—¿Te he contado que me he vuelto a poner a organizar los álbumes de fotos?
Los dos hombres están sentados. Uno incorporado en la cama y el otro en una silla, a la altura del cabecero.
—¿Cómo te encuentras? Te noto algo mejor.
—En el fondo no sé muy bien para qué, si todo está en la red y ya nadie se para a mirar las fotos en papel. Pero los viejos hábitos cuesta cambiarlos, ¿no crees?
—¿Cómo notas la tos? ¿Te ha dado tregua esta noche?
—¿Sabes lo que pasa? Que últimamente tengo demasiado tiempo. Ya no sé ni cómo llenarlo. Aunque la verdad es que tampoco puedo quejarme. He recuperado fotos que ni recordaba haber per…
—Deberías hacer otras cosas. ¿Quieres que te traiga algunos libros?
El hombre de la cama gira la cabeza y mira por la ventana. Se rasca la coronilla blanca, se frota la nariz y ahoga una tos seca.
—Estás mejor —afirma el otro hombre, bastante más joven, desde la silla.
—El tiempo es una cosa curiosa, ¿no crees?
—Sí.
—Cuando lo necesitas, falta; cuando no, sobra; y a veces directamente parece no acabarse nunca.
—No digas esas cosas.
El hombre viejo ahoga también una risa entrecortada.
—Tienes razón —dice.
Se quedan callados unos segundos. El hombre de la silla se recoloca en el respaldo.
—Papá —dice—. Yo…
—En el fondo es bastante entretenido organizar fotografías. Ayudan a recordar.
—Yo… —repite el hijo, pero desiste y no vuelve a hablar hasta pasado un rato.
—El otro día estuve leyendo acerca del juicio de Paris —dice.
El padre le mira a los ojos. Después sonríe.
—¿Me acercas ese álbum azul de ahí?
—Claro…
—Fíjate qué jóvenes, fíjate. Esto es la vida, chaval.
—Papá…
El padre cierra el álbum y se incorpora un poco más, colocándose la almohada en el lomo.
—Te noto cansado —dice—. ¿A qué hora tienes que entrar al hospital?
—Todavía tenemos tiempo.
Ambos vuelven a callarse. El padre titubea.
—He escuchado por la radio que aún quedan unas semanas bastante duras para vosotros. No deberías venir aquí si eso te quita tiempo de sueño.
—Si no vengo, no duermo.
—Pues haz algo para entretener la cabeza. Yo, desde que ordeno fotografías, duermo mejor.
—Yo estoy leyendo más.
—Eso está muy bien.
El hijo mira por la ventana. La luz le ilumina unas ojeras profundas. Sin parar de mirarle, el enfermo hace un gesto con las manos, abarcando la extensión de su cama.
—Las cosas son como tienen que ser —dice.
Pasan varios minutos antes de que el hijo conteste:
—No es cierto. Yo podría cambiarlas.
—Eso no haría que te sientas mejor.
—Tampoco lo sé.
—Sabes que no hay decisiones inocentes.
El hijo continúa con la mirada extraviada más allá de la ventana. Fuera, se escucha un coche pasar. Es el primero que ha sonado desde el amanecer.
—Nunca entendí que Paris escogiese a Afrodita —dice el hijo—. Siempre pensé que yo hubiera escogido a Atenea. No sé. Pero el caso es que ahora que he vuelto a esa historia creo que comprendo mejor su decisión.
—Atenea es una buena elección —dice el padre—. Y en tu hospital no quedan camas.
—Pero tal vez Afrodita sea la elección correcta.
—No. No lo es.
Los dos se miran mutuamente.
—Acércame ese otro álbum marrón —dice el padre—. El que está sobre el estante.
Recibe el objeto con una sonrisa, pero no lo abre. Lo coloca encima del álbum azul, en su regazo. El hijo echa un vistazo a la habitación. Se da cuenta de que todos los marcos de las fotografías están vacíos. Después vuelve a mirar por la ventana. La calle está casi desierta. Al fondo avanza una mujer cargada con bolsas de la compra. En la otra acera un joven pasea a su perro. Son las dos únicas personas en la ciudad. Ambas llevan mascarillas y guantes de latex. Reina un silencio grato.
—Por alguna extraña razón tenemos más álbumes que fotografías. Cosas de tu madre. Y ahora me he encontrado con que tengo ejemplares enteros con las páginas vacías.
—No importa.
—Claro que sí. Llevo varios días pasando las fotos de un álbum a otro, para que todos hayan cumplido su función. A medida que lleno uno, vacío otro. Me paso así tardes enteras. Pero me gusta. Reviso nuestras caras y recuerdo… Aunque a veces me parece que no estoy haciendo algo menos absurdo que pasar garbanzos de una olla llena a otra vacía constantemente. Tomo uno, lo observo, lo recoloco, y vuelvo a empezar otra vez…
El hijo no dice nada. El padre tose fuertemente, intenta coger aire, vuelve a toser. Después entrecierra los ojos. Su respiración se vuelve pesada y llena de pronto la habitación. Al volver a recostarse, mira a su hijo.
—Últimamente pienso que vivir consiste únicamente en pasar garbanzos de una olla a otra.
El hijo hace un gesto con la cara, como saliendo de un pensamiento, y sus rasgos se dulcifican levemente.
—Deberías dormir un poco.
El padre sonríe, cierra los ojos y gira la cabeza hacia la ventana.
—Tienes razón —dice—. Y tú también.
Su respiración vuelve a sonar. Se escucha un breve ladrido en el exterior. El padre no vuelve la cabeza. Al cabo de un rato comienza a emitir leves ronquidos. Sólo entonces el hijo se levanta, retira los álbumes de la cama y los coloca sobre la silla. Mira la hora en su reloj, pero no se acelera. Se dirige lentamente hacia la puerta y se detiene en el umbral. Parado allí, repasa otra vez la habitación con la mirada. Al fin, apaga la luz y cierra a sus espaldas.