El concepto de “charca” se ha abierto paso en nuestro vocabulario a través de sucesivas controversias virales. ¿Hacer cola para inaugurar “el segundo Starbucks de Zaragoza”? Es de charca. ¿Grabarse degustando unas patatas con salsa lotus o una smash burger de kinder bueno? Chapotear en la charca. ¿Subsistir a base de comidas envasadas de la empresa del Xokas? Desbordantemente charca. Y así, poco a poco, la imagen del “español de charca” — nuestro Homo charcensis — ha ido tomando forma en el imaginario de quienes viven crónicamente online.
Para ellos, la idea de “vivir en la charca” hace referencia a un consumismo de masas eufórico, seguidista y aspiracional. Es entender la vida como un valle de lagrimitas de pollo con salsa de miel y mostaza al que no venimos a sufrir, sino a saborear el mundo a través del mercado. Es habitar el espacio tiempo como quien deambula por un centro comercial o scrollea una red social, acostumbrándose a no ver el cielo entre ventanas de “últimas ofertas”, anuncios y promociones.
Un ejemplo bastante claro de la “mentalidad de charca” sería la última campaña de Burger King, donde la cadena anunció el lanzamiento de cuatro menús personalizados por cuatro influencers del mainstream español: Ceciarmy, Roro, LolaLolita y DJ Mario. “¡Se va a liar!” nos avisa la voz en off del anuncio “¡Pide el menú de tú influencer y ayúdale a ganar la batalla del ‘grand king’!.
Rocío López, digitalmente conocida como “Roro“, alcanzó la fama cocinando “para su novio” con una estrategia conocida como ‘rage bait’. Una reinvención digital de la apicultura donde se crían enjambres de haters como abejas en un panal: para sacar la miel. Jorge Sáez, alias “Ceciarmy”, convirtió en su ‘modelo de negocio‘ robar memes y contenido viral. Pero el reclamo no está en la mezcla de amor y odio que convocan estas figuras, sino en el verdadero objeto de la campaña: una ‘personalidad’ que cabe en un menú del Burguer King — y una idea del consumo de masas como lugar donde manifestar nuestra identidad.
Cuando se habla de “charca” es siempre en un sentido peyorativo. Quienes usan el término hablan del devenir-charca como una enfermedad del mundo. La lógica es que si centenares docenas de almas hacen cola para probar un cruasán industrial relleno de chocolatinas de supermercado, o acampan en la calle para la inauguración de una tienda de sudaderas, algo va peligrosamente mal. ¿Pero por qué? Para MarianG, del podcast “La Pija y la Quinqui”, la explicación se llama clasismo. “Veo un clasismo intrínseco al decir “charca”, nos dice, en el fondo es despreciar al resto como “provincianos” (sic.) por llegar tarde a una moda. No obstante, frente a esta acusación de “clasismo”, algunos filósofos contemporáneos — cuentas de tw fútbol — aclaran que “gastarse 5000€ en un reservado en Ibiza es igual de charca que hacer cola en el Taco Bell”. Que las campanadas privadas de los Javis sean un cruce entre la fiesta en Marbella de un oligarca ruso y los invitados de Pasapalabra, es charca. Estar en el palco de la “Velada del Año” de Ibai con un cátering de Vicio y Maxibon escuchando a streamers millonarios con Medusas de Versace es igual de charca que estar abajo tornándose a 40 grados en La Cartuja. Lo del palco es sólo charca premium.
Aunque la “charca” parezca un término contradictorio cuando hablamos de clase, lo es todavía más en el plano ecológico. Resulta que las charcas son ecosistemas fascinantemente fértiles, versátiles, cambiantes y bulliciosos. Lo explica en las páginas de National Geographic la naturalista Susan Hand Shetterly: “Las charcas estacionales”, nutridas por las “lluvias primaverales y las escorrentías del bosque”, son el “escenario de cruciales estallidos de vida”. “Como archipiélagos, pero al revés (...) la mayoría ya están secas cuando el verano llega a su fin”. Sin embargo, si esto las hace inhabitables para la mayoría de peces, a su vez las convierte en un refugio fantástico para anfibios, insectos y reptiles. También para desapercibidos microorganismos que se dan un auténtico festín con la hojarasca encharcada.
En un plano ecológico, lo que llamamos “la charca” sería más bien el jardín hortera de un adosado. Esa chicharrera verde que, pasada por la guadaña de un cortacésped, alimenta sólo las aspiraciones estancadas de quien la riega. Un falso ecosistema periurbano tan natural como un chicle de menta. El sepulcro deprimente de los saltamontes, las hormigas y las luciérnagas que estaban ahí antes de que recalificaran el terreno dos concejales y un constructor.
De manera opuesta las charcas naturales, “la charca” es un ecosistema artificial: el naufragio de las vidas que merecen la pena ser vividas. Masticar una Smash Burguer de lotus en la “Champions de las Hamburguesas” que un TikToker montó en un Parking. Acabar acompañado por un altar de Funko Pops indistinguible de la portada de tu Netflix. Viajar a un lugar que descubriste en TikTok. Buscar el sentido de las cosas scrolleando entre anuncios de Temu y hauls. Consumir lo más preciado que uno tiene — el tiempo, la vida — buscando la distinción a través del consumismo de masas.
Y sin embargo, si vamos al fondo del asunto hay algo más, pues “estar en la charca” no es sólo es habitar el espacio y el tiempo sólo en torno al consumo, sino atiborrarse en ese consumo hasta confundir los límites de tu apetito con las fronteras de tu deseo. Esto podemos ponerlo en términos lacananianos: lo siniestro de la charquedad está sobre todo en el goce del otro. Está en la forma en la que ese goce desagradable aviva la frustración de nuestro propio deseo.
Cuando pienso en esto, me acuerdo de aquel capítulo de Los Simpsons donde un demonio gigante fuerza a Homer a comerse “todas las rosquillas del mundo”. Atado de pies y manos, Homer devora de par en par las rosquillas que una máquina diabólica le arroja a la boca. Al principio el demonio se regodea en el castigo, pero cuando Homer se las come todas no sabe qué hacer. “¡El último que trajimos se volvió loco a los 15 segundos!”. Si el otro goza de nuestro castigo… ¿es normal que nos sintamos castigados por él?
En otras palabras: es fácil mirarse reflejado en las aguas de charca y pensarse como un narciso arrogante, enamorado de su propia superioridad moral. Lo sencillo es fustigarnos por un clasismo autodiagnosticado, asumir que aquello que nos inquieta no está en lo que el otro es sino en lo que sentimos que no nos deja ser. Pero esa es la verdadera pregunta que nos devuelven las aguas turbias de la charca: ¿Podemos llenar nuestro vacío viendo al otro sentir que colma así el suyo propio?