Una pieza fundamental en la dieta de los ovetenses es el pincho de pollo, “pinchu pollo”, de a eso de media mañana; entre el cafetín de máquina a primera hora y el vermú y la gamba en La Paloma. Pechuga de pollo rebozada, pan, lechuga, tomate y mahonesa: una delicia, algo insuperable. Lo simple elevado a manjar.
Nadie sabe cuántos pinchos de pollo se venden al día en Oviedo, pero no tengo duda alguna en que el número roza la hilaridad. En ninguna otra ciudad se tira tanto de este pincho como recurso ante el menor atisbo de hambre o gula, que son lo mismo pero distinto. Sé de gente que ha hecho de este bocado la base de su alimentación, alternando, según la hora, los mordiscos con café, cerveza o copa.
El “pinchu pollo” tiene entre sus ventajas la combinación ganadora de sabores y que se come de manera bastante sencilla, aunque siempre con cuidado y atención, porque uno debe estar siempre alerta al grumo de mahonesa que, en cualquier momento, puede precipitar a su ropa. No es raro, a poco que uno se fije, encontrar manchas en blusas vaporosas o entrepiernas trajeadas; que es lo que abunda en esta ciudad de servicios y funcionarios.
Aseguro, sin ningún tipo de duda ni miedo, que es el pincho de pollo uno de los ‘platos’ más identificativos e idiosincrásicos de la gastronomía ovetense, mucho más que ese engendro de creación reciente que es el cachopo, y a la vez un gran tapado y escondido. Puede que no tenga la impronta ni el glamour de otras comidas, pero todos hemos recurrido a él y nunca falla.
Ahora que Oviedo ha emprendido una carrera loca por la capitalidad de todo -les informo que Oviedo ha sido Capital Gastronómica y opta a Capital del Deporte y de Cultura Europea- se erija como Capital Universal del Pinchu Pollo. Sacar pecho y estar orgullosos de lo nuestro, de lo que nos mantiene y nos sacia en el día a día, porque como tuviésemos que vivir a base de angulas y centollos lo íbamos a llevar bien jodido.
Da igual la procedencia del pollo, la calidad del pan, la tiesada de la lechuga, lo marchito del tomate o la untuosidad de la mahonesa: siempre está bueno. Porque en cada bocado no sólo estamos comiendo el pincho, estamos recordando todo nuestro pasado empanado y la certeza de lo que somos.