Sorrentino, fiestas y convites

Por
Álvaro Boro
20/12/2024

Como pequeño burgués tendiente a la acracia, sólo aspiro a asistir a las fiestas que retratan sus películas.

Todo Sorrentino y sus obsesiones son siempre mis placeres, lo reconozco. Ya sean sus películas, libros, entrevistas o en sus fotos con un toscano en la boca y ese aire de bohemio maltrecho triunfador. Su cine tiene gran culpa de que siga enamorado de las salas de cine y los 24 fotogramas por segundo: el arte sublime y la magia de llegar al corazón de las personas con unas imágenes proyectadas en una pantalla. Por mucho menos de esto te quemaban en la hoguera, y no hace tanto y depende de dónde.

A Paolo Sorrentino hay que reconocerle también el ser el cineasta del hedonismo y el libertinaje. Exceptuando a Fellini, nadie ha grabado tan bien las fiestas, las reuniones sociales, los banquetes y celebraciones. Esas fiestas que recrea donde siempre hay gente guapa e interesante, se habla de Proust y se baila reguetón, todo el mundo levita entre el éxtasis etílico y el existencial, las copas son buenas y hay buenos bármanes que ponen la luna al servicio del trago, siempre hay mucho champán y rozan el cielo en unos parajes tan bellos como toda esa grey que se mueve al son de la música y de la mundanidad. Me recorrí Vía Veneto y alrededores buscando el neón de Martini que escoltaba la celebración del cumpleaños de Jep Gambardella en ‘La gran belleza’, para constatar que ya no está, que la belleza es efímera y verdadera, pero siempre momentánea, algo así como la felicidad.

También están esas comidas y cenas con familiares y amigos, esas conmemoraciones de la alegría que muestran la Italia más verdadera, esa que se pelea entre lo bello y lo sublime y lo chabacano y disfuncional. Mesas llenas al borde de un Mediterráneo perfecto, manjares en terrazas de Roma con vistas a la eternidad, grandes ágapes en fincas verdes y mullidas, pantagruélicos festines en palacios cuyos propietarios tienen más títulos nobiliarios que fondos en el banco. Comida sabrosa y sencilla, el sabor de la tradición gracias al peso de los años, junto a las más selectas viandas y el producto más exclusivo, ese que sólo está al alcance de los contactos.

Como pequeño burgués tendiente a la acracia, sólo aspiro a poder cosechar algo de parné y estar algún día en alguna de estas fiestas o sentarme en la mesa importante en estos convites, tratar de ser, en cierto modo y durante un soplo, el rey de la mundanidad. Pocas motivaciones mejores se me ocurren para aguantar y luchar en la vida.

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Gastronomía

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Álvaro Boro
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Todo Sorrentino y sus obsesiones son siempre mis placeres, lo reconozco. Ya sean sus películas, libros, entrevistas o en sus fotos con un toscano en la boca y ese aire de bohemio maltrecho triunfador. Su cine tiene gran culpa de que siga enamorado de las salas de cine y los 24 fotogramas por segundo: el arte sublime y la magia de llegar al corazón de las personas con unas imágenes proyectadas en una pantalla. Por mucho menos de esto te quemaban en la hoguera, y no hace tanto y depende de dónde.

A Paolo Sorrentino hay que reconocerle también el ser el cineasta del hedonismo y el libertinaje. Exceptuando a Fellini, nadie ha grabado tan bien las fiestas, las reuniones sociales, los banquetes y celebraciones. Esas fiestas que recrea donde siempre hay gente guapa e interesante, se habla de Proust y se baila reguetón, todo el mundo levita entre el éxtasis etílico y el existencial, las copas son buenas y hay buenos bármanes que ponen la luna al servicio del trago, siempre hay mucho champán y rozan el cielo en unos parajes tan bellos como toda esa grey que se mueve al son de la música y de la mundanidad. Me recorrí Vía Veneto y alrededores buscando el neón de Martini que escoltaba la celebración del cumpleaños de Jep Gambardella en ‘La gran belleza’, para constatar que ya no está, que la belleza es efímera y verdadera, pero siempre momentánea, algo así como la felicidad.

También están esas comidas y cenas con familiares y amigos, esas conmemoraciones de la alegría que muestran la Italia más verdadera, esa que se pelea entre lo bello y lo sublime y lo chabacano y disfuncional. Mesas llenas al borde de un Mediterráneo perfecto, manjares en terrazas de Roma con vistas a la eternidad, grandes ágapes en fincas verdes y mullidas, pantagruélicos festines en palacios cuyos propietarios tienen más títulos nobiliarios que fondos en el banco. Comida sabrosa y sencilla, el sabor de la tradición gracias al peso de los años, junto a las más selectas viandas y el producto más exclusivo, ese que sólo está al alcance de los contactos.

Como pequeño burgués tendiente a la acracia, sólo aspiro a poder cosechar algo de parné y estar algún día en alguna de estas fiestas o sentarme en la mesa importante en estos convites, tratar de ser, en cierto modo y durante un soplo, el rey de la mundanidad. Pocas motivaciones mejores se me ocurren para aguantar y luchar en la vida.

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