“You read something which you thought only happened to you, and you discover that it happened 100 years ago to Dostoyevsky.”
― James Baldwin, Conversations with James Baldwin
Piensa James Baldwin que el arte es importante porque nos permite reconocernos en el otro, y que ese reconocimiento esconde una verdad liberadora: las mismas grietas que uno está atravesando ya le dolieron a ese otro hace cien años. Y tiene razón, la mayor parte de las veces.
Me resulta liberador, por ejemplo, reconocerme en las canciones de Rigoberta, que me recuerdan que aunque crea que puedo con todo y con más, no podré (levantarme, ni mirarme, hacer caca o verme guapa). O en el personaje de Vicky en Envidiosa, que tiene 40 años, está soltera y no tiene hijos, y sí que le importa. No finge, es abiertamente envidiosa, egoísta y neurótica. O en la protagonista de Mi año de descanso y relajación de Moshfegh, que decide encerrarse un año en su piso para dormir y ver películas de Whoopi Goldberg y Harrison Ford porque está harta de estar viva.
En cambio, me resulta devastador leer a Seymour Krim. Krim nació en Nueva York en 1922 y, aunque hay quienes discuten si puede ocupar el mismo cajón que sus coetáneos de la Beat Generation, yo lo tengo claro: es sin duda mi hipster favorito (mi debilidad más aparente, por otro lado). Atravesado por el bebop y el Nuevo Periodismo, dedicó gran parte de su obra al ensayo personal, que él mismo consideraba un arte menor y una evidencia de su propio fracaso.
En su ensayo A mis hermanos y hermanas en el mundillo del fracaso (1974) Krim tiene a bien remitir una carta para todos aquellos que, como él, habían fracasado en la vida. Cuando lo leí por primera vez, tenía más de medio cuerpo asomado al abismo de la crisis de los 30. Por el título, pensé que se convertiría en una palmadita en la espalda. Iba buscando un mensaje tranquilizador – “no te preocupes, todos hemos fracasado”, “ríndete, no hay forma de hacer las cosas bien”, “renuncia a tus expectativas, hemos sido engañados”.
Hoy sé que estaba equivocada, y que en ese estrecho espacio liminal en que se despliega la batalla entre entusiasmo y desesperanza, leer a Krim es como darle un bazooka a lo primero. No ha llegado a la mitad del primer párrafo cuando espeta: A los 51 años, lo crean o no (o créanme y compadézcanse de mí si son jóvenes y despiertos), todavía no sé qué quiero ser de mayor. La primera en la frente. Y continúa: He publicado varios libros serios y doy clases en una universidad supuestamente respetable. Pero en ese exuberante ultramarinos que tengo en la azotea estoy tan abierto a cada posibilidad loca como lo estaba con 13 años, por mucho que hasta yo sepa que las probabilidades de llevarlas a la práctica disminuyen con cada latido. La segunda en el pecho.
Lees algo que pensabas que sólo te había ocurrido a ti, y descubres que le ocurrió hace cien años a Seymour Krim. La mía era una edad delicada, ¿sabéis? Recién aterrizada en “casa” después de seis años de vida adulta y semifuncional en el extranjero. Tenía todo lo que un veinteañero debería desear – estudios superiores, amigos íntimos, viajes a la espalda, trabajo en una empresa reconocida.
Aún así, un comecome en la parte trasera del cráneo había ido cincelando en silencio una creencia peligrosa, una que ya había entretenido a Krim: la creencia de que no es suficiente, de que hay otras muchas cosas a nuestro alcance, de que es cuestión de seguir buscando, arrastrándose por el suelo, estirando el brazo. La creencia de que al otro lado nos está esperando ese yo completo y mejorado que tantas veces se nos ha prometido.
¿En serio?, ¿me va a acompañar esta inquietud hasta el día en que me muera? ¿Nunca voy a ser feliz?, ¿a estar tranquila? ¿Nunca voy a llegar a un lugar del que no quiera marcharme?, ¿descansar en él?
Krim quiere abrazar a los que sienten que han fracasado en la búsqueda y están listos para darse por vencidos. Quiere secar sus lágrimas, hacerles entender que no están solos, que las grandes promesas del sueño americano y el hombre hecho a sí mismo también son para él una confusión terrible con la que no contaba. Que él mismo se ha pasado la vida arremetiendo de entusiasmo en entusiasmo, de nuevo proyecto en nuevo proyecto, incluso de cambio radical de personalidad en cambio radical de personalidad.
Y luego decirles aquello de Beckett que los lunáticos de LinkedIn se han apropiado como lema motivacional: prueba otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor. Hacerles ver que el secreto es nunca dejar de anhelar ser más de lo que somos, de multiplicarnos, de integrar todas las identidades y fantasías para ver cuánto de todo aquel sueño se puede hacer realidad.
En esta altura del ensayo leía a Krim con lástima forzada. Pobre tonto, que a sus 51 años cree que aún le queda todo por hacer, que no deja de perseguir todos esos futuros posibles que yo sé hoy que no le serán concedidos. Luego me miraba a mí, confundida: si yo ya he aprendido la lección y me compadezco del entusiasta, ¿dónde hunde sus raíces esta decisión mía de hacer volar todo por los aires y dar un paso hacia el vacío?, ¿qué esperanza hay atrapada en este cambio radical de personalidad?, ¿qué versión de mí estoy ansiando, si es que existe?
Quiero decir que mi generación lo tiene claro desde hace tiempo. Primero nos prometieron que íbamos a ser más felices que ninguno antes. Luego nos aseguraron que nuestra condena iba a ser la insatisfacción permanente, el fracaso de bajo standing. Que viviríamos siempre por debajo de nuestras expectativas y por encima de nuestras posibilidades.
Me pregunto entonces por qué nosotros, como Krim, tampoco abandonamos el empeño.