La luz de los bares

Brillaron durante el apagón los chigres de siempre, los de barra metálica, solera, parroquianos perpetuos y que no admiten pago con tarjeta

El lunes, con el apagón y España vuelta al negro, muchos de nosotros, desorientados y temerosos, tras esos primeros momentos de desconcierto, incredulidad y miedo (¿Qué coño más nos va a pasar? Porque vaya años que llevamos, sólo falta la peor de las desgracias: que se muera Julio Iglesias) acudimos a los bares y nos cobijamos en sus barras y terrazas como ese náufrago que se aferra a una tabla y fía su futuro al azar de llegar a la costa. Fuimos a los bares en busca de luz, en busca de consuelo, en busca de un terreno conocido y una gente que nos hiciera sentir queridos. Mucho más allá de esa imagen que algunos quieren ver de una España jolgoriosa y faldicorta, que se lanza a las cañas y el cachondeo ante la tragedia, yo vi a una gente que llegaba al bar como punto de encuentro, como parroquia sagrada y profanada entre pinchos y tragos, como centro social antiquísimo y libre, donde todos somos nosotros y a la vez el otro, donde las máscaras dicen tanto como el verdadero rostro.

Los bares son ese refugio que está ahí: cuando hace frío dan calor, cuando hace calor dan frescor, cuando estás sólo; compañía, cuando aprieta el hambre y la sed los mitigan. Algo tan nuestro como tomarse algo debajo de casa o al lado del curro, con el país con los plomos bajados, hay quienes lo convirtieron, sin saberlo los protagonistas, en algo revolucionario y contestatario, y sólo estábamos tratando de ser felices hasta que volviese la luz. Nada más y a la vez tanto.

Brillaron ese lunes más que ningún otro lugar, los chigres de siempre, los de barra metálica, solera, parroquianos perpetuos y que no admiten pago con tarjeta. El Montoto funcionando igual que todos los días, porque el sol a la hora del vermú, junto al mistela y las mahous, ponía el color: “Hay que beber rápido, que luego se calientan y no valen para nada. Eso sí que sería el apocalipsis”, se escuchaba. O Joaquín en el Cundo, con su cara de Guardia Civil setentero cobrando a la luz de una vela con su antiquísima máquina registradora. Templos, verdaderas catedrales del alterne y el hedonismo, que nos libran del horror, y más cuando estamos paseando por el filo de una afilada navaja.

Se hizo de nuevo la luz cuando entraba la noche, pasamos del medievo al siglo XXI entre sorbo y sorbo, pero los bares nunca se fueron, eternamente estarán ahí.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Gastronomía

La luz de los bares

Brillaron durante el apagón los chigres de siempre, los de barra metálica, solera, parroquianos perpetuos y que no admiten pago con tarjeta

El lunes, con el apagón y España vuelta al negro, muchos de nosotros, desorientados y temerosos, tras esos primeros momentos de desconcierto, incredulidad y miedo (¿Qué coño más nos va a pasar? Porque vaya años que llevamos, sólo falta la peor de las desgracias: que se muera Julio Iglesias) acudimos a los bares y nos cobijamos en sus barras y terrazas como ese náufrago que se aferra a una tabla y fía su futuro al azar de llegar a la costa. Fuimos a los bares en busca de luz, en busca de consuelo, en busca de un terreno conocido y una gente que nos hiciera sentir queridos. Mucho más allá de esa imagen que algunos quieren ver de una España jolgoriosa y faldicorta, que se lanza a las cañas y el cachondeo ante la tragedia, yo vi a una gente que llegaba al bar como punto de encuentro, como parroquia sagrada y profanada entre pinchos y tragos, como centro social antiquísimo y libre, donde todos somos nosotros y a la vez el otro, donde las máscaras dicen tanto como el verdadero rostro.

Los bares son ese refugio que está ahí: cuando hace frío dan calor, cuando hace calor dan frescor, cuando estás sólo; compañía, cuando aprieta el hambre y la sed los mitigan. Algo tan nuestro como tomarse algo debajo de casa o al lado del curro, con el país con los plomos bajados, hay quienes lo convirtieron, sin saberlo los protagonistas, en algo revolucionario y contestatario, y sólo estábamos tratando de ser felices hasta que volviese la luz. Nada más y a la vez tanto.

Brillaron ese lunes más que ningún otro lugar, los chigres de siempre, los de barra metálica, solera, parroquianos perpetuos y que no admiten pago con tarjeta. El Montoto funcionando igual que todos los días, porque el sol a la hora del vermú, junto al mistela y las mahous, ponía el color: “Hay que beber rápido, que luego se calientan y no valen para nada. Eso sí que sería el apocalipsis”, se escuchaba. O Joaquín en el Cundo, con su cara de Guardia Civil setentero cobrando a la luz de una vela con su antiquísima máquina registradora. Templos, verdaderas catedrales del alterne y el hedonismo, que nos libran del horror, y más cuando estamos paseando por el filo de una afilada navaja.

Se hizo de nuevo la luz cuando entraba la noche, pasamos del medievo al siglo XXI entre sorbo y sorbo, pero los bares nunca se fueron, eternamente estarán ahí.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES