De entre todas las relaciones humanas, los vínculos con los hermanos quizá sean los más complejos de transitar. Rivalidades, amor incondicional, terribles decepciones, mentiras, amistades compartidas, formas inauditas de corrupción, ausencias, reproches, alianzas inquebrantables, divertidísimas semejanzas, imposibles formas de enajenación. Los hermanos, a diferencia de muchos otros individuos, tienen a bien acompañarnos en el curso de la vida. Lo hacen de diversos modos, ninguno imperecedero, algo que vuelve al vínculo aún más singular. Cuando alguien trata de deshacerse de un hermano, su fantasma se manifiesta. Conviven en las ausencias de los eventos familiares, en los mensajes no escritos los días de nuestros cumpleaños, en el tácito pacto con la memoria que suele conducirnos a las imágenes totalizantes en las que fuimos felices y nos obligan a echar de menos. Da igual cómo sea, los hermanos reaparecen aun viviendo en otro país o dedicándose a una vida totalmente dispar a la nuestra. A veces son otros los que evocan al hermano.
En Romería, el último filme de Carla Simón, Marina inicia su viaje a Vigo desconociendo que con su presencia el mundo burgués y acabado de sus tíos se tambaleará. La inocencia de la joven, su absoluta otredad (desconcertante para Lois, inaceptable para sus abuelos, intocable ante el miedo del contagio de su tía Olalla, erótica para su primo) la transforman en un proyectil de memorias descosidas y contradictorias que atraviesan el diálogo infinito de una familia decidida a destruir las fotografías de un hermano muerto por SIDA. La desaparición del cadáver de un hermano siempre resulta infructuosa. Ni siquiera la coartada perfecta para garantizar su olvido funciona. En algún momento aparece alguien preguntando por el cuerpo. «Aquí es donde escondían a tu padre», le confiesa a Marina sus primos mientras se fuman un porro. En el inicio de la Biblia, quizá el libro más elaborado de la literatura universal, sucede algo parecido. Cuando Caín asesina a Abel por envidia del favor divino, Yahvé le replica: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me grita desde la tierra.
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Parece que los vínculos con los hermanos estén sellados con una alquimia incorruptible. En la tragedia de Sófocles, Antígona prefiere ser condenada a muerte por Creonte antes que fallar el edicto de los dioses mancillando el cadáver de su hermano Polinices. Antígona se convierte entonces en una figura inusual que rompe con la convención y que, a pesar de ser mujer, consigue hablar en público desobedeciendo el orden político de la época. Este movimiento muestra los hilos históricos de la estructura social abandonando su sitio, hace que ella se comporte de un modo que no está reservado para las mujeres. La tesis de Judith Butler versa sobre el valor performativo de esta heroína griega que, a través del amor proferido por su hermano, se transforma en el espacio político, evidenciando así el valor contingente del mismo. El tormento que supone para Antígona, no la desobediencia a los dioses, sino el ultraje del cadáver, revive su figura espectral, la presenta sin ambages ante los otros desfigurando su aliento o su miedo.
Algo semejante sucede con el rompecabezas de Lana Corujo. La novela estructurada igual que un cartoncito de bingo de quince números que se corresponden con etapas vitales desentraña poco a poco la mágica presencia de Aleja, una hermana asesinada que puede presentarse ante la protagonista gracias a un don familiar, algo que denominan «la herencia». No es en absoluto un elemento ajeno a las relaciones familiares. La herencia es el seno de los conflictos más profundos en las familias. ¿Qué es aquello que merece alguien tras una pérdida? ¿Qué pago remedia el desgaste de los cuidadores frente a los ausentes? ¿Cuánta cantidad de fortuna sacia a un avaricioso? ¿Por qué suele repartirse caprichosamente, abrir tantas heridas? Y, de toda herencia, ¿qué nos toca irremediablemente, qué gestos, qué partes del cuerpo o timbres de voz que pertenecieron a otros ahora nos encarnan? En el Génesis, Rebeca, madre de Esaú y Jacob, decide saltarse el derecho de la primogenitura y engaña antes de morir a su marido Isaac, viejo y ciego, porque considera que su benjamín Jacob es más apto para recibir la herencia y continuar con el linaje familiar. Su decisión de transgredir las normas sociales al igual que en Antígona viene amparada por un designio divino: “el mayor servirá al menor”. La herencia, en ocasiones, atenta dolorosamente contra uno. En Han cantado bingo, el don que heredan cada uno de ellos es la posibilidad de convivir con el fantasma de un único familiar fallecido. La protagonista lidia con la compañía de su hermana eternamente atrapada en la edad en la que murió. Ella preferiría no verla. Su madre, sin embargo.
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Anne Carson escribe un poema titulado Her Beckett que comienza con los siguientes versos:
Visitar a mi madre es como empezar con una obra de Beckett.
Conoces esa sensación de atravesar la corteza,
la densa oscuridad oh no del pequeño cuarto
con paredes demasiado estrechas, tan predecibles.
El poema trasciende. Consigue explicar la sensación de la lectura de Beckett transformando lo mundano en inaudito, una y otra vez. La perversión de sus giros. El claroscuro candente que rompe con los lazos entre personajes y que convierte cada lectura de su dramaturgia en una nueva. La partida es un elemento sencillo, los entresijos suceden más adelante, justo cuando uno comenzó a caminar con la acción y ya está demasiado lejos como para volver hacia atrás. Algo parecido sucede con la inmersión de Marina en su familia hasta ese momento desconocido. El peso de los lazos de sus tíos la sobrecogen, de repente, algunas certezas con las que había convivido se derrumban. No todo lo que sabe acerca de sus padres es verdad. Ni siquiera sus tíos le proporcionan aquella verdad que busca. Mientras Estragón y Vladimir esperan a Godot algo cambia porque nada cambia a su alrededor. El sentido de la espera, o, en el caso de Marina, el sentido de la búsqueda se transforma brevemente cuando se deshace de la posibilidad de una única historia que narre a sus padres. La falta de acceso a su origen es también su condición. Marina debe inventarse de dónde viene a través de una arqueología repleta de trampantojos y señales.
Anne Carson convierte en una escena teatral la visita a su madre. Un descenso de la repetición al espacio terrorífico de la diferencia. Las mismas preguntas, los mismos reproches, la misma cadencia con la que ella se reiría; producen matices, elementos que le devuelven impresiones nuevas acerca de su relación. El Beckett de Lana Corujo contiene un juego similar. El paisaje bajo el volcán en el que las hermanas crecieron se dibuja a través de un montón de trazos discontinuos. Emplea la sencillez de una voz desprendida de su edad, para mostrarnos la transición del tiempo y el duelo con los acontecimientos que marcan la vida. El acontecimiento de la isleña que abandona su isla, que vuelve a la misma, que cría al hijo de su prima, que se encara con su madre, que contempla las ascuas apagadas del alcoholismo de una madre, la muerte de una abuela. Aleja no espera nada, solo sigue allí, en una franja diminuta que es la mirada de su hermana apoyada en el mundo de los vivos. Una conversación entre el filo de una azotea y otra. Al igual que Estragón y Vladimir deciden esperar a Godot una vez aparece el muchacho al final de la obra y les dice que llegará mañana, Aleja espera reencontrarse con su hermana. El fantasma de Aleja le muestra el paso del tiempo. Aleja le acompaña. Aleja le recuerda su origen. Al lado del fantasma de su hermana la protagonista aprender a envejecer.
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Mi hermano nunca quiso tenerme ni jugar conmigo. Fue eso lo que construyó un desprecio infantil con el que no tardó en expulsarme de nuestros grupos de amistades y quizá también fuera eso lo que nos volviera, con el paso del tiempo, personas tan distintas. No le culpo. No ahora. Sí que lo hice durante muchos años. Hasta que en el verano después del coronavirus paseando borrachos por una playa del norte de Ibiza me pidió perdón. Tampoco fui, al igual que Aleja, especialmente deseado por mis padres. Las pocas expectativas y sueños que quisieron vivir a través de mí no fueron a parar muy lejos hundiéndose tempranamente cuando comencé a formarme una opinión acerca de las cosas. Mi madre pensaba que yo, a diferencia de los otros, me criaría solo. Crecí en la solitud en la que crecen aquellos niños de los que se dice que poseen un mundo interior: libros, instrumentos musicales, amigos imaginarios, dibujos de mapas fantásticos. Mi hermana pequeña, al contrario, se parecía mucho a mí. Hacía esfuerzos por ser como yo y, un buen día, cuando traspasó los puentes de la pubertad, creció incluso más y se encargó de cuidarme como nadie antes lo había hecho en nuestra familia. Por diferentes circunstancias estuve mucho tiempo sin hablarme con todos ellos. El silencio fue, en cualquier caso, la escultura aterradora de una presencia. La de una vida que pasaba alejado de mi hermano y mi hermana, personas hacia las que sentía profundas contradicciones. Había deseado su muerte, pero mataría si alguien les tocaba un pelo. Me hartaban, pero sus impresiones eran las que más radicalmente me definirían. No compartía espacios políticos, o literarios, pero había convivido durante veinte años en un mismo cuarto. Sus problemas o preocupaciones me atravesaban igual que si me hubieran sucedido a mí e, incluso, las palabras habían vuelto a nosotros sin necesidad de tener que hundirnos en las cuitas del pasado. Contemplo a los gatos adultos que forman parte de una misma camada, pero que crecen separados reconociéndose en su propio olor; el de nuestros juegos secretos, nuestros enrales, en el mismo que reúne a los tíos de Marina a cantar borrachos en una sobremesa una misma canción de infancia, o en de la madre preguntando qué cosa dijo Aleja desde el otro mundo que le hizo reír. Observo con pasmo ese lugar común, el de personas divergentes que se criaron en un mismo salón y aprendieron a aburrirse juntas. En lo excepcional que es comenzar la vida rodeado de otros seres. Hace tiempo que no escribo a ninguno de ellos. Espero que estén siendo felices. También espero que en algún momento piensen en mí.
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En 2024 la novelista Aida González Rossi escribió un artículo donde reflexionaba acerca de los límites emocionales de la autoficción. Quiénes son aquellos que jamás aparecerían en sus cuentos o en sus novelas, quiénes no estarían manipulados por el caleidoscopio de las palabras. El artículo se titula: No escribo sobre mi hermana.