Una necesidad

No se puede vivir (aprender a vivir) leyendo mil veces las epifanías a las que han llegado los demás.

Esta es una mariposa que me encontré un día volviendo a casa a las 5 de la mañana. Representa mi estado de ánimo. 

Si me olvidara de mí mismo y me dedicara simplemente a vivir, mi existencia sería mucho más apacible, mi tormento se reduciría a su mínima expresión y los buitres que se alimentan de mis pensamientos obsesivos y deprimentes (catastróficos) se morirían de hambre en la estepa castellana de mi mente. 

Ahora, por ejemplo, me atormenta esta pregunta: ¿Por qué escribo? A veces escribir es una tarea impostergable, una urgencia del alma desesperada, una necesidad. La mayor parte del tiempo es una tortura medieval. Como si me sacaran una gota de sangre por cada palabra que escribo. 

Otra pregunta que me hago constantemente es ¿de qué escribo? De nada. De prácticamente nada. De lo que queda en la superficie, de aquello que me permita juntar palabras hasta demostrar que todas esas horas perdidas que pasé leyendo encerrado en esa habitación ligeramente deprimente merecieron la pena. 

Los periodistas estamos condenados a mantener el personaje hasta en los textos más personales como este. Podría, debería poder permitirme la libertad para hablar de las cosas difíciles de la vida, de mi vida, pero no. El presente crudo y directo está vetado. Es terreno demasiado fértil. Los escritores viven de los rastrojos que quedan después de la siembra, después de la vida. El presente solo se cuela en líneas parecidas a esta si es bohemio, gracioso, fruto de la observación del mundo exterior, o ligeramente intelectual. En general, la realidad no sirve para componer textos apetecibles. 

Estoy cansado. Quizás la inteligencia artificial nos sirva de algo. A lo mejor nos obliga a salir de nuestra mente, de nuestra habitación, a bajar la escalera del ego en la que estamos subidos para vivir la vida de verdad y luego escribir algo que realmente merezca la pena. Hay que vivir más, querer más, gritar más. 

Pero no. Hablar del amor es demasiado cursi. La época que vivimos es más propia del escepticismo y la desesperanza. Las emociones sencillas —el enfado, la alegría, los nervios— se han pervertido y han dado paso a emociones mucho más complejas —la ansiedad, el estrés, la depresión— que lo complican todo. Estamos atrapados en las telarañas de emociones que hemos tejido con nuestras propias manos. No sabemos cómo salir. 

Hablar de la enfermedad, de la miseria personal, de las mierdas que nos pasan en el presente (ayer, la semana pasada, también es presente) es de mal gusto. Solo podemos hablar de estas cosas cuando ya las hemos superado, cuando ya estamos otra vez en lo más alto de la escalera de nuestro ego y podemos contar la anécdota con alguna opinión contundente al respecto. Me gustaría hablar del miedo que me da el amor o de la incertidumbre que me provoca el futuro de mi trabajo, pero no puedo hacerlo. Ya he dicho que soy periodista y tengo que mantener las formas. 

Entonces, ¿para qué escribimos? Yo escribo para acercarme a la realidad por el agujero de la cerradura de la puerta y sacar de ahí, aunque sea, una brizna de sabiduría. Eso significa hablar de la manera perfecta de hacer la pasta casera, del huerto que está creciendo en mi jardín, de las conversaciones siempre extrañas que tengo con la amiga jubilada de mi madre. 

No se puede vivir (aprender a vivir) leyendo mil veces las epifanías a las que han llegado los demás, hay que tener las propias, y para eso hay que sufrir, reflexionar, vivir, caerse y volver a correr hacia ninguna parte, hacia el horizonte nublado. 

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No se puede vivir (aprender a vivir) leyendo mil veces las epifanías a las que han llegado los demás.

Esta es una mariposa que me encontré un día volviendo a casa a las 5 de la mañana. Representa mi estado de ánimo. 

Si me olvidara de mí mismo y me dedicara simplemente a vivir, mi existencia sería mucho más apacible, mi tormento se reduciría a su mínima expresión y los buitres que se alimentan de mis pensamientos obsesivos y deprimentes (catastróficos) se morirían de hambre en la estepa castellana de mi mente. 

Ahora, por ejemplo, me atormenta esta pregunta: ¿Por qué escribo? A veces escribir es una tarea impostergable, una urgencia del alma desesperada, una necesidad. La mayor parte del tiempo es una tortura medieval. Como si me sacaran una gota de sangre por cada palabra que escribo. 

Otra pregunta que me hago constantemente es ¿de qué escribo? De nada. De prácticamente nada. De lo que queda en la superficie, de aquello que me permita juntar palabras hasta demostrar que todas esas horas perdidas que pasé leyendo encerrado en esa habitación ligeramente deprimente merecieron la pena. 

Los periodistas estamos condenados a mantener el personaje hasta en los textos más personales como este. Podría, debería poder permitirme la libertad para hablar de las cosas difíciles de la vida, de mi vida, pero no. El presente crudo y directo está vetado. Es terreno demasiado fértil. Los escritores viven de los rastrojos que quedan después de la siembra, después de la vida. El presente solo se cuela en líneas parecidas a esta si es bohemio, gracioso, fruto de la observación del mundo exterior, o ligeramente intelectual. En general, la realidad no sirve para componer textos apetecibles. 

Estoy cansado. Quizás la inteligencia artificial nos sirva de algo. A lo mejor nos obliga a salir de nuestra mente, de nuestra habitación, a bajar la escalera del ego en la que estamos subidos para vivir la vida de verdad y luego escribir algo que realmente merezca la pena. Hay que vivir más, querer más, gritar más. 

Pero no. Hablar del amor es demasiado cursi. La época que vivimos es más propia del escepticismo y la desesperanza. Las emociones sencillas —el enfado, la alegría, los nervios— se han pervertido y han dado paso a emociones mucho más complejas —la ansiedad, el estrés, la depresión— que lo complican todo. Estamos atrapados en las telarañas de emociones que hemos tejido con nuestras propias manos. No sabemos cómo salir. 

Hablar de la enfermedad, de la miseria personal, de las mierdas que nos pasan en el presente (ayer, la semana pasada, también es presente) es de mal gusto. Solo podemos hablar de estas cosas cuando ya las hemos superado, cuando ya estamos otra vez en lo más alto de la escalera de nuestro ego y podemos contar la anécdota con alguna opinión contundente al respecto. Me gustaría hablar del miedo que me da el amor o de la incertidumbre que me provoca el futuro de mi trabajo, pero no puedo hacerlo. Ya he dicho que soy periodista y tengo que mantener las formas. 

Entonces, ¿para qué escribimos? Yo escribo para acercarme a la realidad por el agujero de la cerradura de la puerta y sacar de ahí, aunque sea, una brizna de sabiduría. Eso significa hablar de la manera perfecta de hacer la pasta casera, del huerto que está creciendo en mi jardín, de las conversaciones siempre extrañas que tengo con la amiga jubilada de mi madre. 

No se puede vivir (aprender a vivir) leyendo mil veces las epifanías a las que han llegado los demás, hay que tener las propias, y para eso hay que sufrir, reflexionar, vivir, caerse y volver a correr hacia ninguna parte, hacia el horizonte nublado. 

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