Hay momentos que me enternecen, que pasan por mi vida como una estrella fugaz por el cielo. Los presencio todo lo intensamente que puedo, los grabo en mi memoria, los revivo después en la intimidad, los escribo, bebo de ellos cuando estoy sediento y me arropo con ellos cuando tengo frío. Voy a intentar contarlo.
Es jueves. Es un jueves por la mañana de mediados de marzo. “Ay”, me dice ella mientras deja la mochila en el suelo, “se me ha olvidado la tarjeta del Metro en el otro pantalón. ¿Me esperas en lo que subo rápidamente?”. Antes de yo que pueda contestar, abre la puerta y empieza a subir las escaleras. Yo me quedo allí, frente a la entrada, contemplando el cielo gris y pensando en la lluvia primaveral que está a punto de caer. Después saco el tabaco de la chaqueta y me lío un cigarrillo. Es demasiado pronto para fumar un día de diario, pero no se me ocurre otra manera más romántica de aminorar la espera.
De repente veo a una señora bajar las escaleras y aparto la mochila, que está apoyada sobre la puerta. No quiero molestarla. Ronda los 40, trae un abrigo largo, una pequeña mochila de madre y unas botas negras. Parece que va a trabajar. Sin embargo, abre la puerta del portal, se queda parada a mi lado, en el banzo1 que da a la calle, mira el telefonillo y aprieta uno de los botones. Al otro lado se escucha la voz de un hombre entrado en años. “¿Si?”, dice. “Adiós”, contesta la señora, y sonríe, “solo llamaba para despedirme”. Luego, el hombre dice en un tono impostadamente serio: “Menos mal que me llamas, porque me han dicho que había una mala persona ahí abajo. Ten cuidado”. Al principio pensé que hablaba de mí, que estoy ahí, agazapado a la salida del portal sin razón aparente a las 9 de la mañana de un jueves, pero veo la sonrisa de ella y me doy cuenta de que no tiene nada que ver conmigo.
Entonces, como salida de una película de Disney, escucho la voz esforzada de una niña. “Mamá, hay una persona mala ahí abajo”, dice, y se ríe. Yo sigo al lado, esperando. Me río también, porque no puedo aguantarme. Ella no me mira. Luego acerca los labios al telefonillo y dice: “Bueno, me voy”. “Un beso”, dice él. La señora se baja del banzo y empieza a caminar calle abajo, hacia su trabajo, lejos de la felicidad absoluta de su casa. La niña sigue con la broma: “Mamá, hay una persona mala ahí abajo, cuidado”, suena todavía al otro lado del telefonillo. Luego balbucea algo que no entiendo. Al final se pone él: “¿Hola?”. Solo quedo yo frente a ese telefonillo. No digo nada. La señora baja la calle con las manos metidas en el abrigo. Fin de la escena.
Luego ella, la chica a la que estaba esperando, baja con la tarjeta del Metro, coge la mochila del suelo y me mira. El hombre al otro lado del telefonillo cuelga por fin. Yo me río. Ella me mira confundida: “¿Qué ha pasado?”. No sé qué decirla. “Nada, nada”, digo. Nos despedimos. Ella se va calle arriba y yo calle abajo, en la misma dirección que la señora que, un jueves cualquiera, se dio el tiempo de llamar al telefonillo para despedirse de su marido, bromear con él y que bromeara su hija, aunque la niña no supiera muy bien de qué iba la cosa.
Son los verdaderos ganadores. Han conseguido que Madrid no les pase por encima como una niveladora de cemento. Han conseguido, en un pisito viejo en el barrio de Lavapiés, resistir a la desidia, al estrés, a la ansiedad, a la incertidumbre, al futuro miserable que impone cada día esta ciudad con un pequeño detalle impecable de amor incondicional, de compromiso irreverente en medio de esta isla de turistas (tanto extranjeros como locales).
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1 Así se conoce en Valladolid al mínimo escalón que casi siempre separa la puerta del portal y la calle