El valor de una persona se mide por cómo te trata cuando ya no te necesita. En ese momento llegan las decepciones, el enfado con uno mismo por haber mostrado nuestras miserias y nuestro corazón a alguien que al irse te hizo hasta dudar de si te quiso en algún momento. Pero muy por encima del daño que lleva consigo ser consciente de que ya no queda nada de la persona de la que te enamoraste, porque si quedase, aunque fuera un resquicio, no te hubiera hecho pasar por lo que ahora mismo estás sintiendo, está el amor propio y, si es el caso, los niños que hemos traído al mundo juntos.
Iba a enviarle a Fer una columna sobre el hito que sucedió en Las Ventas y sobre la importancia del triunfo de Morante. Porque es algo que supera lo taurino e incluso lo humano para situarse en un lugar que sólo conocen los elegidos y que no es otro que un recoveco en esa parte de la memoria que nunca caerá en el olvido. Sin embargo, en el AVE de camino a Oviedo, que mañana se juega la primera eliminatoria del ascenso contra el Almería, me tocó en el asiento de delante una pareja discutiendo sobre la custodia de sus hijos.
Una de las consecuencias del amor y de formar una familia es que uno de los dos puede enamorarse de otro igual que se enamoró de nosotros. No se elige cuánto dura el amor, aunque es cierto que en ello influye el trato y el cuidado que le damos a este sentimiento. Además, las infidelidades, por desgracia, están a la orden del día. También las dobles vidas, que cada vez que me entero de una nueva me molesta que no haya un guionista o director cerca para hacer de ello una serie o una película. Así que, que las cosas se terminen, por mucho que duelan, es lo más normal del mundo. Tan sólo, qué fácil es escribirlo, hay que llorarlas el tiempo que haga falta, dejar que nos amarguen las madrugadas y ser conscientes de que en algún momento volveremos a sonreír como en los viejos tiempos.
Pero dentro de esa mezcla de rabia, odio, dolor y ego tiene que haber un hueco para los principios y el amor por los niños que han crecido y seguirán creciendo con ambas partes. Aunque ahora lo hagan cambiando de casa cada quince días o un mes, teniendo vacaciones separadas y cumpleaños donde no estará la unidad familiar como hasta ese momento. Hay que abandonar todo tipo de maldad y entender que una vez que en una familia nace un niño existe un fin superior a los padres. Nuestra vida pasa a ser menos relevante porque ser padre o madre significa dejar de vivir para nosotros y empezar a vivir para ellos. Esto no quiere decir que en un divorcio haya que decirle sí a todo para evitar males mayores. Al contrario, muchas veces, por ese ser superior que es nuestro hijo, hay que luchar porque todo sea más equitativo y le afecte lo menos posible los problemas de unos adultos a los que se les terminó el amor que un día creyeron que sería eterno.
Por suerte hay adultos que entienden todo lo que explico en este texto, pero ayer sentí tanta pena por los hijos de esos padres que salí del AVE jurándome que sí en algún momento de mi vida me pasase miraría hasta la última letra de la última página para asegurarme de que nuestros problemas no fueran sus penas ni sus futuros traumas.