No pasa muy a menudo que digamos, pero cuando alguien pronuncia la palabra clasicismo, unos piensan en glúteos torneados sobre el mármol; otros, en cuadros históricos con más personajes secundarios que ¿Dónde está Wally?; otros, en sonatas que ya podría componer la inteligencia artificial, tardes tontas de Händel o Mozart. Por lo que a mí respecta, pienso en tres libros: la vida de Johnson por Boswell, las conversaciones de Eckermann con Goethe y las de Bioy Casares con Borges.
A modo de trigger warning, quizá sea este el momento oportuno para despedirnos de aquellas lectoras que pasen de leer otro texto sobre EHEM (Escritores Hetero Euroblancos1 Muertos). Lo siento, amigas, pero aquí no nos tomamos a mal sus defectos, que son muchos, ni peor aún sus virtudes, que son más; no nos molesta que Johnson, Goethe y Borges hayan existido, todavía existan y nos hagan sombra. Tampoco les perdonamos la vida porque en algún momento hiciesen algo que nos parezca bien, aunque somos muy exigentes y quién no tiene objeciones sutiles contra actos de bondad y belleza pura como apoyar a Charlotte Lennox (Johnson), reivindicar la poesía oriental (Goethe) o traducir Un cuarto propio (Borges).
Cualquiera de nosotros lo hubiese hecho mejor, claro.
Hasta la próxima, amigues, pues aquí no se fingirá que la palabra clasicismo nos remita a oscuros filósofos de Ghana (ojo, que sí: Anton Wilhelm Amo) ni a marquesas ágrafas, que sin duda daban muy buena charla a las cinco de la tarde en Versalles. Bueno, en realidad sí, pues el factor común a esos tres libros —¿quieren que se los enseñe?— es que son libros de charlas. Si yo fuese más astuto y menos vago, bajaría La cultura de la conversación de la estantería (la tengo ahí arriba, en la C de Craveri, Benedetta) y engalanaría este artículo de madames y mademoiselles (la de Rambouillet, la de Longueville, la de Nonclerc, la de Geoffrin: solo uno de estos nombres es inventado, adivine cuál)2, cuya mera mención nos lleva a sospechar si nuestros EHEM no habrán plagiado lo de hablar a alguna marquesa.
¿Mujeres silenciadas? Como si fuese posible.
—Es solo una sugerencia deconstructiva, un nuevo enfoque crítico. No una acusación, no una censura —me dicen las lectoras de las que no termino de despedirme. Por más besos en la mano que les dé, insisten en quedarse a la conversación pollaviejística que se avecina.
Caballeros, procedo: ahora que nadie nos oye, ahora que estamos a solas, ahora que tenemos nuestras viejas cómodamente asentadas, los puros encendidos, los güisquis apurados, las camisas abiertas y las piernas también, charlemos tranquilamente de Boswell y Johnson, de Eckermann y Goethe, de Bioy y Borges.
Tres libros que no me he leído, claro está, ¿o por quién me tomabais? ¿No tengo yo nada mejor que hacer sino leerme millones de palabras? Millones, literal, de palabras de ancianos desbarrando junto a sus solícitos fanboys, que no dejan memez sin apuntar. An old fool who happens to be a famous writer, se llama a sí mismo Borges; estaba tan mayor que solo se acordaba de esa frase en su lengua natal.
Pero ¿de cuántas páginas estamos hablando? De 1989 (Johnson), 1003 (Goethe) y 1663 (Borges). Si fuesen femeninos, serían nombres y fechas de huracanes. Son libros para comprarlos y no leerlos; están para tenerlos en la estantería, de fondo, para las videoconferencias; están para abrirlos una tarde tonta y lamernos las heridas con su sabiduría añeja, gran reserva.
Hoy hemos arramblado con la bodega. Me he puesto como loco a descorchar botellas. Decantémoslas, examinemos sus sedimentos, su oxidación, su poso; toquemos madera para que no se hayan picado; emborrachémonos con nuestros amigos de 1704 y 1740, de 1749 y 1792, de 1899 y 1914.
Sorprende que se cumpla esa ley, sí escrita por los doxógrafos en la Antigüedad; si ignoraban cuándo había nacido un filósofo, le sumaban —restaban, pues esto era antes de que Jesucristo inaugurase por todo lo alto el calendario— cuarenta años a la fecha de nacimiento de su maestro. Como la cuenta del viejo verde (tu edad2+7), pero para bros no homos (o sí homos, que al final aburre tanto hablar; que se lo digan a Sócrates…). La premisa es que un pensador alcanza su madurez a los cuarenta y pico, a partir de los cuales solo puede animar o censurar a los demás desde la barrera. Todos nuestros EHEM cumplen la ley, salvo Bioy y Borges, cuya colabo se parece más a los duetos de procrastinadores de la izquierda (Marx y Engels, Deleuze y Guattari, Don Quijote y Sancho Panza), en los que leves desigualdades de talento y edad se convierten en relaciones de dependencia asimétrica, dado lo pretencioso de unos y lo leal de otros.3
La referencia al Quijote nos encamina bien. Los tres tomos que tenemos entre manos —miren cuánto pesa— son como el libro que Sancho Panza nunca escribió sobre su amo. Esto es: el Quijote de Cervantes. Sea quien sea Avellaneda, es un señorito que se burla del dolor plebeyo; Cervantes, en cambio, es un Panza de la vida, arrastrado de venta en venta, manteado por un país de hidalgos que un día te lleva a Lepanto a perder una mano, al otro que te den por culo diez años en Argel y, si aún te quedan ganas de vivir, te acusamos de proxeneta, te metemos en la cárcel y te plagiamos el libro porque sí. Ese es nuestro ídolo, señores: un autor panzudo, de estómago agradecido, que suelta una ventosidad y se queda tan sancho pancho. Así están escritos estos tres libros —no los acaricien tanto, que me los van a desgastar—: como se tiran los pedos en casa. En materia de pedos, va de suyo que a todos nos gusta olfatear los nuestros, pero algunos pervertidos también nos deleitamos con los ajenos. No sé ustedes, pero yo me dejaría cagar en el pecho por cualquiera de estos EHEM.
¿Qué es el clasicismo, señores? Es un pedo, son los pedos que no te tirarías jamás en público, es esa frase ciceroniana que se ha puesto roja de tanto cerrar el esfínter de la corrección sintáctica, es ese punto y coma al que se le escapan gases, es ese marear la perdiz, ese paso apretado en busca de un inodoro donde vaciar los intestinos de la idea. Lo dramático es que, después de siglos conteniéndonos las flatulencias, tapándonos las risitas con la mano, no hablando con la boca llena, tras milenios de bostezos contenidos, eructos disimulados y estornudos en el pañuelo o el codo, de lo poco que queda incólume del clasicismo es un pedo, son los pedos que se tiraban a pares Boswell y Johnson, Goethe y Eckermann, Borges y Bioy.
Yo os pregunto, señores: ¿a cuántos os gusta la poesía de Borges?; ¿cuántos os habéis leído el Wilhelm Meister de principio a fin?; además del Prefacio a Shakespeare, ¿qué diantres escribió Johnson? ¿Y a quién le importa? Nos quedan los chistes que contaron poco antes de morir. Ha ocurrido siempre así. La perfección formal del clasicismo es tan apabullante, tan densa que sus herederos han de diluirla con frivolidad para poderla digerir. Por eso se perdieron los libros que Aristóteles compuso con cuidado, porque aburrían a los modernos del siglo I d. C., y en su lugar sobrevivieron esos apuntes improvisados, mal transcritos y peor catalogados, que llamamos Metafísica.4
Yo también soy un moderno, un chico yeyé. No tengo tiempo para libros tan gordos, sin dibujos ni nada. Pensé que sería un ejercicio cómodo e instructivo leerme un año, el mismo año en la vida de esos tres vejetes. ¿Qué hacían, en qué pensaban, qué decían a la misma edad, en siglos consecutivos, esos tres grandes sancionadores del clasicismo occidental?5
Dado que Johnson murió a los 75 años y Eckermann empezó a incordiar a Goethe con 74, la ventana de oportunidad es estrecha. Me apena perderme la vida y milagros de Borges el año en que escribía «El Aleph», pero el milagro principal ya lo conozco: es «El Aleph», y la vida me da igual, y además no aparece en el libro de Bioy. Lo último que nos interesa en estas obras es la anécdota gruesa; para el muladar de los biógrafos, mejor.
Si a Johnson le dan ataques de hidropesía, si Goethe se encapricha con una quinceañera, si a Borges se le muere la mamá, nos la suda cordialmente. Aquí estamos para pillar a nuestros héroes con la guardia y los pantalones bajados, opinando prejuiciosamente de política, reconociendo cuánto no han leído y cuánto sí, pero lo han olvidado, poniendo a caldo a clásicos y colegas venerados en público, siendo humanos.6
Por eso dan tanta fatiga los diarios que se llevan ahora, publicados en vida, pero no a lo bruto y en directo, sino con años de poda y becas de por medio. Esos diarios divinos de la muerte, en los que el autor no ambiciona, no odia, no ofende, no incurre en inmoralidades, no es un cabrón egocéntrico, sino que opina mesuradamente, proféticamente incluso: solo se equivoca en menudencias, y se resigna a su pequeño papel, a sus pequeños papelotes pintados por palabras, y como mucho orienta su desdén hacia unas iniciales.7
En estos tres libros, todo dios aparece con nombre, apellidos y hasta motes. Hay que agradecerles la franqueza a Boswell, a Eckermann y a Johnson, pero también a sus editores contemporáneos, cuyas notas son algo así como el pedo del pedo del clasicismo. Ya lo dijo Anthony Grafton en Los orígenes trágicos de la erudición: «La nota al pie moderna es tan esencial para la vida histórica civilizada como el retrete». Pero dejemos, como nos enseñó la filosofía alemana según el chiste de Žižek, dejemos a la mierda flotar, no tiremos tan pronto de la cadena.
¿Qué vemos?
Vemos la diarrea del machismo, el clasismo y el racismo, los greatest hits, los 40 Principales de la cancelación. Johnson: «Una mujer que se pone a predicar es como un perro que sabe caminar solo con las patas de atrás. No lo hace nada bien, pero sorprende que lo haga». Goethe: «Sin duda, no soy amigo del populacho revolucionario que busca el robo, el asesinato, el incendio, y que, bajo el falso escudo del bien público, sólo persigue los más groseros fines egoístas». Borges: «No se puede decir nada contra los negros. El único mérito que tienen es el de haber sido maltratados y eso, como observó Bernard Shaw, no es un mérito».
Pasamos por alto estas burradas porque están bien dichas y mejor escritas, lo que no puede decirse de las perogrulladas biempensantes con las que se pretende poner entre paréntesis al grueso de la tradición literaria, no solo occidental. Pero en literatura una misantropía con estilo e ingenio vale más que todas las filantropías y panfilismos del mundo sin ellos. Si necesitas leer a Johnson, a Goethe o a Borges para que te confirmen que está mal discriminar y maltratar a las mujeres, denigrar a los pobres, llevar a cabo genocidios o explotar a los trabajadores, tal vez deberías replantearte dejar de leer (así, en general, empezando por este texto). No sé si leer nos hace mejores, pero a ti desde luego que no, porque ya eres perfecto.
Difícil de separar de los ismos previamente expuestos, lo que no me parece un defecto, al contrario: uno de los principales atractivos de este triunvirato es su conservadurismo. Son conservadores —algunos dirán: reaccionarios— tanto en lo práctico como en lo artístico. No hay que ser de derechas, creo, para disfrutar de Johnson, Goethe y Borges, pero cualquier canon literario ideológico que anteponga a doctrinarios como Ayn Rand o Bertolt Brecht por delante de esos tres tibios autores, ha perdido el norte de la literatura.
Lo perecedero en cualquier autor es si se opuso o no al peronismo, a la Revolución Francesa o al comercio de esclavos. Por grande que sea su influencia, en su época, en la nuestra y en el porvenir, será ínfima comparada con los iletrados sin escrúpulos ni lecturas que acostumbran a detentar el poder. Tan ridículo como abstenerte de la Ilíada porque no es imparcial, porque va con los aqueos, es dejar el Fausto porque te da grima el Eterno Femenino.
Entramos en el espinoso jardín de la relación entre la ética y la estética: dos plantas antagónicas, en disputa por los mismos nutrientes en el suelo fértil, abonado por nuestros valores e identidades. ¿Deberían callarse la boca todos aquellos haters cuya principal crítica negativa ante una ficción sea «no me enganchó, no me sentí identificado, no me parece verosímil»? Sí y no: no, si con ello simplemente constatan el paso del tiempo, el cambio del gusto, la pérdida de vocabulario, de referentes, de sobreentendidos, o una simple diferencia de criterio (a fin de cuentas, tampoco nos enganchan muchos de nuestros contemporáneos, por bien que se entiendan, o quizá porque los entendemos demasiado bien); y sí, sí que deberían callarse, si pretenden imponer sus criterios a toda persona y tiempo y lugar. Y perdón por mi variante personal de la paradoja de la intolerancia.
En lo estético, Johnson, Goethe y Borges son conservadores, no reaccionarios, porque combinan criterios muy firmes con gran laxitud en su aplicación. En este punto, la generosidad de un autor se mide en la estima que profesa a obras que él nunca haría; no porque no pueda, no por incapacidad técnica, sino por repulsión hacia el formato o el tema. En ese sentido, la manga ancha de Johnson con los neoclásicos, de Goethe con los románticos y de Borges con los vanguardistas es proverbial. Tampoco se nos oculta que, de jóvenes, los tres inauguraron las corrientes estéticas a las que más tarde se opondrían. Su oposición se funda en sólidas razones biográficas, en haber estado ya allí y haber hecho ya aquello; en querer advertir a los jóvenes del callejón sin salida al que conduce el radicalismo programático. Pero los jóvenes también es proverbial que no escuchan.
El Goethe de Las afinidades electivas no solo reacciona contra el Goethe del Joven Werther, igual que el Borges de Ficciones no solo reacciona contra el Borges de Inquisiciones. Algo se conserva en ambos casos. Nos pueden gustar esos cuatro libros —a mí me gustan esos cuatro libros— sin ignorar que entre las obras de juventud y las de madurez hay la misma diferencia que entre la fruta amarga en el arbusto y su conserva, con azúcares añadidos, como mermelada.
No sé a ustedes; a mí, desde luego, me gusta tanto la fresa como la mermelada de fresa. Sé que no debo abusar de ninguna de las dos, sobre todo de la última; dura más en la nevera, me la puedo administrar por más tiempo, pero ha perdido la frescura de temporada que acompaña a la fruta que enseguida se pudre. Siempre que no me maten, ni sé ni quiero saber en qué consisten los conservantes E-201 y E-213, ni el ácido benzoico ni el sorbato que, según leo en la etiqueta, preservan de la corrupción a la mermelada, igual que no entiendo ni quiero entender la diferencia entre un dáctilo y un anapesto, pero suenan bien cuando los analiza Johnson.
No puedo hablar de fresas sin citar a mi modelo vivo de poeta cuando yo era joven y escribía pésimos versos: Batania —uno de esos frutos que jamás pasarán de moda, pues cada temporada vuelven igual de frescos— tiene un poema, «Las fresas en mayo», en el que lamenta que la industria frutícola recurra a las malas artes de la ingeniería genética y el invernadero y nos sirva esa fruta todo el año. «Y ahora todo es / un cansancio de fresas». De modo análogo, con la ingeniería literaria de Chat GPT y el invernadero de los correctores de estilo antigerundios, la industria editorial pretende servirnos todo el año «escritores noveles y rompedores», «sorpresas de temporada», «voces personales y generacionales», «grandes y esperados debuts», «el nuevo Johnson», «el Goethe de Albacete», «el Borges centénial». Y ahora todo es un cansancio de fresas. ¿Y para cuándo y dónde la mermelada?
Johnson, Goethe y Borges están que nos comen la tostada, su mermelada cae siempre bocarriba; trae tropezones de sus experimentos juveniles, conservados y dulcificados con el azúcar del estilo tardío. Desde Edward Said, se ha hablado tanto del estilo tardío, se ha aplaudido tanto a los clásicos que se desmelenaron con un pie en la tumba, que les daba igual lo que opinases al final de sus días, nos gusta tanto el último Beethoven, el último Genet, el último Mann, que nos olvidamos de que lo normal es no jugársela en la vejez.
A sus 75 años, nuestros autores no se la juegan, van a piñón fijo, a tiro hecho; por lo pronto, con sus lecturas. Era de esperar que Johnson y Goethe citasen a un montón de autores olvidados hoy, famosos entonces. Más asombroso resulta que Goethe disfrutase con las primeras publicaciones de Byron, Scott, Hugo, Balzac o Manzoni, a quienes sacaba más de cuarenta años. Ello refuta —o confirma por otros medios— la teoría generacional de las artes, concebidas como péndulos colectivos que oscilan con imprevisible regularidad entre dos polos, cuyos nombres pueden y deben cambiar (renacimiento vs. barroco vs. clasicismo vs. romanticismo vs. realismo vs. decadentismo vs. modernismo vs. neorrealismo vs. posmodernismo…), pero preservando a cada instante la estructura binaria de «o con nosotros o contra nosotros». Pero en literatura solo hay tú y yo.
Que Goethe reconociese talento en Don Juan, Ivanhoe, Nuestra Señora de París, Piel de zapa o Los prometidos, aunque no quisiese escribir algo ni por asomo parecido, ya digo que o bien refuta esa teoría generacional de las artes, o bien la confirma por otros medios, recurriendo al expediente del «padre cruel, abuelo entrañable». Eckermann, desde luego, se entiende con Goethe porque no tiene que matarlo, porque ya está medio muerto, porque ambos son realistas avant la lettre. Ni Eckermann ni Goethe se hacen ilusiones, se resignan a que Alemania sea un país consustancialmente idealista, analizan la política y el arte de su tiempo con realismo, anteponen la realidad objetiva a sus impresiones subjetivas. Lo mismo, pero de signo opuesto, se puede decir de Johnson y Boswell, aunados como abuelo y nieto en la anterior oscilación del péndulo. No en balde, Boswell se considera el primer autor en usar el adjetivo romántico en la acepción actual, ¿y qué hay más romántico que aupar la vida de un genio?
Boswell y Goethe se llevaban solo nueve años, podrían haberse conocido, no discrepaban mucho en gustos, seguro que se hubiesen caído fatal8; desde luego, Goethe no le menciona, en sus charlas con Eckermann solo se refiere a una novela de Johnson, no a su Vida, pero resulta inverosímil que, leyendo fluidamente en inglés, Eckermann no los tuviese por modelos. Borges y Bioy por supuesto que han leído a sus predecesores y los citan de continuo. Según mi lector de PDFs, Johnson aparece en sus charlas hasta 193 veces (puede haber otros Johnsons), Goethe en 132 ocasiones, Boswell en 74 y Eckermann en 18 (apellidos demasiado singulares para repetirse en distintos literatos)9. Solo en el año en que nos centramos, solo en 1974, Borges y Bioy mencionan un par de veces al Johnson que nos interesa; comentan su célebre y chusca refutación del idealismo. «¿Cómo que no se puede demostrar la existencia de la materia? ¿Cómo que el idealismo es irrefutable?», le dijo a Boswell al salir de la iglesia: «Yo lo refuto así», dándole una patada a una piedra. A Bioy le parece el momento más bajo en la vida de Johnson. «No estuvo muy feliz, pero en definitiva, expresó, de manera burda, lo que todos sentimos: que el idealismo es increíble». Borges concuerda y apostilla: «Negar la causalidad es más difícil que negar la realidad». ¡Alta filosofía, señores!
Por la distribución probabilística de las citas, huelga decir que Borges y Bioy prefieren el libro de Boswell al de Eckermann. El retrato de Goethe les parece muy envarado, muy opinando siempre mesuradamente, muy aguantándose todos los pedos. Les gusta más el modo en que Johnson se presenta con sus manías y sus mezquindades, sin mermar ni un ápice a su grandeza. Me encantaría concordar con Borges y Bioy, si Boswell no hubiese embarrado su relato con cartas burocráticas, que no he podido leer ni en diagonal. Hasta mediados del siglo XIX, lo más falso en la obra de un autor era su correspondencia. Durante 150 años, concluyendo con la llegada de internet, fue lo más auténtico. Ahora nuestros chats son tan auténticos, y a la vez tan falsos, según chatees con tu crush o con el GPT, que ponemos la mano en el fuego: ninguno de nuestros coetáneos verá editados sus guasaps completos.
La correspondencia del siglo XVIII también preferiría habérmela ahorrado, y por eso no puedo anteponer Boswell a Eckermann, aunque a mí también me caiga mejor Johnson que Goethe. Bioy y Borges son conscientes de ir en el furgón de cola, de asistir al final de una estirpe, de ser los últimos dinosaurios; no hacen ni esfuerzos por ponerse a la altura de sus antepasados; sus charlas son jirones de piel en el siglo que casi desuella a la literatura10. Boswell inaugura un género, no sabe lo que hace; antes de él había Vidas paralelas, vidas de grandes artistas y generales y emperadores y filósofos, pero las fechas eran aproximativas y las anécdotas intercambiables. Las mismas frases entrecomillables, las mismas vocaciones prematuras, mismas revelaciones decisivas, mismos comienzos difíciles, logros inesperados y muertes absurdas se repiten de biografía en biografía con la previsibilidad de El héroe de las mil máscaras. Boswell pasa de todo eso, con una flema a prueba de bombas, y se limita a contar pormenorizadamente lo que vio y le dijeron. No hay final feliz ni moraleja ni arco dramático ni línea argumental ni teleología ni apología ni tesis a defender. Y así su libro, una escombrera más del empirismo británico, se presta a nuevas minas y redescubrimientos, pues nadie sabe lo que vale una anécdota.
Eckermann, por el contrario, no puede evitar ser alemán por los cuatro costados. No puede evitar poseer o ser poseído por un sistema. Eckermann tiene un sistema y te lo va a explicar hasta sus últimas consecuencias. El sistema de Eckermann consiste en poner la Kultur über alles. Y la Kultur son las bellas artes —al punto, vuelta y vuelta— con guarnición de Zeitgeist geopolítico histórico-mundial al lado. Ante tamaño menú, solo cabe comer y callar, siendo conscientes de que, si por Eckermann fuese, Goethe carecería de tracto intestinal y su alimentación se basaría en debates sutiles de poemas, estatuas y cuadros.
Borges y Bioy, desde luego, están a régimen, toman dieta blanda, se pasan medio año rumiando a Voltaire. «Leemos a Voltaire» es el único apunte que se repite durante meses. En el mundo pasan cosas mientras, que sabemos por Wikipedia, porque por Borges y Bioy no hay manera. En 1974 muere Perón, dimite Nixon, ABBA gana Eurovisión, cae la dictadura en Portugal y en Grecia, Pompidou también muere… Y Borges y Bioy leen a Voltaire. Ni siquiera asistimos a un rápido contraste entre la pomposidad de los hechos públicos y la patética intimidad del escritor, al modo de Kafka en su diario, el día en que empezó la Primera Guerra Mundial, en que escribió una única línea: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación».
¡Ni siquiera! Para Borges y Bioy, solo existe Voltaire. Lo prefieren a Montesquieu, a Diderot, a Stendhal, a Flaubert, a Colette… Prácticamente el único escritor francés que les gusta. «Voltaire debió de ser uno de los hombres más grandes que hubo jamás», dijo Borges aquel 6 de marzo. Y no se refiere al Voltaire del Cándido, de Zadig o de Micromegas, que mal que bien se deja leer hoy, sino al tostón de su —tomen aire— Ensayo sobre la historia general y sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y sobre los principales hechos desde Carlomagno hasta Luis XIII —suéltenlo—. Ya solo el título tira para atrás. Pero no les culpamos por entusiasmarse leyendo tamaña bazofia; nosotros nos entusiasmamos leyéndoles a ellos entusiasmarse leyendo etc. En la pirámide trófica de la tradición, en el ciempiés humano del clasicismo, somos el penúltimo eslabón. ¡Ay de los que nos sucedan!
¿Y qué más vemos?
Vemos las heces del éxito. No hablamos de escritores ignorados o despreciados en sus días, reivindicados en el último momento por jóvenes a contracorriente. No fueron Boswell, Eckermann y Bioy quienes «visibilizaron» ni «recuperaron» ni «pusieron en valor» a Johnson, Goethe y Borges; el maná de la fama fluyó más bien en dirección contraria. Si recordamos a esos discípulos fue porque no superaron a sus maestros, porque no mataron a sus padres eidéticos. Probablemente hablemos de los tres escritores más estimados, en vida, de sus respectivas lenguas. Cabe dudar si Lope o Galdós, si Shakespeare o Dickens gozaron de mayor popularidad que Johnson o Borges, pero en lo tocante a la estimación intelectual no hay color, y de Goethe en alemán mejor ni hablamos. Acostumbrados a historias de escritores que se mueren de hambre o de frío, de soga o de bala, anima oír que hay triunfadores en literatura. Pillamos a estos tres winners en la cúspide de su éxito.
¿Y qué leemos?
Goethe se queja de falta de público en Alemania («¿dónde están los oyentes que a uno le gustaría tener?»). Nosotros, que sacrificaríamos varias mascotas a cambio de que nos hiciese caso alguno de los coetáneos de Goethe, nos quedamos perplejos al leer esa queja en boca del autor de cabecera de Schiller, Hegel, Humboldt, Heine, Scott, Carlyle, Byron, Staël, Manzoni, Pushkin, Emerson… Refresca, sin embargo, enterarse de una época en que ser alemán no suponía ser nada. A Goethe le sienta fenomenal haber nacido en una época en que Alemania era como Teruel, que existe y ya. Goethe se reservó el privilegio de prender la luz, de darle al interruptor literario en Alemania, pero con 75 años le parecía que muchas cosas estaban excesivamente ilustradas, que había demasiados genios brillantes a su alrededor, y así se lo confiesa a Eckermann: «incluso aunque quisiera huir a América, llegaría demasiado tarde, pues también allí hay ya demasiadas luces». Curiosa declaración en alguien cuyas últimas palabras fueron casi coránicas: Licht, mehr Licht.11
¡Dios mío, qué grande es Goethe!
La grandeza de Goethe, igual que la de Stendhal, es que amaba a Italia. Johnson también la amaba, murió preparando un viaje allí. En Europa, solo los italianos se pueden permitir el lujo de no amar a Italia. Para el resto de europeos, la italofilia es la religión sustitutiva, por proximidad y metonimia, de la fe que se perdió. Amar a Italia, o a cualquier otro país que no sea el nuestro, sin por ello odiar el nuestro, es un primer paso para no ser unos cosmopaletos redomados. No en balde, Goethe es de los pocos ciudadanos del mundo que conozco. A diferencia de los turistas al por mayor, que incordian al hacerse sentir en todos lados como en su propia casa, Goethe se supo de paso por este mundo, se condujo con el respeto y la flexibilidad de un homo viator. No queremos penetrar en la conciencia íntima de Goethe, pero es obvio que creía en algo. No sabemos en qué, pero así se lo dijo a Eckermann: «están muertos para esta vida todos aquellos que no confíen en la otra». Amén, San Johann Wolfgang.
De los tres, Johnson fue el mejor integrado en su sociedad. Tiene su explicación. Aún no se había popularizado la idea del genio como especie aparte, uno de cuyos especímenes más singulares y enjaulados será precisamente Goethe. Tampoco se repudiaba al escritor por las opiniones políticas que la prensa le invitaba a encarnar, como le pasó a un en-el-fondo-apolítico Borges. Johnson intervino voluntariamente en política; en una carta le recomienda a Boswell que se alcoholice en campaña electoral; fue todo lo genial que pudo sin que lo deshumanizasen por ello. Su último año con vida se abre con cartas de sus amigos, preocupados por su estado de salud, y se cierra con los obituarios, recuerdos y emulaciones que sucedieron en procesión a su muerte. El tema que más se debate en esa bibliografía póstuma y secundaria, religiosamente citada por Boswell, es si Johnson tenía buen o mal carácter. Parece haberse formado el consenso en que tenía el puño de acero y la mandíbula de cristal, en que era muy mordaz con los demás pero no llevaba bien las mordacidades ajenas. Era un cascarrabias, y lo era para que lo quisieran. Resulta gracioso, por lo demás, el volumen de tinta que derraman los dieciochescos por detalles nimios en charlas intrascendentes. Supongo que el futuro padecerá la misma vergüenza ajena si sobrevive ese historial de microagresiones a la dignidad humana llamado redes sociales.
Si lo que cuenta Boswell es cierto, y no hay motivo para desdeñar su versión de los hechos en beneficio de académicos que ni saben escribir ni estuvieron allí, Johnson trataba con personas de todas las clases sociales. Se cuenta incluso la historia piadosa de una vagabunda recogida y alimentada en su casa por semanas. Goethe, en cambio, solo le dirige la palabra a su círculo aristocrático en Weimar, y de Borges nos sorprendería que hablase con alguien más que Bioy. Cuanto más se democratiza la sociedad, más elitistas se vuelven los escritores. Goethe se ve aislado por su propio prestigio, no puede abrir la boca sin ser tomado por un oráculo. Borges se somete a los malentendidos propios de la sociedad de la televisión. Bajo el epígrafe «Diplomacias del gran escritor», Bioy nos cuenta cómo reacciona Borges a la invitación de comer con el presidente de México: «se excusó, dijo que no iría por temor de encontrar allí a ciertos argentinos, pero que les daba las gracias y les aseguraba que él sentía viva amistad por los venezolanos». Unas páginas antes, unos seguidores le piden una foto por la calle. Borges accede. Al despedirse, percata de que lo han tomado por Sábato. «Muchas gracias, Don Ernesto», le dicen con una reverencia.
Esas faltas de respeto involuntarias hubiesen sido imposibles en tiempos de Johnson, y no solo por la inexistencia de la fotografía. En un siglo analfabeto pero ilustrado, como el XVIII, el escritor no es un semidiós al que adorar en persona, sin abrir jamás sus libros. Johnson es un artesano de la palabra, al que sus vecinos acuden para que escriba sermones, epitafios, versos erótico-festivos, cartas… En nuestras sociedades alfabetizadas pero iletradas, el escritor es un tótem inútil contra cuya calva cabe frotar boletos de lotería, si eso.
¿Y a qué se dedican nuestros EHEM? A lo que deberían dedicarse es a editar sus obras completas. Si algo ha demostrado la evolución del mundillo del libro hacia lo cuqui, lo controversial y lo inmediato, es que si no editas en vida tu opera omnia asistirás a su despiece desde el más allá. Aprovecha ahora, mientras tu editor te sonríe, para dar a luz esa obra maestra invendible, ese libro de juventud necesitado de remozo, compila y corrige de una vez esos artículos dispersos. Cuando mueras —ya en vida, qué coño— solo se publicará lo que venda. Desde el paraíso de los apócrifos, verás cómo inéditos perfectos pasan décadas criando polvo y cómo tus novelas fallidas, tus cuadernos de cuando militaste en aquel infausto partido (ehem, Heidegger) y tu correspondencia con efebas y efebos se imprime a todo tren. No confíes en el puritano de tu segundo esposo, ni en la bruja de tu tercera esposa, ni en los oportunistas de tus amigos, ni en tus hijos subnormales, ni en tus hermanos resentidos. Unos se llamarán tus albaceas y no harán ni el huevo, otros purgarán tus diarios de invectivas y amoríos; unos retrasarán la publicación de tu marginalia polémica, creando expectativas hiperbólicas, otros se apresurarán en publicar borradores incompletos; y todos lo harán por el mismo motivo: ordeñar hasta el último céntimo de tu cadáver. Y por eso censurarán a tus herederos de verdad, a los herederos fantasiosos e intelectuales que quieran homenajearte sin pasar por caja.
Estos tres libros —vuelvan a cogerlos— se podrían considerar un primer homenaje, un primer cubo de leche fresca, ordeñada de la teta aún coleante y palpitante, con la diferencia de que Johnson, Goethe y Borges consintieron en que les apretaran los pezones. Con todo y con eso, no me quiero imaginar las componendas a las que tuvieron que llegar Boswell y Eckermann con herederos que ni pinchan ni cortan en materia literaria (Bioy tuvo la suerte de palmarla antes).
Japón, no hace falta insistir en ello, tiene gran parte de la culpa. Borges, John Lennon y Francisco Franco tienen en común el haber dejado las cosas atadas y bien atadas, pero no por ello impidieron que les estallasen en la cara. A sus 75 años, Borges hace lo que debería hacer todo autor viejo: prologarse a sí mismo. El autor, como tal, no existe; no existirá hasta que no se muera. Hasta entonces, es solo uno que da charlas, se hace fotos y firma libros. Como el prólogo es lo último que se escribe, Borges, a sus 75 años, se prologa. Planea un libro de prólogos y prologa un proyecto de obras completas. Inicialmente quiere que se llamen en singular, Obra completa, y dejar fuera sus primeros libros. Para que no los denuncien por fraude comercial, los editores imponen el plural, Obras completas, en el entendido de que, aunque no se incluya toda la obra, todas las obras incluidas permanecen íntegras, sin recortes ni censuras. Completas, ¿quién lo niega? «Total, si nadie va a leerlas», llevan siglos pensando y acertando los comerciantes de esas mercancías decorativas, coleccionables para consumo de burgueses con metros de estantería que cubrir, no muy distintos de los muñequitos que regalan en los kioscos. Y así te crees que tienes todo Borges en casa, como un rehén al que aún no has amputado ningún miembro, hasta que un día te pones a amputar, te pones a leer Otras inquisiciones y piensas: «Qué título tan original. Me pregunto a qué Inquisiciones se referirá. Aquí, desde luego, no hay ningún libro que se titule así. ¡Y son las obras completas!».
Otra cosa que suelen hacer los viejos es componer sus memorias. En eso se entretiene Goethe a sus 75 años, en pergeñar la continuación de Poesía y verdad, que había empezado a publicar una década antes y se prolongaría durante otra década más. A mitad del camino, Goethe sopesa qué forma literaria imprimirle a la narración de su vida adulta. Duda entre el formato de los anales y el de la novela romántica. Ni Eckermann ni yo sabemos qué consejo darle al Meister. Culpable yo mismo de unas memorias prematuras y demasiado sinceras, en las que me calumnio por el placer de competir y superar a mis adversarios también en eso, ahora creo que cuanto menos diga un autor de sí mismo mejor; dejando a los demás hablar, claro está, como dejaron generosamente Johnson, Goethe y Borges. Sin necesidad de ser todos Pynchon, nuestro modelo tampoco pueden ser los influencers de comunión diaria en internet. Goethe hizo bien al dejar en suspense, en un discreto «Continuará» sus memorias, a la edad de 26 años. Ser honesto más allá solo le hubiese traído problemas.
En La inspiración y el estilo, Juan Benet habla de la «entrada en la taberna», ese momento en que el estilo clásico se aburre de sus sutilezas y eufemismos y entra a saco en el diccionario de sinónimos de la calle. Por una paradoja sociológica difícil de explicar, Benet considera que el verdadero estilo popular, el que engarza con los pensamientos y las aspiraciones colectivas, es el grand style. En la medida en que un escritor logre representar a una comunidad de manera no satírica, de manera que esa comunidad se sienta reconocida, será en tanto pase de puntillas por sus errores gramaticales, sus contradicciones ideológicas y sus risibles tradiciones. Los escritores de léxico y sintaxis popular no acostumbran a ser populares porque el pueblo no se acostumbra con placer a que le recuerden lo malhablado y prejuicioso que es. En su época, los libros populares fueron los de caballerías, luego los romances epistolares, luego los folletines policiales, más tarde la fantasía escapista y últimamente las autoficción feminista. De Joanot Martorell a Annie Ernaux, pasando por Samuel Richardson, Agatha Christie y J. R. R. Tolkien, asistimos a una saga de estilos comedidos que hacen piña más por lo que callan que por lo que dicen.
El Quijote, la única primera espada de la literatura europea que se burla sistemáticamente del país en que se forjó, puede ser un libro popular en tanto que nadie se identifique con Sancho Panza y Don Quijote se considere una figura trágica, romántica, y no un patético botarate. Qué duda cabe de que la ironía de Cervantes es más profunda. Qué duda cabe de que nos hemos tomado en serio todo lo que él escribió en broma. Según Benet, Cervantes invitó a la literatura española a entrar en la taberna del resentimiento y la automarginación y, una vez dentro, echó el candado y tiró la llave. El libro de Benet se ha leído como una crítica del casticismo tabernario y, aunque es indiscutible que los requiebros hipotácticos de Benet se han convertido en la letra escarlata de los finolis, de los cursis posteriores incluido yo, luego resulta que a Benet le aburre la literatura francesa (igualito a Borges y a Bioy). Ni Racine ni Flaubert ni ninguno de los grandstylistas, que en Francia son legión, le gustan. Benet es un señorito más que se mete en la taberna a preguntar de qué se habla, que me opongo. Es un hijodalgo más a la busca de entuertos que desfacer y, no hallando ninguno, se los imagina. Allí donde otros ven los castillos del gran estilo popular —en Galdós, por ejemplo, al que detesta Benet— él fantasea con las ventas del estilo marginal y tabernario.
Sea como fuere, si hay una taberna en el clasicismo, son estos tres libros, en los que Johnson, Goethe y Borges se desanudan la corbata, se abren de patas, se desabotonan la camisa hasta el esternón y desvelan, bajo el lino fino, el pelo de la dehesa. Pero las tabernas también cambian, dejan de tener escupideras, ya no dejan fumar dentro, ni es de buen gusto tirar los huesos de aceituna y las servilletas usadas al suelo. De Boswell a Bioy, hay un gradiente de deshumanización bastante acusado. En Boswell hallamos personas de carne y hueso, sabemos con detalle lo que comen y cómo se enferman; en Bioy, en cambio, las comidas son siempre «comidas», y las enfermedades, «enfermedades» en abstracto, más propias de fantasmas que de seres vivos. Tras un viaje amenizado con charlas filosóficas, Johnson protesta por la pésima pata de cordero que le sirven, justamente en una taberna, y las damas que le acompañan se indignan de que un filósofo de su estatura se preocupe por esas vulgaridades. Pero también puede haber ideas en el pelo y del pelo, en y de las heces y las uñas (Platón). Dos siglos después, en la otra punta del Atlántico, las damas no tienen de qué indignarse, ni Platón en qué pensar. Borges lleva el pelo y las uñas impolutas, sin canas ni trasquilones ni despeines eidéticos, ni roña conceptual entre los dedos. En lo tocante a las heces, no se tiene constancia de que Borges haya ido nunca al cuarto de baño. ¿Tenía ano siquiera ese genio?
En este proceso de fantasmagorización, Eckermann se planta a medio camino. En su libro, Goethe es un busto parlante, sin necesidades fisiológicas de ningún tipo, pero el mundo circundante está vivo. Weimar está vivo. Goethe nos guía por hayas y robles, rosales y atardeceres que nos emocionan más que sus juicios sobre Platen, Kotzebue, Iffland… ¿Quiénes son esos? Siempre pensé que la República de Weimar se llamó así en homenaje a los paisajes hermosamente descritos por Eckermann, y en parte sí. Lo seguro es que el campo de concentración de Buchenwald se llamó así, bosque de las hayas, en homenaje a los árboles que se hicieron famosos en este libro. Uno especialmente famoso es el roble en el que Goethe escribió sus iniciales y las de su amada, imagino que rodeadas por un corazón flechado y palpitante. Fue de los pocos que no talaron los nazis. Delante de él pasaban cada día los internos camino del ahorcamiento o el trabajo forzado. Sobre sus maderas cortadas, quemadas y firmadas como una condena a muerte del gran cosmopolita de Weimar, se ha escrito mucho (Roth, Semprún, Kertész…) y hasta se ha esculpido una estatuilla (El último rostro, de Bruno Apitz). Total: que, aún reducidos a la condición de tocones, en Alemania hay árboles que están más vivos que los seres humanos.
Como todos los grandes libros de la humanidad, estos tres están mal escritos. Carecen de estructura, la prosa es descuidada, les sobran páginas, no son ni pedagógicos ni trepidantes. Como la Biblia y el Corán, como las Analectas de Confucio y los Diálogos de Platón, no podemos asegurar ni siquiera que hayan sido deliberadamente escritos. Seguramente fueron dichos y apuntados a toda prisa. No están medidos al milímetro, exponen teorías atrasadas, datos falsos, ideas peligrosas, morales retrógradas. Los preferimos, con mucho, a cualquier manual divulgativo, a la última en valores y ciencias que mañana se desdeñarán por falsas. Estos son los libros que nos gustan, los que no se toman muy en serio su condición de libros, su patética condición de cosa con hojas. En otra época se pasarían por alto sus defectos arguyendo que están inspirados por deidades arbitrarias. Hoy nos contentamos con ver a la personalidad detrás del estilo. En ese entrecruzamiento entre la ética y la estética, entre la bondad/maldad de las personas y la belleza/fealdad de las palabras, es donde estas obras nos reportan placer. «Toda censura de un hombre es un elogio oblicuo. Sirve para mostrar de cuánto puede prescindir», reza una de las citas más repetidas de Johnson. Bajo ese baremo, estos libros se pueden jactar de haber prescindido de casi todo lo que hace interesantes a los demás.
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1Sí, ya sé que Borges y Bioy no son europeos; yo también sé buscar en Wikipedia. Sus aspiraciones eran europeas, sin embargo, y uno de los dos está enterrado en Europa (Wikipedia te dirá cuál), pero no quiero defenderme de acusaciones puntillistas. Si esta imprecisión terminológica te molesta, entonces también te digo adiós como lector/a, pues aquí se prima el juego sobre el dato. Me hubiese gustado llamarlos blancos a secas, pero necesitaba una palabra que empezase por vocal, para que las siglas fuesen pronunciables y, ehem, tuviesen gracia. Euroblancos me daba más juego.
2Más allá del chiste sin gracia, es espectacular el vivero de géneros literarios que fueron los salones parisinos del XVII y XVIII, donde cabe argumentar que surgió la novela epistolar —las anónimas Cartas portuguesas, seguramente escritas por un conde haciéndose pasar por mujer—, las colecciones de máximas —de La Rochefoucauld, con la ayuda de la marquesa de Sévigné y el modelo de Gracián—, la novela psicológica —subgénero literario de dudosa existencia, pero démoslo por bueno con La princesa de Clèves, de La Fayette— y, para lo que a nosotros nos interesa, la (auto)biografía no confesional —descontando a Santa Teresa y San Agustín, pues—.
Como cuenta Craveri en su revelador y denso libro, la colección de retratos y elogios en verso y prosa que antologó la Gran Mademoiselle en 1659 nos muestra «una conversación predominantemente femenina —de los veintiocho autores, solo siete son hombres—, cuyo argumento es sobre todo la propia mujer: de treinta y seis retratos, veintitrés son de mujeres, y de catorce autorretratos, solo dos son de mano masculina».
Salvando el precedente de las beguinas en el siglo XIII, asistimos al primer gran autorretrato de grupo femenino, sin mediación de pluma masculina alguna, con intimidades y sutilezas comparables a las cortesanas japonesas durante el periodo Heian. En ambos casos asistimos a una historia paradójica: el hecho de que las escritoras de clase alta no se formasen en la lengua culta pero apenas hablada —el chino, en Japón; el latín, en Europa—, las convirtió en depositarias del clasicismo, a la larga triunfante, en lengua vernácula.
Así que sí: los clubs solo para chicos de la Ilustración, donde reunirse a debatir cosas serias sobre las artes, las ciencias y la política, se entienden mejor como una reacción vengativa de los refusés, de los expulsados del salón galante, que ni querían ni podían mantener las formas de la politesse femenina. La dependencia/reticencia de Borges frente a las Ocampo muestra la supervivencia de ese patrón. Simbólicamente, D’Alembert, cocreador de la Enciclopedia, era un hijo no reconocido de madame de Tencin, en cuyo salón tenía vetado el acceso. «Los enciclopedistas, bastardos de las salonnières» sería un bonito título de tesis doctoral.
Respuesta a la adivinanza: Nonclerc es el nombre falso.
3Al aproximarme al territorio inhóspito de los cuarenta, comprenderán la emoción que me embarga cuando conozco a una pareja que planea tener hijos y criarlos en una sólida formación humanística. Entre las preñadas que me rodean ya atisbo a mi salvador. Como San Agustín rogándole a Dios que le aplace la deadline de la castidad, les digo:
—¡Hágase! Pero ahora no. Un poquito después, por favor.
4Gracias por nada, Andrónico.
5No sería mala idea carear estos tres libros con sus equivalentes en el mundo del cine: las charlas de Bogdanovich con Ford y Welles y las de Hitchcock con Truffaut. Habiendo citado Welles a Johnson en su discurso de gracias ante un Hollywood que le premiaba por su trayectoria después de treinta y cinco años teniéndole a pan y agua (y otra década más que le mantuvieron ese régimen financiero, a base de anuncios de champagne y actuaciones con voz ronca), el careo no debería ser difícil. Lo dejo para alguien más vago que yo.
6«Escríbeme a menudo y escríbeme como a un hombre», le dijo Johnson a Boswell, y eso hizo.
7¿Pecadores reincidentes? A. T., J. C. L., I. U., I. P., J. G., S. U.
8En ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (buena pregunta), Harold Bloom se imagina una cita en el cielo entre Johnson y Goethe. «Shakespeare transmitiría la incapacidad del crítico inglés y del poeta alemán para escucharse mutuamente, Platón moldearía la ironía del encuentro, y Wilde sugeriría el ingenio desperdiciado». Por desgracia, no cabe imaginar cómo lo narraría Bloom. Es la tragedia del crítico: fantasear solo con ficciones ajenas.
9A modo de grupo de control: Homero aparece solo en 51 ocasiones, cuatro veces menos que Johnson. Por estadística, Johnson debe de ser cuatro veces más relevante que Homero. Nueva demostración de la estupidez de las estadísticas.
10(esperemos que el XXI lo logre al fin)
11Cfr. con la sura 24 (An-Nur o de la Luz).