A veces uno debe tener la capacidad de detenerse a mirar todo lo que sucede a su alrededor unos segundos y ser consciente de lo que está viviendo. No sé si será el adiós definitivo que tanto repite porque Ponce dijo lo mismo y volvió a vestirse de torero, pero independientemente de lo que suceda, ayer pudo ser una de las últimas veces que Madrid escuchara a Sabina cantar sus versos. Y para mí, no solo a nivel personal porque sus canciones me hayan acompañado desde que tengo uso de razón, sino por todo lo que representa a nivel cultural uno de los mejores cantautores españoles del siglo XX, ha sido como haber podido ver una de las últimas faenas de Morante en directo o lo que sentiría Sabina al ver la de José Tomás, ver a Lorca escribir unos versos, a Sorolla dibujar unos trazos o ver emplatar a Ferrán Adrià uno de sus últimos platos.
Porque son personas que han tenido la capacidad de trascender a generaciones que separan más de cincuenta años. Y eso sólo lo explica el talento y el don que cabalga entre su corazón y su cerebro, además de todo su trabajo. Madrid es a Sabina lo que el Bulli a Ferrán, lo que Malvarrosa a Sorolla, lo que Núñez del Cuvillo a José Tomás. Que no es otra cosa que un laboratorio lleno de asfalto, vicios y canallismo donde encontró una manera de ser y de estar a través de la que plasmar su vida al compás de la poesía y la música.
Y allí estábamos todos interpretando las letras del poeta hacia nuestros adentros en una noche de verano, por la temperatura, de las que invitan a llegar tarde a casa. Cantando con rabia, melancolía y amor como si esos versos hubieran sido escritos para nosotros. Porque lo mágico que tiene la música es que cada una de las personas que estábamos allí presentes teníamos nuestra historia particular donde sus canciones fueron la banda sonora de nuestra alegría y nuestros llantos. Siempre hay una persona a la que recordamos cuando suenan esos acordes y empezamos a cantar. Porque, aunque al lugar donde hemos sido felices nunca debiéramos tratar de volver, vivimos en el número siete de la Calle Melancolía. Y a pesar de que la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Siempre hay más de cien palabras, más de cien motivos, para no cortarnos de un tajo las venas y escuchar las canciones de un poeta que conquistó el mundo con las huellas de sus lágrimas de mármol.