Todo el mundo dice que odia las injusticias, pero muchos, cuando las tienen delante, prefieren mirar hacia otro lado. Hace tiempo que calé a ese tipo de gente que tiene un gran discurso y no se cansa de repetirlo o de dejarlo ver ante los demás como si fueran el público de un teatro. La putada es que esas personas ni son su público, ni por suerte le han pagado, pero, por desgracia, en algunos casos son sus amigos.
No es fácil asumir las consecuencias de lo que pensamos. Lo sé porque, al igual que mi padre, quizás todo viene en el ADN, nunca me callé cuando un amigo tenía un problema en clase o en la noche. De la misma manera que entendía la omerta de nuestra amistad cuando les pillaba drogándose a escondidas, la policía nos pedía que dijéramos quienes eran los que no habían cogido o me confesaban que dedicaban las madrugadas de los sábados a atracar restaurantes que estaban contando la caja por el vicio de la adrenalina. Siempre he pensado que quien es capaz de juzgar a los demás cuando cometen un error nunca ha visto como de manchados están sus zapatos. Cada vez que me sucede recuerdo cómo fue mi adolescencia y me pregunto de qué maldito guindo pienso que me he caído, porque no soy otra cosa que un hombre que evoluciona gracias a sus derrotas y a sus fracasos.
Puede que por eso siempre me haya caído en gracia la gente con carácter. Personas que independientemente de a quien tengan delante siempre son los mismos. Esos a los que se les suele definir con la frase: o lo amas o lo odias, no te queda otra. Cómo si que te odiasen por ser transparente fuera una condena impagable. Muchas veces nos definen mejor las personas que no nos pueden ver delante que con las que nos pasamos cientos de horas y les damos abrazos y besos como si fueran nuestros padres.
Hace unos días, una parte del público de Calamaro le abucheó por torear en medio del espectáculo. No debían de conocer mucho a Andrés o debía de ser su primer concierto, porque él nunca ha renegado de la tauromaquia y siempre he hecho una defensa a ultranza, que es la única manera de la que se puede defender algo, del mundo del campo y todo lo que el ecosistema que se genera alrededor de la fiesta. Ellos no tienen la culpa de que el único arte real que sucede en el Tierra, porque en cualquier otra actuación que se englobe dentro de esas cinco letras está basada en la ficción, no les transmita nada y solo les genere odio y violencia.
Por suerte no todos somos iguales y la oferta cultural, mientras la censura no lo impida, podrá contentar a todos los gustos. Aunque lo más importante es que artistas y genios de la talla de Calamaro transmitan su manera de ser y de estar en el mundo, que no es otra cosa que su obra completa, sin ningún miedo ni complejo. Necesitamos más salmones. Las ovejas sólo se sienten seguras con la manada y entre los perros pastores.