Cómo caminar por la acera según Dostoievski

Por
Javier Goez
11/11/2025

Pero, ¿qué normas?, ¿quién nos ha enseñado a caminar por la acera?

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al
·

Conozco pocas situaciones que generen más desconcierto que caminar por la calle y chocar con alguien que viene en dirección contraria. La primera reacción no es de enfado ni de indignación, es sencillamente de sorpresa, de aturdimiento. ¿Pero este tipo? ¿Acaso no le han enseñado a andar por la acera? ¿Se cree el protagonista de una película y no siente la necesidad de retirarse mientras pasea? ¿Se ha dado cuenta de que hemos chocado, de que nos hemos visto envueltos en una colisión peatonal, porque no se ha tomado la molestia de apartarse unos centímetros o de rotar unos pocos grados? Y así, poco a poco, la turbación se convierte en cabreo. No duele el hombro, no existe dolor físico; duele el orgullo, se siente herido. Entran ganas de transformarse en Richard Ashcroft y deambular por las calles de Londres tarareando Bittersweet Symphony sin importar quién se cruce en el camino.

Toda esta reflexión es el fruto de un pasaje que leía el otro día en Memorias del subsuelo:

Después de lo ocurrido con el oficial, cada vez me apetecía más ir allí: era en la avenida Nevski donde me lo encontraba con más frecuencia, era allí, donde me deleitaba con su presencia. También él, solía ir por allí los días de fiesta. Y aunque también cedía el paso ante los generales y la gente más majestuosa, y también se serpenteaba entre ellos como una anguila, sin embargo, a nuestros semejantes, e incluso algo más limpios que éstos, sencillamente los atropellaba; es más, los atravesaba como si tuviera ante sí un espacio abierto y jamás cedía el paso. Yo le clavaba mi colérica mirada, y… al cruzarnos, me retiraba completamente enfurecido. Me atormentaba la idea de no poder igualarme a él ni siquiera en la calle. «¿Por qué siempre tenía que ser yo el primero en apartarme? —me repetía una y otra vez, sumido en una desenfrenada histeria, cuando me despertaba a veces sobresaltado a media noche—. ¿Por qué he de ser siempre yo y no él? —me decía—. Si para estas cosas no hay ley que rija, ni nada escrito. Bueno, que cediéramos lo mismo, tal y como sucede normalmente, cuando se encuentran dos personas educadas: que él cediera la mitad y yo la otra mitad, pasando los dos, respetándonos mutuamente el uno al otro».”

No existe ser más despreciable que aquel que reverencia y cede el paso ante sus superiores, y trata con indiferencia a aquellos que considera inferiores. Y qué mejor manera de retratarlo que describiendo su manera de caminar. El atributo por antonomasia de cualquier matón de colegio —más allá de la gracia natural para repartir collejas— es la capacidad de surcar los pasillos como si le pertenecieran. 

El atormentado protagonista de las memorias —en adelante el hombre del subsuelo— diseña un plan perfecto para ponerse a la altura del oficial: chocar, colisionar, de una manera elegante y sin perder las formas, pero no ceder un solo centímetro. 

“Y he aquí, que una idea sorprendente se me cruzó por la cabeza. «¿Y qué pasaría —pensé yo— sí, qué pasaría, si al cruzarme con él… no me apartara? ¿Qué pasaría, si no me apartara a propósito, aunque tuviera que empujarle?» (...) «Claro que no le empujaría del todo —pensaba yo ablandándome por adelantado—, sino que sencillamente no me apartaría y me chocaría con él sin hacernos daño el uno al otro, hombro con hombro, y en la medida en que lo permiten los buenos modales; de modo que fuera igual lo que nos golpeáramos el uno al otro»”

¡Qué plan genial!, pensaba arrebatado mientras lo leía. Pasaba las páginas entusiasmado, expectante por que llegara el gran momento, pero qué decepción cada vez que en un encuentro nuestro antihéroe se mostraba incapaz de plantar cara al oficial. En el último momento algo detenía siempre al hombre del subsuelo, como si los años transitando las aceras le hubieran configurado como un buen y entrañable peatón que respeta las normas. Pero, ¿qué normas?, ¿quién nos ha enseñado a caminar por la acera? Estas cuestiones me mantenían en vela, me sumían en una desenfrenada histeria que me hacía despertar sobresaltado a media noche. ¿Por qué me aparto al cruzar con alguien? ¿Cuándo lo hago? ¿Cuánto lo hago? ¿Suelo ser yo o se apartan los otros? ¿A cuánta distancia decido si lo haré? ¿Se hace igual en todos los países? ¿Cuántas veces lo habré hecho de manera inconsciente? ¿Será verdad eso que escribía el hombre del subsuelo; eso de que para estas cosas no hay ley que rija, ni nada escrito? Decidí investigar, descubrir si no existe nada escrito ciento sesenta años después, si no existe ninguna ley. Ya no me movía la curiosidad, sino la imperiosa necesidad de curar el insomnio.

Los azarosos designios del destino y de la inteligencia artificial generativa me llevaron a un paper publicado por la Universidad de Tokyo en 2019. Desconozco si aparecer citado en sustrato hará que mejore el h-index de este artículo, pero desde esta tribuna aporto mi granito de arena. El paper en cuestión se titula Body-rotation behavior of pedestrians for collision avoidance in passing and cross flow. Algo así como Comportamiento de la rotación corporal de los peatones para evitar colisiones en flujos cruzados.

Más allá de la fascinación y el ensimismamiento que se experimentan al observar derivadas parciales e integrales triples (aunque no se entienda nada, como también ocurre con las letras en árabe o los concursos japoneses), el artículo arroja resultados tranquilizadores: la rotación de los cuerpos ocurre cuando se prevé una colisión y la rotación aumenta cuanto menor es el espacio del que se dispone. Unas cuantas ecuaciones para enunciar lo que ya sabía Dostoievski: tal y como sucede normalmente, cuando se encuentran dos personas educadas: que él cediera la mitad y yo la otra mitad. Lo que me ha hecho recuperar el sueño es que muchos científicos con nombres de científico —Hiroki Yamamoto, Daichi Yanagisawa, Claudio Feliciani y Katsuhiro Nishinari entre otros— están estudiando el problema y que mis movimientos responden a fórmulas matemáticas, eso relaja bastante. Lo más excitante y lo más aterrador de entrar en estas madrigueras de conocimiento es que una vez cruzas el umbral, el bucle puede ser infinito; la manera en que se citan los artículos científicos convierte el proceso en algo adictivo. Pronto te encuentras leyendo Adjustments of Speed and Path when Avoiding Collisions with Another Pedestrian, y sigues con A Microscopic ‘‘Social Norm’’ Model to Obtain Realistic Macroscopic Velocity and Density Pedestrian Distributions, y sigues y sigues. Y así hasta que te hartas de tanta teoría, y encuentras el valor suficiente para salir a la calle y desafiar a las matemáticas plantando cara a algún oficial con el que chocar elegantemente mientras tarareas Bittersweet Symphony, o mejor aún, cantando arias italianas.

“Lo que sí importa es que conseguí lo que me proponía, reafirmé mi dignidad, no cedí un paso, y me coloqué públicamente junto a él en la misma escala social. Regresé a casa habiéndome vengado de todo. Estaba entusiasmado. Me sentía triunfador y cantaba arias italianas.”

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Pero, ¿qué normas?, ¿quién nos ha enseñado a caminar por la acera?
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Javier Goez
11/11/2025
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Conozco pocas situaciones que generen más desconcierto que caminar por la calle y chocar con alguien que viene en dirección contraria. La primera reacción no es de enfado ni de indignación, es sencillamente de sorpresa, de aturdimiento. ¿Pero este tipo? ¿Acaso no le han enseñado a andar por la acera? ¿Se cree el protagonista de una película y no siente la necesidad de retirarse mientras pasea? ¿Se ha dado cuenta de que hemos chocado, de que nos hemos visto envueltos en una colisión peatonal, porque no se ha tomado la molestia de apartarse unos centímetros o de rotar unos pocos grados? Y así, poco a poco, la turbación se convierte en cabreo. No duele el hombro, no existe dolor físico; duele el orgullo, se siente herido. Entran ganas de transformarse en Richard Ashcroft y deambular por las calles de Londres tarareando Bittersweet Symphony sin importar quién se cruce en el camino.

Toda esta reflexión es el fruto de un pasaje que leía el otro día en Memorias del subsuelo:

Después de lo ocurrido con el oficial, cada vez me apetecía más ir allí: era en la avenida Nevski donde me lo encontraba con más frecuencia, era allí, donde me deleitaba con su presencia. También él, solía ir por allí los días de fiesta. Y aunque también cedía el paso ante los generales y la gente más majestuosa, y también se serpenteaba entre ellos como una anguila, sin embargo, a nuestros semejantes, e incluso algo más limpios que éstos, sencillamente los atropellaba; es más, los atravesaba como si tuviera ante sí un espacio abierto y jamás cedía el paso. Yo le clavaba mi colérica mirada, y… al cruzarnos, me retiraba completamente enfurecido. Me atormentaba la idea de no poder igualarme a él ni siquiera en la calle. «¿Por qué siempre tenía que ser yo el primero en apartarme? —me repetía una y otra vez, sumido en una desenfrenada histeria, cuando me despertaba a veces sobresaltado a media noche—. ¿Por qué he de ser siempre yo y no él? —me decía—. Si para estas cosas no hay ley que rija, ni nada escrito. Bueno, que cediéramos lo mismo, tal y como sucede normalmente, cuando se encuentran dos personas educadas: que él cediera la mitad y yo la otra mitad, pasando los dos, respetándonos mutuamente el uno al otro».”

No existe ser más despreciable que aquel que reverencia y cede el paso ante sus superiores, y trata con indiferencia a aquellos que considera inferiores. Y qué mejor manera de retratarlo que describiendo su manera de caminar. El atributo por antonomasia de cualquier matón de colegio —más allá de la gracia natural para repartir collejas— es la capacidad de surcar los pasillos como si le pertenecieran. 

El atormentado protagonista de las memorias —en adelante el hombre del subsuelo— diseña un plan perfecto para ponerse a la altura del oficial: chocar, colisionar, de una manera elegante y sin perder las formas, pero no ceder un solo centímetro. 

“Y he aquí, que una idea sorprendente se me cruzó por la cabeza. «¿Y qué pasaría —pensé yo— sí, qué pasaría, si al cruzarme con él… no me apartara? ¿Qué pasaría, si no me apartara a propósito, aunque tuviera que empujarle?» (...) «Claro que no le empujaría del todo —pensaba yo ablandándome por adelantado—, sino que sencillamente no me apartaría y me chocaría con él sin hacernos daño el uno al otro, hombro con hombro, y en la medida en que lo permiten los buenos modales; de modo que fuera igual lo que nos golpeáramos el uno al otro»”

¡Qué plan genial!, pensaba arrebatado mientras lo leía. Pasaba las páginas entusiasmado, expectante por que llegara el gran momento, pero qué decepción cada vez que en un encuentro nuestro antihéroe se mostraba incapaz de plantar cara al oficial. En el último momento algo detenía siempre al hombre del subsuelo, como si los años transitando las aceras le hubieran configurado como un buen y entrañable peatón que respeta las normas. Pero, ¿qué normas?, ¿quién nos ha enseñado a caminar por la acera? Estas cuestiones me mantenían en vela, me sumían en una desenfrenada histeria que me hacía despertar sobresaltado a media noche. ¿Por qué me aparto al cruzar con alguien? ¿Cuándo lo hago? ¿Cuánto lo hago? ¿Suelo ser yo o se apartan los otros? ¿A cuánta distancia decido si lo haré? ¿Se hace igual en todos los países? ¿Cuántas veces lo habré hecho de manera inconsciente? ¿Será verdad eso que escribía el hombre del subsuelo; eso de que para estas cosas no hay ley que rija, ni nada escrito? Decidí investigar, descubrir si no existe nada escrito ciento sesenta años después, si no existe ninguna ley. Ya no me movía la curiosidad, sino la imperiosa necesidad de curar el insomnio.

Los azarosos designios del destino y de la inteligencia artificial generativa me llevaron a un paper publicado por la Universidad de Tokyo en 2019. Desconozco si aparecer citado en sustrato hará que mejore el h-index de este artículo, pero desde esta tribuna aporto mi granito de arena. El paper en cuestión se titula Body-rotation behavior of pedestrians for collision avoidance in passing and cross flow. Algo así como Comportamiento de la rotación corporal de los peatones para evitar colisiones en flujos cruzados.

Más allá de la fascinación y el ensimismamiento que se experimentan al observar derivadas parciales e integrales triples (aunque no se entienda nada, como también ocurre con las letras en árabe o los concursos japoneses), el artículo arroja resultados tranquilizadores: la rotación de los cuerpos ocurre cuando se prevé una colisión y la rotación aumenta cuanto menor es el espacio del que se dispone. Unas cuantas ecuaciones para enunciar lo que ya sabía Dostoievski: tal y como sucede normalmente, cuando se encuentran dos personas educadas: que él cediera la mitad y yo la otra mitad. Lo que me ha hecho recuperar el sueño es que muchos científicos con nombres de científico —Hiroki Yamamoto, Daichi Yanagisawa, Claudio Feliciani y Katsuhiro Nishinari entre otros— están estudiando el problema y que mis movimientos responden a fórmulas matemáticas, eso relaja bastante. Lo más excitante y lo más aterrador de entrar en estas madrigueras de conocimiento es que una vez cruzas el umbral, el bucle puede ser infinito; la manera en que se citan los artículos científicos convierte el proceso en algo adictivo. Pronto te encuentras leyendo Adjustments of Speed and Path when Avoiding Collisions with Another Pedestrian, y sigues con A Microscopic ‘‘Social Norm’’ Model to Obtain Realistic Macroscopic Velocity and Density Pedestrian Distributions, y sigues y sigues. Y así hasta que te hartas de tanta teoría, y encuentras el valor suficiente para salir a la calle y desafiar a las matemáticas plantando cara a algún oficial con el que chocar elegantemente mientras tarareas Bittersweet Symphony, o mejor aún, cantando arias italianas.

“Lo que sí importa es que conseguí lo que me proponía, reafirmé mi dignidad, no cedí un paso, y me coloqué públicamente junto a él en la misma escala social. Regresé a casa habiéndome vengado de todo. Estaba entusiasmado. Me sentía triunfador y cantaba arias italianas.”

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