“Yo voy a los restaurantes con mantel blanco y platos redondos, son los que me gustan”. Esta frase que unos atribuyen a Azcona y otros a José Luis Cuerda —seguro que es apócrifa y no la dijeron nunca, pero les encaja a la perfección—, también podría atribuírmela a mi mismo. Y lo haré, por aquello que menos lo clásico, todo es copia; y así ya van varias generaciones de creadores tratando de comer caliente y beber frío, si hay suerte.
No puedo aborrecer más esa tendencia que se extiende desde hace años por los restaurantes en los que las vajillas tienen formas inverosímiles, colores de muerto y se asientan directamente sobre madera, si hay suerte y no es un plástico o cualquier material ridículo e innoble desprovisto de paño. Quisieron encontrar la modernidad, pero nos están presentando la atrocidad a precios caros y de quinta gama.
En la sencillez reside la belleza y la verdad. El objetivo es que parezca fácil. Y los artesanos, cuando crearon las vajillas blancas y redondas lo consiguieron a la perfección. “No hay que cambiar lo que funciona. “Cambio debe ser igual a mejora", decía Miguel Milá, y ya se lo podría haber escuchado más.
Cuando como de una pizarra, de un trozo de madera, o de un trozo de cerámica con una forma poligonal indeterminada, deja de interesarme ese bocado. La comida parece quedarse un paso atrás frente a las ínfulas del cocinero o propietarios del local por tratar de venderme más una obra de arte que un manjar que llevarme a la boca. Como si de un juego de magia se tratase, desviando la atención a lo accesorio.
Un mantel de lino o algodón, con ese blanco impoluto que parece representar la virginidad de la mesa antes de que los comensales profanen su tela y lo hagan sagrado en una sobremesa entre brindis y risas, es la demostración de la perfección. Unos platos relucientes y redondeados, con la porcelana confiriendo ese candor blanquecino, hacen que los que nos comemos sepa y sea mejor. Los cubiertos, ordenados y pesados, con el sabor inconfundible de la plata, alejan de la barbarie. Esas copas, finas y cristalinas, dan a los tragos el sabor del cáliz eterno.
No es tan difícil, dejen de fliparse y apuesten por lo que funciona.