Ha muerto Pepe Mujica.
¡Pepe!, ¡A dónde vas! No te vayas todavía, me dejas huérfano. “No sé por qué vamos a ser más importantes que las hormigas”, dijo una vez, tan serio. Estoy aquí, es miércoles por la mañana, soy autónomo (¡autónomo!, quién me ha dejado caer en esta trampa), mi vida no tiene mucho sentido. Los líderes de ayer no han sobrevivido al presente. No les ha matado la vejez, sino la desidia, el iPhone y las redes sociales. Estamos desamparados. Me tomo un café mientras escribo en un trozo de papel. ¡Ni un papel entero se merece Pepe! Sólo un cacho. Maldita sea. “Pienso que venimos de la nada y vamos a la nada”, dijo. Ahí estará en este momento, en la nada más grande que exista. No ¡No se da cuenta! Sus palabras, su presencia, sobreviven a la nada porque están en mi mente, en mis recuerdos, en mis llantos y en mis reflexiones.
Perdura en el recuerdo de los hombres y mujeres cansados. Muchos encontraban en la voz de ese campesino pobre la templanza necesaria para seguir luchando por tener una vida diferente (esto no sé a qué viene, perdón). Sus palabras ponen voz a un sentimiento comunitario muy pocas veces expresado en voz alta (ya termino). No se puede hablar de las cosas que decía Pepe durante una caña con amigos en una terraza bañada por el sol amable de la primavera. Sus ideas solo se pueden compartir en pequeños rincones de la existencia, en la intimidad de una conversación de madrugada (“oye, ¿te imaginas que compramos un pueblo y nos vamos todos los amigos a vivir allí y montamos nuestra propia sociedad alternativa alejada de todo esto?”), durante una cerveza con el amigo irreverente (“macho, estoy harto de trabajar”), o en la cama (“oye, ¿y si nos vamos con la furgoneta de mis padres y no volvemos?”).
Sus palabras ya no son para gritarlas desde lo alto de una farola en medio de una plaza abarrotada de gente. Sería una cosa de locos. Están demasiado desfasadas. Al menos en tiempos en los que no existe una solución fácil a los problemas que plantea: Pepe habla del cansancio que genera un sistema rapaz, ladrón de sueños tranquilos y creador de fantasías monetarias imposibles. El sistema vive de nuestra frustración con el presente (sí, aquí voy otra vez). Cuanto más frustrados e infelices estamos con nuestra situación actual, más caemos en uno de estos extremos: la vagancia de la depresión, que lleva al consumo desenfrenado de las redes sociales (tan rentable para otros que da miedo), o la hiperproductividad (que también es muy rentable para otros), el aislamiento en el presente por un futuro mejor, los fucking burpees a las seis de la mañana (ya termino). Hemos perdido la concentración, la paz y la templanza necesarias para respirar firmes en un centro finísimo entre el pasado y el futuro. Ya no somos capaces de mantener el equilibrio (hay vídeos en Instagram demasiado graciosos).
“Como estudié antropología, respeto el mundo religioso, y he visto que todos los grupos humanos terminan creyendo en algo que no pueden demostrar”, dice (digo “dice” porque lo estoy escuchando en YouTube). Como homenaje personal e intransferible, reproduzco hoy sus grabaciones mientras escribo, mientras trabajo, mientras vivo. Me impactan algunas de sus frases, casi todas. ¿Estoy siendo un pedante? Puede ser. “El hombre necesita tener fe en algo, inventar cosas que le sirvan para agruparse”. ¿En qué creemos nosotros, en qué creo yo? No lo sé, en algo seguro, tan integrado en la profundidad de mi mente que ni me doy cuenta. Como aquella historia de los peces de Foster Wallace (los peces más jóvenes son estúpidos y no se dan cuenta de que están rodeados de agua). A lo mejor creo en el capitalismo y no me doy cuenta.
Yo también soy joven, demasiado joven. Tanto que a veces me pongo zapatillas de Adidas, aunque no me gusten, en un intento fútil y desmembrado de parecer más joven todavía. ¡Y a mí qué me importa eso! Ni siquiera tengo claro lo que significa. El otro día, a raíz de la muerte del Papa, puse por tercera vez la película en la que Ratzinger y Francisco discuten sobre el futuro de la Iglesia, y si me apuras, el progreso de la Humanidad. “No sé por qué me fascina tanto el Papa”, le dije a mi padre, que estaba recostado al lado de mi madre en el salón de casa. Se estaban quedando medio dormidos. “Con Pepe me pasa igual, siento una admiración por ellos demasiado fuerte e incomprendida”. ¿A quién se le ocurre admirar en el siglo XXI a un pibe que ha luchado contra sus propios fantasmas y ha salido victorioso? No me jodas.
Eso no lo dije así, pero lo pienso ahora. Ya casi no quedan líderes como aquellos (digo “aquellos” aunque hayan muerto hace poco porque son gente lejana, criada en una época en la que todavía había cierta esperanza en que luchar podía cambiar las cosas, y por eso tuvieron vidas tan intensas y extrañas para nuestros cuerpos privilegiados). Aun así son (fueron, maldita sea) sabios con el poder de la palabra, el talento para la acción y la presencia mística suficientes como para sacarnos, aunque fuera sólo durante un rato, del carril desenfrenado de nuestras vidas. “Tú no compras con plata”, decía todo el rato, “tú compras con el tiempo de tu vida que gastaste para tener esa plata”. ¡Qué pesado! Dan ganas de pedirle que se calle. ¡Maldito pesado! Déjame tranquilo. (Está mejor muerto, porque su vida era una amenaza a la lógica central del capitalismo. ¿Cómo puede un hombre ser feliz con tan poco? ¡Qué se compre unos pantalones nuevos, por favor!, y un tractor, un coche y una bicicleta. ¿Cómo? ¿Que no lo necesita? Maldito Pepe). Yo quiero unas Salomon, por favor, no puedo vivir sin unas Salomon.