Quién tiene hambre

Mientras devoras la comida basura, tal vez dediques unos minutos de tu tiempo a pensar en el repartidor de Glovo

Madrid, poco antes de las tres de la madrugada de un sábado. Empiezan a ralear los bares y decides irte a casa dando tumbos. Como llevas toda la tarde de terrazas y solo has cenado cerveza y aceitunas, ignoras a la voz de tu conciencia y pides un Glovo. Eliges una hamburguesa con patatas, prestando peligrosa atención a la pantalla al caminar, y calculas que llegará más o menos cuando tú llegues. Un repartidor arranca la moto mientras tú coses la calle, ambos en la misma dirección.

Llegáis más o menos a la vez y la transacción concluye en el portal: el repartidor, que en nada se parece a su foto de la aplicación, confirma tu nombre y te entrega una bolsa caliente mientras te da las gracias y se despide con un suave acento caribeño. Entras en casa. La moto se va.

Mientras devoras la comida basura, tal vez dediques unos minutos de tu tiempo a pensar en el repartidor: piel oscura, algo mayor que tú, mochila amarilla con forma de cubo a la espalda, cruzando la ciudad de madrugada por cuatro duros. Has visto a los repartidores en muchas ocasiones, en marcha o parados en corro frente al McDonald’s de Fuencarral, haciendo la tertulia con reggaetón de fondo. No puedes entender de dónde sacan la energía. El hambre. Gente que sale de la nada y se pone a trabajar de cualquier cosa y a vivir en cualquier lugar para intentar salir adelante haciendo las cuentas de la lechera en un país en el que tantos soñamos con ser funcionarios o cobrar un subsidio.

Ante esta realidad, algunos hablan de explotación: estos trabajos no deberían existir, o al menos no así. Al mismo tiempo, otros dicen que estos mismos trabajos que ningún español quiere hacer nos están siendo robados por inmigrantes. Inmigrantes de Schrödinger que te quitan un trabajo que tú no quieres. Mientras nos peleamos por un trabajo que ni unos ni otros quieren realizar, el inmigrante pedalea. 

Algo parecido apuntó Emmanuel Carrère en Calais, breve pero potente ensayo sobre los migrantes que se asentaron hace unos años a las afueras de Calais en un conjunto de chabolas conocido como la Jungla, con la esperanza de poder cruzar el estrecho:

«algunos migrantes morirán intentando pasar a Inglaterra, los demás sufrirán en los márgenes europeos un destino de humillación y pobreza, pero aun así un sirio o un afgano que exponiéndose a mil peligros ha llegado hasta Calais y está pasándolas canutas allí, Dios lo sabe, puede pese a todo concebir la Jungla como un momento de su vida, una prueba transitoria, un trampolín hasta el cumplimiento de sus sueños. Un blanquito que vive y siempre ha vivido de subsidios sociales en el Beau Marais se encuentra en una situación menos precaria pero en cierto modo más estancada, más irremediable»

Puede que ellos hayan creído el mito de la meritocracia, pero tú has creído el mito del mito de la meritocracia. ¿Con cuál de estas dos ilusiones se llega más lejos?

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Madrid, poco antes de las tres de la madrugada de un sábado. Empiezan a ralear los bares y decides irte a casa dando tumbos. Como llevas toda la tarde de terrazas y solo has cenado cerveza y aceitunas, ignoras a la voz de tu conciencia y pides un Glovo. Eliges una hamburguesa con patatas, prestando peligrosa atención a la pantalla al caminar, y calculas que llegará más o menos cuando tú llegues. Un repartidor arranca la moto mientras tú coses la calle, ambos en la misma dirección.

Llegáis más o menos a la vez y la transacción concluye en el portal: el repartidor, que en nada se parece a su foto de la aplicación, confirma tu nombre y te entrega una bolsa caliente mientras te da las gracias y se despide con un suave acento caribeño. Entras en casa. La moto se va.

Mientras devoras la comida basura, tal vez dediques unos minutos de tu tiempo a pensar en el repartidor: piel oscura, algo mayor que tú, mochila amarilla con forma de cubo a la espalda, cruzando la ciudad de madrugada por cuatro duros. Has visto a los repartidores en muchas ocasiones, en marcha o parados en corro frente al McDonald’s de Fuencarral, haciendo la tertulia con reggaetón de fondo. No puedes entender de dónde sacan la energía. El hambre. Gente que sale de la nada y se pone a trabajar de cualquier cosa y a vivir en cualquier lugar para intentar salir adelante haciendo las cuentas de la lechera en un país en el que tantos soñamos con ser funcionarios o cobrar un subsidio.

Ante esta realidad, algunos hablan de explotación: estos trabajos no deberían existir, o al menos no así. Al mismo tiempo, otros dicen que estos mismos trabajos que ningún español quiere hacer nos están siendo robados por inmigrantes. Inmigrantes de Schrödinger que te quitan un trabajo que tú no quieres. Mientras nos peleamos por un trabajo que ni unos ni otros quieren realizar, el inmigrante pedalea. 

Algo parecido apuntó Emmanuel Carrère en Calais, breve pero potente ensayo sobre los migrantes que se asentaron hace unos años a las afueras de Calais en un conjunto de chabolas conocido como la Jungla, con la esperanza de poder cruzar el estrecho:

«algunos migrantes morirán intentando pasar a Inglaterra, los demás sufrirán en los márgenes europeos un destino de humillación y pobreza, pero aun así un sirio o un afgano que exponiéndose a mil peligros ha llegado hasta Calais y está pasándolas canutas allí, Dios lo sabe, puede pese a todo concebir la Jungla como un momento de su vida, una prueba transitoria, un trampolín hasta el cumplimiento de sus sueños. Un blanquito que vive y siempre ha vivido de subsidios sociales en el Beau Marais se encuentra en una situación menos precaria pero en cierto modo más estancada, más irremediable»

Puede que ellos hayan creído el mito de la meritocracia, pero tú has creído el mito del mito de la meritocracia. ¿Con cuál de estas dos ilusiones se llega más lejos?

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