El campo de las calaveras

Los símbolos se multiplican; la cuestión es a cuál hacer caso. Vivo sobre un antiguo cementerio del siglo XIX, el Cementerio del Norte.

1

Nunca sé distinguir si atraigo a las historias rocambolescas o, en cambio, me pasan cosas más bien normales que mi percepción retuerce hasta convertir en anécdotas contables. El caso es que me suceden.

Leo una entrevista de Lorena G. Maldonado a Ángel Antonio Herrera: «¿Qué relaciones tiene que tener un escritor? Aquellas que mejor obra provocan o conceden», responde solemne el letraherido. A mi esto me parece, sin embargo, lo típico que diría alguien sin excesiva imaginación. Otros tenemos que huir del caos, porque nos lo encontramos hasta comprando el pan los domingos. Ansiamos, en todo caso, el aburrimiento. ¿Lo ansiamos de verdad?

Amigos, amigas, yo os reconozco: una manera fácil de identificaros es mediante las stories que subís a instagram, o los álbumes de fotos que guardáis en el móvil y no enseñáis a nadie. Os arrojáis a los brazos de ideas absurdas, extrañas esquinas de edificios, fotos pixeladas de paneles que leen “Modere la velocidad, respete las señales” o puertas que dicen “Estoy abierta, ábreme despacio”. Pasamos toda nuestra infancia fascinados por incierto ciclo vital de las pegatinas de “Bebé a bordo”: dónde se compran, por qué todas eran ligeramente diferentes, a qué exención de peligrosidad aspiraban exactamente los dueños de los coches que las instalaban, etc*, …

2

He completado unas semanas confusas de mi vida. Los símbolos se multiplican; la cuestión es a cuál hacer caso. Uno en particular me tiene bloqueado, como un tren que se topa con un gran tronco entre las vías.

Delante de mi casa están empezando las obras de un angosto parking. Van a excavar cuatro plantas en un pequeño terreno para dar cobijo a unas decenas de coches. Antes, la superficie la gobernaba un simpático campito liminal. Primero talaron dos cipreses que resistían, estoicos, creciendo a 45 grados del suelo. Luego, en cuestión de horas, arrasaron con el césped. La población local de gatos maulló durante días, antes de mudarse.

Pero eso no es todo. Entre maquinaria pesada y operarios deambulantes, el otro día me asomé y reconocí a cuatro arqueólogos cepillando el suelo, exactamente como sucede en las películas (por eso los reconocí como arqueólogos, y porque uno llevaba una de esas gorras con tela extra para no quemarse la nuca). «¿Habéis encontrado algo?» les grité desde la terraza, pero apenas me dedicaron una mirada displicente y siguieron con su excavadora labor. Acudió al rescate el encargado de la obra: «¡Huesos! ¡Han encontrado huesos! Esto antes era un cementerio». Entonces lo vi. Medio cuerpo en posición fetal, un omóplato, fragmentos aquí y allá. Al poco, emergió intacto el fémur de rigor.

Efectivamente, vivo sobre un antiguo cementerio del siglo XIX, el Cementerio del Norte. A esta zona del barrio de Arapiles se la llegó a denominar El campo de las calaveras. A finales de dicho siglo, la entonces incipiente inmobiliaria Vallehermoso compró los terrenos al obispado con la condición de vaciar el camposanto y trasladar los cuerpos, pero se conoce que no fueron del todo diligentes en esta labor. Y ahora han aparecido. La sabana de los gatos, el bucólico campo de los cipreses —pues claro— aquello fue siempre fue un cementerio, un desordenado almacén de huesos.

Pero no tengo ni idea de lo que significa todo esto.

3

*Si sois más o menos así, os recomiendo quitaros los prejuicios (yo los tenía) y lanzaros a leer poesía de vez en cuando. Es como abrirse un túnel en el diafragma. Yo no tengo ni idea, pero Mallarmé y Leopoldo María Panero me gustaron mucho. También Lorca.  Algo moderno y de por aquí: Alejandra Arroyo. De su último poemario, San Sebastián de los Reyes:

en el edificio de enfrente

hay dos gatos asomados a la ventana

nos preocupa la posibilidad 

de que se caigan

en el supermercado de al lado

hay una señora que deja dos artículos

nos preocupa la posibilidad

de que no se haya equivocado

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

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Los símbolos se multiplican; la cuestión es a cuál hacer caso. Vivo sobre un antiguo cementerio del siglo XIX, el Cementerio del Norte.

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Nunca sé distinguir si atraigo a las historias rocambolescas o, en cambio, me pasan cosas más bien normales que mi percepción retuerce hasta convertir en anécdotas contables. El caso es que me suceden.

Leo una entrevista de Lorena G. Maldonado a Ángel Antonio Herrera: «¿Qué relaciones tiene que tener un escritor? Aquellas que mejor obra provocan o conceden», responde solemne el letraherido. A mi esto me parece, sin embargo, lo típico que diría alguien sin excesiva imaginación. Otros tenemos que huir del caos, porque nos lo encontramos hasta comprando el pan los domingos. Ansiamos, en todo caso, el aburrimiento. ¿Lo ansiamos de verdad?

Amigos, amigas, yo os reconozco: una manera fácil de identificaros es mediante las stories que subís a instagram, o los álbumes de fotos que guardáis en el móvil y no enseñáis a nadie. Os arrojáis a los brazos de ideas absurdas, extrañas esquinas de edificios, fotos pixeladas de paneles que leen “Modere la velocidad, respete las señales” o puertas que dicen “Estoy abierta, ábreme despacio”. Pasamos toda nuestra infancia fascinados por incierto ciclo vital de las pegatinas de “Bebé a bordo”: dónde se compran, por qué todas eran ligeramente diferentes, a qué exención de peligrosidad aspiraban exactamente los dueños de los coches que las instalaban, etc*, …

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He completado unas semanas confusas de mi vida. Los símbolos se multiplican; la cuestión es a cuál hacer caso. Uno en particular me tiene bloqueado, como un tren que se topa con un gran tronco entre las vías.

Delante de mi casa están empezando las obras de un angosto parking. Van a excavar cuatro plantas en un pequeño terreno para dar cobijo a unas decenas de coches. Antes, la superficie la gobernaba un simpático campito liminal. Primero talaron dos cipreses que resistían, estoicos, creciendo a 45 grados del suelo. Luego, en cuestión de horas, arrasaron con el césped. La población local de gatos maulló durante días, antes de mudarse.

Pero eso no es todo. Entre maquinaria pesada y operarios deambulantes, el otro día me asomé y reconocí a cuatro arqueólogos cepillando el suelo, exactamente como sucede en las películas (por eso los reconocí como arqueólogos, y porque uno llevaba una de esas gorras con tela extra para no quemarse la nuca). «¿Habéis encontrado algo?» les grité desde la terraza, pero apenas me dedicaron una mirada displicente y siguieron con su excavadora labor. Acudió al rescate el encargado de la obra: «¡Huesos! ¡Han encontrado huesos! Esto antes era un cementerio». Entonces lo vi. Medio cuerpo en posición fetal, un omóplato, fragmentos aquí y allá. Al poco, emergió intacto el fémur de rigor.

Efectivamente, vivo sobre un antiguo cementerio del siglo XIX, el Cementerio del Norte. A esta zona del barrio de Arapiles se la llegó a denominar El campo de las calaveras. A finales de dicho siglo, la entonces incipiente inmobiliaria Vallehermoso compró los terrenos al obispado con la condición de vaciar el camposanto y trasladar los cuerpos, pero se conoce que no fueron del todo diligentes en esta labor. Y ahora han aparecido. La sabana de los gatos, el bucólico campo de los cipreses —pues claro— aquello fue siempre fue un cementerio, un desordenado almacén de huesos.

Pero no tengo ni idea de lo que significa todo esto.

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*Si sois más o menos así, os recomiendo quitaros los prejuicios (yo los tenía) y lanzaros a leer poesía de vez en cuando. Es como abrirse un túnel en el diafragma. Yo no tengo ni idea, pero Mallarmé y Leopoldo María Panero me gustaron mucho. También Lorca.  Algo moderno y de por aquí: Alejandra Arroyo. De su último poemario, San Sebastián de los Reyes:

en el edificio de enfrente

hay dos gatos asomados a la ventana

nos preocupa la posibilidad 

de que se caigan

en el supermercado de al lado

hay una señora que deja dos artículos

nos preocupa la posibilidad

de que no se haya equivocado

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