentes: Esta es la estética oficial, cualquier (nueva) vanguardia es un esteticismo burgués, una nueva opresión elitista, un ataque descomprometido contra la buena ética. Otra forma de inmovilismo.

Hasta tres veces en las últimas semanas he visto a dos autoras y un autor reclamar que, si se va a hablar mal de un libro, mejor callar. Se solicita, desde hace tiempo, renunciar a la crítica.

El argumento habitual es que debe primar el cuidado y el respeto hacia la valentía y esfuerzo de la persona que ha escrito el libro, por encima de elitistas y anticuadas ideas sobre estética o valor literario. Por el otro lado, aparece la celebración de la lectura, que el mal humor y las categorías teórico-literarias no están de moda y que si en la cultura del festival cabemos todos, qué necesidad habrá de molestar. Lo importante es pasarlo bien (y vender libros, de paso).

Lo que se exige es una tolerancia neutra donde todo libro vale lo mismo por el mero hecho de manifestar una voz que dice lo que necesita decir, da igual cómo, no importa la fuerza de su articulación, la novedad de su imaginación, la profundidad o complejidad psicológica que alcance, la exploración de nuevas palabras, lenguajes, estructuras, sintaxis. Y quien quiera discernir está imponiendo categorías metafísicas rancias acerca de arte y espíritu, propias de espíritus reaccionarios. Lo que importa es que se escuchen las voces que durante tanto tiempo fueron acalladas, sin distinguir por valor, calidad o nivel. Así desaparece el texto y todo es testimonio, un testimonio no es bueno o malo, es dado y vale en sí.

Resultaría más creíble este discurso si quienes denuncian las críticas negativas (nunca las positivas, donde sí se pueden utilizar las categorías rancias y metafísicas que se quieran y entonces los autores compartiran la reseña en redes y demás) y prefieren una cultura basada en la tolerancia (sin crítica) no ocuparan ahora las primeras filas del mercado editorial.

La gente que dice esto, y pide respeto para sus voces y textos, no publican precisamente en editoriales independientes construyendo un discurso disidente que nadie atiende, sino más bien en sellos de grandes grupos, con financiación del mundo empresarial, amplio espacio en los medios de comunicación tradicionales, mesas en ferias, becas con financiación pública, privada, apoyo y promoción desde el sector librero, etc. No están precisamente desprotegidos. No son precisamente contracultura. Curiosamente, ahora que ocupan un lugar en la hegemonía cultural, ahora, que tras haber cumplido la labor crítica se opta a una cierta oficialidad, es ahora cuando ya no se quiere la crítica, ahora qué necesidad habrá de ir diciendo cosas feas.

Personalmente, yo prefiero que esos lugares los ocupen estas nuevas voces de la literatura, porque creo que sus obras artísticas y sus valores morales y políticos son mejores, y creo que son más listas y están más formadas muchas veces que los que había antes. Se preocupan de colectivos, estéticas y sensibilidades que llevan siglos oprimidas y convierten la diversidad en la norma y la historia de marginación en grandes textos, fabulaciones, poesía, filosofía, etc. Creo que es mejor que esta estética cultural diversa, revisionista, vanguardista, antielitista, en definitiva, crítica, ocupe los espacios de poder en el mundo editorial, cultural, de becas privadas y de la administración pública. Prefiero que sea esta literatura la hegemónica porque una vanguardia literaria debe ser también una vanguardia política.

Sin embargo, cualquier hegemonía, incluso la mejor, si no acepta la crítica es fascista.

Y yo también creo que las categorías de valor y calidad literaria clásicas están en crisis y se debe trabajar en su reformulación. Las conceptualizaciones sobre estética, autoría e imaginación de Elizabeth Duval y las ideas sobre lectura y cuerpo en Luna Miguel señalan el camino. Los dispositivos hermenéuticos y semióticos, barthesianos y no barthesianos, que ofrece el podcast Punzadas Sonoras o las ideas acerca de autoficción y crítica literaria de Pablo Caldera en ese primer capítulo de Los Excesos, la reformulación y revalorización de lo cursi en poesía  a cargo de Juanpe Sánchez López y Berta García Faet en Letra Versal, o la filosofía estética de internet que elaboran Patricia Conor o Carmen S en sus artículos aquí en Sustrato, abren vías diversas, en disputa, pero que articulan entre todas nuevas posibilidades literarias, sistema de categorías y valor, idea de la calidad o los temas y tonos privilegiados. Están ahí los materiales y las mentes capaces de conceptualizar un nuevo sistema literario y estético que ya ha dado obras maestras, muchas buenas, pero también otras que no tanto. Quizá lo que falta es abrir el debate, la confrontación respetuosa de ideas, junto con la cooperación, para reconfigurar la idea de valor literario, o para inventar una etiqueta distinta, que nos ayude a saber qué obras son más poderosas construyendo nuevos mundos, lenguajes, imaginarios y sensibilidades, que nos ayude a pensar los textos, la cultura, la sociedad desde otros lugares. Propongo empezar por aquí: “Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más… La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es, y no en mostrar qué significa.”,3 Susan Sontag.

Ahora bien, si lo que se pide es que se rechace la actitud crítica lo que se está pidiendo es uniformidad y discurso único. Si no debatimos ni criticamos se impondrá una verdad.

Si ahora que ocupamos algo de poder ciertas lógicas no normativas y estéticas no clásicas no permitimos la discrepancia, somos la Inquisición. Si la nueva ética y estética del cuidado sólo cuida a los nuestros y señala y se ensaña en redes con los otros (donde sí queremos crítica y severa), entonces somos opresores. Si cualquier libro publicado desde la nueva oficialidad cultural debe ser intocable para no dañar la sensibilidad de la persona que lo ha escrito y para no dar alas al enemigo que está a las puertas, no somos distintos de ese enemigo.

Nos quejamos de que se haya personalizado la cultura a través de la espectacularización en redes y el uso que hace el capitalismo de los cuerpos (y las caras) que producen cultura para venderlos como productos en ferias, eventos, coloquios, en vez de vender la obra que esas personas han producido con su esfuerzo y trabajo. Denunciamos (y debemos denunciar) que se hagan críticas literarias que personifican el ataque en la identidad, edad o género de quien la firma. ¿Pero cuando se critica el objeto, sacamos a relucir a la persona que hay detrás para pedir que pensemos en ella y el daño que se le puede causar? Me parece que entonces  estamos participando del mismo juego del mercado: vender cuerpos, caras y personas en vez de objetos culturales, libros, textos, que tienen una materialidad, un contenido y una forma, y que desde diferentes teorías o criterios podrán ser conceptualizados, teorizados o criticados (ya que son públicos por deseo expreso de la persona que escribe el libro al publicarlo).

Si no construimos esas categorías y criterios nuevos para valorar la mejor o peor representación literaria de nuestros problemas sociales, la mejor o peor articulación sintáctica de nuestros dolores y emociones, la mejor o peor fabulación de los conceptos de nuestra imaginación, no tendremos aparato crítico para juzgar y denunciar nuestro mundo. La crítica tiene la tarea de exigir a la literatura la mejor forma de dar palabras a nuestra existencia. Qué debe significar ese “mejor” es un debate abierto sobre el que debemos seguir reflexionando. Pedir que no se aplique la crítica porque todo vale lo mismo y cualquiera que escriba tiene la misma valía por su valentía, nos deja desamparados en el plano estético-literario-conceptual ante las luchas y dificultades de la experiencia actual humana y lingüística.

Yo, cuando critico un texto, solo pretendo hacer esto. Seguro me equivoco mucho, puede que a veces tire de paradigmas estéticos tradicionales a falta de una imaginación conceptual más innovadora. Es muy posible que desde unos nuevos valores críticos, obras que yo no he sabido apreciar sean muy valiosas. Construir comunidad4, por ejemplo, el texto como artefacto político-discursivo de la identidad, es una posible idea de vanguardia literaria para leer la autoficción. Quizá es una lectura más contemporánea, probemos a discutirlo. La crítica de la crítica es la vacuna contra el dogmatismo, y hace avanzar la reflexión.

Pero no pidamos que desaparezca la crítica, porque entonces habrá desaparecido el pensamiento.

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1 Categoría acuñada por Pablo Caldera en el primer capítulo de su podcast “Los excesos”.

2 Cita de los Diarios de Alejandra Pizarnik leída en Leer mata, Luna Miguel (La Caja Books, 2022)

3 Contra la interpretación y otros ensayos, Susan Sontag (Debolsillo, 2007)

4 Otro concepto que tomo del podcast de Pablo Caldera.

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