El paraíso en El Campero

Comimos con un Socaire 2022 de Primitivo Collantes y cerramos el espectáculo con un palo cortado Obispo Gascón. ¡Qué vinos los de esta tierra, qué vinos los del Marco de Jerez!

Pese a ser algo muy manido y estamos hartos de oírlo, porque haríamos más caso si escuchásemos: hay trenes, oportunidades, que sólo pasan una vez en la vida: subir al vagón o quedarse en el arcén depende de cada uno, del momento y del lugar. Como aquello que escribió Sorrentino:

—¿A dónde van los aviones que no tomamos?

—Yo también me lo pregunto siempre, cada vez que los

veo.

—Siempre he pensado que van a lugares en los que nunca he estado.

—¿A dónde van los aviones que no tomamos?

—A alguna otra parte.

Como que no quiere la cosa, pero estaba claro que quien lo organizaba sí, se me brindó la posibilidad de pasar unos días en Zahara, en una compañía inmejorable, y una mesa reservada para cenar en El Campero, en Barbate, el templo del atún rojo de almadraba en el mundo: uno de esos santos lugares culinarios al que cualquiera que le guste comer bien y profese la fe hedonista debe peregrinar más de una vez a lo largo de los años. El sitio cambió de dueños hace poco, tras muchos años a pie de barra y una oferta descomunal, José Melero entregó el leitmotiv de su vida al grupo Azotea. Un cambio para que todo siga igual: “Siguen los mismos trabajadores, está como siempre, no se equivocan ahí”, me dijo Antonio, el taxista de Zahara que nos acercó al restaurante, porque además de comer el mejor atún, nos recibieron con un negroni (me creí por un momento Eric Vernacci), comimos con un Socaire 2022 de Primitivo Collantes y cerramos el espectáculo con un palo cortado Obispo Gascón. ¡Qué vinos los de esta tierra, qué vinos los del Marco de Jerez! Tenemos algo sublime y pocos lo valoramos como se merece. Menos vinos llenos de química y más vinos mágicos y misteriosos como los de Jerez.

Pasamos del menú degustación, porque es largo, no queríamos cenar tanto y cada vez estoy más en contra de esos menús establecidos: deme de comer y hágame feliz, pero déjeme elegir. Nos decidimos por: niguiri de atún con ortiguilla, lo que menos me gustó, pero entusiasmó a la mesa; gilda deconstruida de atún, cómo decirle que no a una gilda, ni que fuésemos bárbaros; tosta de atún y trufa, bendita unión; trilogía de sashimi (lomo, tarantelo , ventresca), que si cierro los ojos logro recordar el sabor y la textura de los tres diferentes cortes que comí tal cual, sin enmascarar con soja ni wasabi, apreciando y disfrutando de cada bocado; tartar de toro, una ventresca orgásmica y mollete de atún rojo, que quizá fue demasiado, pero como gente bien no dejamos nada en el plato.

No esperen a que la oportunidad surja para ir a El Campero: búsquenla, organícenla, fabríquenla. De verdad. Y si además comparten mesa con gente tan buena como fue mi caso: rozarán el cielo y se les abrirá la puerta del paraíso.

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Gastronomía

El paraíso en El Campero

Comimos con un Socaire 2022 de Primitivo Collantes y cerramos el espectáculo con un palo cortado Obispo Gascón. ¡Qué vinos los de esta tierra, qué vinos los del Marco de Jerez!

Pese a ser algo muy manido y estamos hartos de oírlo, porque haríamos más caso si escuchásemos: hay trenes, oportunidades, que sólo pasan una vez en la vida: subir al vagón o quedarse en el arcén depende de cada uno, del momento y del lugar. Como aquello que escribió Sorrentino:

—¿A dónde van los aviones que no tomamos?

—Yo también me lo pregunto siempre, cada vez que los

veo.

—Siempre he pensado que van a lugares en los que nunca he estado.

—¿A dónde van los aviones que no tomamos?

—A alguna otra parte.

Como que no quiere la cosa, pero estaba claro que quien lo organizaba sí, se me brindó la posibilidad de pasar unos días en Zahara, en una compañía inmejorable, y una mesa reservada para cenar en El Campero, en Barbate, el templo del atún rojo de almadraba en el mundo: uno de esos santos lugares culinarios al que cualquiera que le guste comer bien y profese la fe hedonista debe peregrinar más de una vez a lo largo de los años. El sitio cambió de dueños hace poco, tras muchos años a pie de barra y una oferta descomunal, José Melero entregó el leitmotiv de su vida al grupo Azotea. Un cambio para que todo siga igual: “Siguen los mismos trabajadores, está como siempre, no se equivocan ahí”, me dijo Antonio, el taxista de Zahara que nos acercó al restaurante, porque además de comer el mejor atún, nos recibieron con un negroni (me creí por un momento Eric Vernacci), comimos con un Socaire 2022 de Primitivo Collantes y cerramos el espectáculo con un palo cortado Obispo Gascón. ¡Qué vinos los de esta tierra, qué vinos los del Marco de Jerez! Tenemos algo sublime y pocos lo valoramos como se merece. Menos vinos llenos de química y más vinos mágicos y misteriosos como los de Jerez.

Pasamos del menú degustación, porque es largo, no queríamos cenar tanto y cada vez estoy más en contra de esos menús establecidos: deme de comer y hágame feliz, pero déjeme elegir. Nos decidimos por: niguiri de atún con ortiguilla, lo que menos me gustó, pero entusiasmó a la mesa; gilda deconstruida de atún, cómo decirle que no a una gilda, ni que fuésemos bárbaros; tosta de atún y trufa, bendita unión; trilogía de sashimi (lomo, tarantelo , ventresca), que si cierro los ojos logro recordar el sabor y la textura de los tres diferentes cortes que comí tal cual, sin enmascarar con soja ni wasabi, apreciando y disfrutando de cada bocado; tartar de toro, una ventresca orgásmica y mollete de atún rojo, que quizá fue demasiado, pero como gente bien no dejamos nada en el plato.

No esperen a que la oportunidad surja para ir a El Campero: búsquenla, organícenla, fabríquenla. De verdad. Y si además comparten mesa con gente tan buena como fue mi caso: rozarán el cielo y se les abrirá la puerta del paraíso.

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