Caminaba por su barrio, La Viña, saludando a todos, incluso a la muerte. Decía que la había visto de cerca un par de veces, pero le dijo adiós de lejos como a los jartibles. No recuerda casi ningún nombre, por eso a todo el mundo le llama Charlie, como un perro que tuvo. A mí me llamaba Alberto, cosa que no me molestaba, pero que intenté corregir un par de veces hasta darme cuenta de lo imposible de aquella misión.
Así es Paco “Tacón”, un hombre sencillo pero con mundo interior. Un dandy en cangrejeras. Una especie de Bogart viñero. Un James Bond de piedra ostionera. Decía de sí mismo que tenía el don del esférico, de ahí el apodo de Tacón. “Balón que me llegaba, balón que devolvía de tacón, Alberto. Que se mueran mis hijos si no es cierto eso. Luego llegó el Sócrates ese y lo puso de moda, pero el primero en darle así a la pelota fui yo” me decía Paco sentado en la barra del bar en el que yo trabajaba en el verano de 2023. Tacón asegura haber vestido las camisetas del Rayo Vallecano, la Real Sociedad o el Sabadell entre otros muchos equipos. De aquellos años hay cero documentos gráficos. Cero dudas también.
Paco es un hombre de los de antes. Vivió en la España de los mil trabajos, es decir, una época en la que daba igual el trabajo que uno tuviese que desempeñar con tal de poder llevar el pan a casa. Así que lo mismo trabajaba en el muelle de Cádiz que se embarcaba para pescar chocos en altamar. Rondará los setenta años, y su dieta se basa en potajes, gambas cocidas, tabaco de contrabando y beefeater cola, aunque tampoco le hace feo a una galimba. “One beefeater cola, Alberto. Only two ice, please” siempre usaba la misma frase para pedir y esperaba pacientemente su turno los días de barullo en el garito. Un tipo educado ante todo.
Ir a trabajar a aquel bar no era una tortura si Paco pasaba por allí. Me daba lecciones de carnaval, de pesca o de amor. Era el que mejores potajes guisaba -y eso que un delantal debe de quedarle como a un Cristo dos pistolas- y, por si fuera poco, clavaba la tortilla de patatas. Tenía una anécdota personal con Mágico González (todos los jartibles de Cádiz tienen una) y una vez se le partió la caña del país porque le picó un pez que rondaría los ocho kilos.
Cada vez que Tacón me contaba una historia, yo me acordaba de la escena de El Crack en la que Germán Areta escucha atentamente a Rocky, su barbero, mientras este le cuenta su vida en Nueva York y los combates de Rocky Marciano en el Madison Square Garden. Todo aquello era mentira, pero Germán le escuchaba con la ternura del receptor educado que no quiere despertar al emisor de su propio sueño.
Quién era yo para decirle a Paco que todo aquello era mentira. Que solo había estibador en el muelle y que adora contarle batallitas al primero que coja por banda. Fue Cuartango quien dijo que la memoria sigue siendo el único paraíso del que no podemos ser expulsados, y estoy seguro que Paco sigue vivo gracias a sus historietas.
Aún me escribo con él. Nos felicitamos el año y también la Navidad. Hace tiempo que no le veo, pero recuerdo perfectamente la última vez. Caminaba Paco algo achispado. Los bares habían cerrado y empezaba a soplar una brisa de poniente. En mi cabeza sonaba Sinatra cantando algo con notas melancólicas, y él se iba caminando con las manos atrás después de haberse peinado perfectamente su flequillo teñido.
Ay, ¿qué sería de nosotros sin los recuerdos? No seríamos naide, claro.