Las bibliotecas posibles

Existen dentro de mi cabeza y desparramada en otras muchas baldas. Circulan por todas partes.

Casi siempre es igual: voy a una casa, vienen a la mía, atravieso el pasillo hacia el despacho, se dirigen hacia mi pequeño salón. Encuentro las estanterías, las examino para tratar de averiguar qué clase de hogar es aquel, hurgan entre mis libros, los expuestos y los más escondidos, los que están en primera fila en una declaración de intenciones y los que por falta de espacio o interés se amontonan unos sobre otros. Suelto algún comentario sobre noséqué edición. Me dicen si me gustó tal o cual, si he leído otro que se le parece. Sí, no, pues me gustó mucho, pues me esperaba más, lo tengo pendiente, esta editorial está muy bien, este lo compré por compromiso, ya sabes cómo son a veces las cosas.

Mi biblioteca ha ido haciéndose grande con el tiempo, acompañándome por entre las ciudades a lo largo de las mudanzas, reordenándose una y otra vez de distintas formas cuando había de pronto nuevos libros o me deshacía de otros que ya no quería conservar. Empezó a formarse en las dos baldas de madera que mi abuelo le hizo a mi madre con sus manos, y que colocó en su cuarto de la infancia, en una pared de gotelé. Mi madre quería libros, los que fueran. Recogía los que venían de regalo con algún periódico, los que daban gratis por ser publicaciones de la diputación, los que algún vecino iba a tirar por estorbo. Quería llenar las baldas, ver muchas páginas amontonadas allí. Cuando fue creciendo y empezó a trabajar, compró los que le dijeron que eran importantes. Los de Cátedra, los de la tradición española. El Lazarillo, La Celestina, la poesía de Lorca y Machado, las novelas de Unamuno, el Don Juan. Los que había que tener. De vez en cuando un amigo le regalaba alguno. Ella fue descubriendo poco a poco lo que le gustaba y los iba adquiriendo de cuándo en cuándo; y con esas fue creciendo la biblioteca, hasta que las baldas de madera de mi abuelo se quedaron pequeñas y hubo que comprar una estantería del Ikea. 

 

La biblioteca de mi casa familiar se forma por un montón de libros que en realidad nadie recuerda haber leído, y por otros pocos que se adquirieron a voluntad y sí han sido manoseados. Esta es una biblioteca real, la que existe físicamente, la que examinarían todos los extraños que quizás entrarían a nuestro hogar y de la que sacarían según qué conclusiones. A lo mejor pensarían que somos muy instruidos, que todo el mundo allí ha leído desde siempre, que conocemos la tradición, que así normal que yo escriba, que haya salido poeta, rodeada de todo eso. La historia es otra, claro, pero para qué romper el brillo, para qué empezar a hablar de las manos de mi abuelo y del cuerpo de niña de mi madre colocando sus primeros libros por la ilusión de verlos todos apilados. 

Esta es mi primera biblioteca, y luego yo fui haciendo la mía propia, con los libros que me gustaban, con los que, de verdad y conscientemente, había querido leer y tener. Aquí es donde empiezan a bifurcarse los caminos y aparece otro tipo de biblioteca, que no viene ni de un almacén del Ikea ni de las manos de mi abuelo, que no existe sino dentro de mi cabeza y desparramada en otras muchas baldas. Mi biblioteca posible nació pronto, cuando mi madre se dio cuenta de que no daba a proporcionarme ni una cuarta parte de los libros que yo le pedía leer. Desde entonces, una vez a la semana nos cogía a mi hermana y a mí, una a cada mano, y se dirigía con nosotras a la biblioteca pública de Alcalá de Guadaíra. Hay un cúmulo de libros que no existe nada más que en el momento de su lectura, en la inmediatez del acto de pasar páginas y en el recuerdo posterior. Esto lo aprendí pronto. Aprendí rápido a memorizar las partes que me gustaban, a anotar frases y versos en montones de libretas con mi letra temblona, a ejercitar mi propia inteligencia para que los libros me duraran el máximo tiempo posible, una vez que se venciera el préstamo.

La mayoría de los libros que más me gustaron en mi infancia y adolescencia no los poseo. Los de Gerónimo Stilton me los prestaron amigos del colegio; los de Memorias de Idhún -y en general, casi todos los de Laura Gallego- los leí de la biblioteca un verano en la piscina; los de Los juegos del hambre los descargué pirata casi de casualidad, porque en mi pueblo no había biblioteca y yo quería saber por qué todo el mundo hablaba de ellos. Cuando mis padres se quedaron sin trabajo por la crisis, yo seguí leyendo porque existían organismos públicos que lo permitían, porque tenía amigas que me dejaban sus libros sin miramientos, sin preguntarme por qué no los compraba. Mi amiga Celia me dejó Marina, de Carlos Ruiz Zafón; mi amiga Candela me prestó Bajo la misma estrella, de John Green; mi profesora Charo me dejó Fahrenheit 451, una colección de cuentos y poesías de Borges, Harún y el mar de las historias, de Salam Rushdie, y otros muchos que ya no consigo recordar. 

Mi biblioteca, aún hoy, se bifurca en dos caminos. Hay una que expongo en mi salón, con los libros que me han regalado, que me he encontrado, que he rescatado de la basura, que con mi propio dinero he ido comprando. Es la biblioteca real, la que decido mantener, con la que cargo una y otra vez por tantos sitios. Y sin embargo, es mi biblioteca posible la que más recuerdo, la que a menudo más consulto. Hago memoria, rescato los textos que una vez aprendí, acudo a las notas que a lo largo de los años he ido acumulando en libretas y medios digitales para no olvidar. El ansia por hacer permanecer las lecturas que alimentan mi biblioteca invisible me mantiene en movimiento: activa la forma que tengo que leer, la agiliza, hace que busque con cuidado las partes que debo guardar a buen recaudo, porque solo tengo una oportunidad, porque una vez que lo devuelva ya lo perderé para siempre. Esta forma de poseer los libros me obsesiona, me sigue capturando. Quizás sea la forma de comunidad que más conozco: es la razón por la que, aunque en algunos momentos tenga dinero para comprar libros, siga acudiendo a las bibliotecas públicas de las ciudades en las que vivo, siga pidiéndole a mis amigas que me presten sus ejemplares manoseados y pintados. Me gusta adivinar el rastro. Seguirlo a tientas, dejar el mío propio.

Casi siempre es igual: miro las fechas del préstamo, pienso en todas las personas que, antes que yo, acudieron a este mismo lugar. Alguien ha doblado una página. Alguien manchó el libro en la esquina derecha, otra persona lo mojó un poco y aún se percibe. Veo los subrayados de mis amigas en sus ejemplares, trato de descubrir por qué esa parte y no otra, qué fue lo que se les despertó para señalarla. Escribo en mi diario, en las notas del móvil, donde sea, tratando de hacerlos perdurar. A veces los escaneo y me guardo una copia en el ordenador. Los devuelvo. Alguien los saca después que yo. Paso la copia digital a las amigas que me la piden. Les presto los que sí adquiero por mi cuenta. Me lo devuelven con nuevas marcas. A veces, durante el proceso de leerlos, dejamos de ser amigas y no me los devuelven nunca. A veces yo tampoco los devuelvo. El tiempo se extiende a mi alrededor, se vuelve pesado y me da vergüenza reclamar algo tan banal como un libro. Al principio, me apeno por la doble pérdida. Después aprendo a vivir con ella. Un souvenir de la amistad que ya no es. Circulan por todas partes, las bibliotecas posibles.

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Las bibliotecas posibles

Existen dentro de mi cabeza y desparramada en otras muchas baldas. Circulan por todas partes.

Casi siempre es igual: voy a una casa, vienen a la mía, atravieso el pasillo hacia el despacho, se dirigen hacia mi pequeño salón. Encuentro las estanterías, las examino para tratar de averiguar qué clase de hogar es aquel, hurgan entre mis libros, los expuestos y los más escondidos, los que están en primera fila en una declaración de intenciones y los que por falta de espacio o interés se amontonan unos sobre otros. Suelto algún comentario sobre noséqué edición. Me dicen si me gustó tal o cual, si he leído otro que se le parece. Sí, no, pues me gustó mucho, pues me esperaba más, lo tengo pendiente, esta editorial está muy bien, este lo compré por compromiso, ya sabes cómo son a veces las cosas.

Mi biblioteca ha ido haciéndose grande con el tiempo, acompañándome por entre las ciudades a lo largo de las mudanzas, reordenándose una y otra vez de distintas formas cuando había de pronto nuevos libros o me deshacía de otros que ya no quería conservar. Empezó a formarse en las dos baldas de madera que mi abuelo le hizo a mi madre con sus manos, y que colocó en su cuarto de la infancia, en una pared de gotelé. Mi madre quería libros, los que fueran. Recogía los que venían de regalo con algún periódico, los que daban gratis por ser publicaciones de la diputación, los que algún vecino iba a tirar por estorbo. Quería llenar las baldas, ver muchas páginas amontonadas allí. Cuando fue creciendo y empezó a trabajar, compró los que le dijeron que eran importantes. Los de Cátedra, los de la tradición española. El Lazarillo, La Celestina, la poesía de Lorca y Machado, las novelas de Unamuno, el Don Juan. Los que había que tener. De vez en cuando un amigo le regalaba alguno. Ella fue descubriendo poco a poco lo que le gustaba y los iba adquiriendo de cuándo en cuándo; y con esas fue creciendo la biblioteca, hasta que las baldas de madera de mi abuelo se quedaron pequeñas y hubo que comprar una estantería del Ikea. 

 

La biblioteca de mi casa familiar se forma por un montón de libros que en realidad nadie recuerda haber leído, y por otros pocos que se adquirieron a voluntad y sí han sido manoseados. Esta es una biblioteca real, la que existe físicamente, la que examinarían todos los extraños que quizás entrarían a nuestro hogar y de la que sacarían según qué conclusiones. A lo mejor pensarían que somos muy instruidos, que todo el mundo allí ha leído desde siempre, que conocemos la tradición, que así normal que yo escriba, que haya salido poeta, rodeada de todo eso. La historia es otra, claro, pero para qué romper el brillo, para qué empezar a hablar de las manos de mi abuelo y del cuerpo de niña de mi madre colocando sus primeros libros por la ilusión de verlos todos apilados. 

Esta es mi primera biblioteca, y luego yo fui haciendo la mía propia, con los libros que me gustaban, con los que, de verdad y conscientemente, había querido leer y tener. Aquí es donde empiezan a bifurcarse los caminos y aparece otro tipo de biblioteca, que no viene ni de un almacén del Ikea ni de las manos de mi abuelo, que no existe sino dentro de mi cabeza y desparramada en otras muchas baldas. Mi biblioteca posible nació pronto, cuando mi madre se dio cuenta de que no daba a proporcionarme ni una cuarta parte de los libros que yo le pedía leer. Desde entonces, una vez a la semana nos cogía a mi hermana y a mí, una a cada mano, y se dirigía con nosotras a la biblioteca pública de Alcalá de Guadaíra. Hay un cúmulo de libros que no existe nada más que en el momento de su lectura, en la inmediatez del acto de pasar páginas y en el recuerdo posterior. Esto lo aprendí pronto. Aprendí rápido a memorizar las partes que me gustaban, a anotar frases y versos en montones de libretas con mi letra temblona, a ejercitar mi propia inteligencia para que los libros me duraran el máximo tiempo posible, una vez que se venciera el préstamo.

La mayoría de los libros que más me gustaron en mi infancia y adolescencia no los poseo. Los de Gerónimo Stilton me los prestaron amigos del colegio; los de Memorias de Idhún -y en general, casi todos los de Laura Gallego- los leí de la biblioteca un verano en la piscina; los de Los juegos del hambre los descargué pirata casi de casualidad, porque en mi pueblo no había biblioteca y yo quería saber por qué todo el mundo hablaba de ellos. Cuando mis padres se quedaron sin trabajo por la crisis, yo seguí leyendo porque existían organismos públicos que lo permitían, porque tenía amigas que me dejaban sus libros sin miramientos, sin preguntarme por qué no los compraba. Mi amiga Celia me dejó Marina, de Carlos Ruiz Zafón; mi amiga Candela me prestó Bajo la misma estrella, de John Green; mi profesora Charo me dejó Fahrenheit 451, una colección de cuentos y poesías de Borges, Harún y el mar de las historias, de Salam Rushdie, y otros muchos que ya no consigo recordar. 

Mi biblioteca, aún hoy, se bifurca en dos caminos. Hay una que expongo en mi salón, con los libros que me han regalado, que me he encontrado, que he rescatado de la basura, que con mi propio dinero he ido comprando. Es la biblioteca real, la que decido mantener, con la que cargo una y otra vez por tantos sitios. Y sin embargo, es mi biblioteca posible la que más recuerdo, la que a menudo más consulto. Hago memoria, rescato los textos que una vez aprendí, acudo a las notas que a lo largo de los años he ido acumulando en libretas y medios digitales para no olvidar. El ansia por hacer permanecer las lecturas que alimentan mi biblioteca invisible me mantiene en movimiento: activa la forma que tengo que leer, la agiliza, hace que busque con cuidado las partes que debo guardar a buen recaudo, porque solo tengo una oportunidad, porque una vez que lo devuelva ya lo perderé para siempre. Esta forma de poseer los libros me obsesiona, me sigue capturando. Quizás sea la forma de comunidad que más conozco: es la razón por la que, aunque en algunos momentos tenga dinero para comprar libros, siga acudiendo a las bibliotecas públicas de las ciudades en las que vivo, siga pidiéndole a mis amigas que me presten sus ejemplares manoseados y pintados. Me gusta adivinar el rastro. Seguirlo a tientas, dejar el mío propio.

Casi siempre es igual: miro las fechas del préstamo, pienso en todas las personas que, antes que yo, acudieron a este mismo lugar. Alguien ha doblado una página. Alguien manchó el libro en la esquina derecha, otra persona lo mojó un poco y aún se percibe. Veo los subrayados de mis amigas en sus ejemplares, trato de descubrir por qué esa parte y no otra, qué fue lo que se les despertó para señalarla. Escribo en mi diario, en las notas del móvil, donde sea, tratando de hacerlos perdurar. A veces los escaneo y me guardo una copia en el ordenador. Los devuelvo. Alguien los saca después que yo. Paso la copia digital a las amigas que me la piden. Les presto los que sí adquiero por mi cuenta. Me lo devuelven con nuevas marcas. A veces, durante el proceso de leerlos, dejamos de ser amigas y no me los devuelven nunca. A veces yo tampoco los devuelvo. El tiempo se extiende a mi alrededor, se vuelve pesado y me da vergüenza reclamar algo tan banal como un libro. Al principio, me apeno por la doble pérdida. Después aprendo a vivir con ella. Un souvenir de la amistad que ya no es. Circulan por todas partes, las bibliotecas posibles.

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