Cuando yo no había vivido en otra ciudad, pensaba que cada cual tenía su equivalente Feria de Abril, una columna vertebral de farolillos, jarras y picos —en sus dos acepciones—. Lo primero que hay que entender es que la feria es la casa ancha de los sevillanos, que son los que te aseguran la tapa de jamón, te encienden los farolillos del cielo y te proponen un vestuario asfixiante; por su exigencia y por el calor. Los hombres salen ganando porque no se gastan los 500 euros que puede costar un traje de gitana hecho a mano. De ahí que sea sorprendente cuando una de fuera en su primera visita a Sevilla lo desembolse para verse guapa (que cada quien haga lo que quiera con sus ahorros, dicho queda).
Vas por el albero y percibes quién vino para contarlo y quién está en su salsa. Como el yo estético lo mancha todo, hay mucha ese silbada y mucho amante de la juerga que el resto del año escupe la condescendencia a los andaluces. Se nota por el acento, el protocolo y las maneras. Pero los protagonistas son los lugareños, y eso nos alegra especialmente porque el resto del año aguantamos tonterías de gente que imita, por ejemplo, a la vicepresidenta y sevillana María Jesús Montero.
.jpeg)
Es satisfactorio porque, aunque es una fiesta tachada de clasista, se agarra a la tradición y se convierte en una isla menos asaltada por la globalización. El dinero es importante siempre, pero aquí los ricos pueden ser ajenos a los sevillanos y entonces vivirán una experiencia diferente, más fría. Son históricamente bienvenidos los agradecidos y disfrutones, pero imagino que ni siquiera ellos se topan con su primer amor, una examiga, su rollo de la universidad y su abuela en las mismas cuatro calles.
«Me ha dicho la luna que ya no la miras/ cuando te ilumina le vuelves la cara/ me ha dicho la luna/ que si no la miras contigo se enfada».
Con la feria ocurre como con el colegio al que fuiste o como con tu madre, que tú largas, pero como el otro diga algo, le lanzas una zarpa. Lo que más cautiva es su cariz de boda sin novios; no en cualquier descampado encuentras a tres generaciones bailando.
También atrapan las letras de las sevillanas. Ideales para atravesar la pérdida, «algo se muere en el alma cuando un amigo se va»; la pertenencia, «me gusta dormir la siesta, yo soy del sur»; el dolor, «cuando más te quería me dijiste que no»; el tiempo, «y no has notado que has vivido cuando pasa la vida»; el amor, «esa carita tan bonita parece un terrón de miel»; y, obviamente, el cachondeo «me casé con un enano, salerito, pa jartarme de reí».
Tienen los andaluces un humor muy desacomplejado. Como cuando en un viaje a Conil unos chavales del piso de al lado nos despertaron toda la semana con gritos. «Pelucaaaaa». El último día, mi amiga y yo estábamos tomando el sol en la terraza y vimos al aludido, un treintañero completamente calvo. Sutil.

Diez reglas de oro que aprendí como sevillana (no practicante) con más de dos décadas de experiencia
1. Una sevillana es, por naturaleza, terca, ¿cómo si no apretarse las sienes en un moño estrujado por tantas horas? La feria exige una ardua preparación: hay que estar morenos y hay que caber en el traje. No sé si en otras regiones una mujer se mide anualmente el cuerpo de una forma tan brutal y precisa como al intentar caber, a los 29 años, en un vestido que se hizo a los 16.
2. Un sevillano es más bien cuco, coqueto y con alta idea de sí mismo. Un gañán elegante. A mí me dan miedo con el traje liso y la corbata estrellada en colores porque todos son atractivos. Un hombre adecentado ya llama, pues imagínatelo cuatro días seguidos. Importante: Si no te gustaba sin camisa, quizás sigue sin gustarte, aunque lo encuentres perfilado y radiante. ¡No!
3. A los sevillanos, además, los cría el diablo. ¿Tú sabes la de veces que me ha dicho uno «eres la niña más guapa del Real», o su derivada «me voy a casar contigo», y luego se han besuqueado con otra junto a la puerta de la caseta? Todo lo que digan hasta que estallen los fuegos el domingo es mentira o exageración. (Especialmente imprescindible para el norteño, que no comprende que precisamente ese el punto; la exaltación, la emoción y la belleza).
4. Aplicable otras relaciones: que actúe como tu mejor amigo en la Feria de Abril no implica que lo sea fuera de ella, y esto no es necesariamente negativo. Es diversión y desempeño.
5. Bajo el sol de Sevilla yo entendí el entusiasmo y bajo su sol yo también me asé. Nadie sabe lo que es calcinarse con 40 grados hasta que no lleva kilos de tela, se encierra en el baño con la compañera de clase para desnudarse y le pide que le sople la cara.
6. Los oriundos van de lunes a viernes, y cada día va perdiendo fuelle. «El finde es para los de fuera», me aseguraron una vez como un mantra que repito sin acritud. No sé por qué no voy el finde. Sigo a la manada.
7. Algo práctico: el mapa de casetas es un tesoro, la cobertura no existe. Póntelo de fondo de pantalla. No te lo imprimas, que hay espacio limitado en bolsillos y escote, donde se esconden las flamencas sus secretos, el teléfono, el clavel y, por último, las tetas.
8. La ida y la vuelta es criminal. Escoge un buen compañero de fatigas.
9. Se come mal, se bebe mucho y se duerme poco; esto es como el «sin cantar ni afinar», pero que enreda.
10. Dos palabras: el grupo Raya real. Y dos referentes en redes sociales incomparables: Elena Gortari y la Shannis, la pija y la quinqui. No voy a comentar a la gente que nos disgusta porque ya lo habéis visto todo; quedan retratados por su ego atrevido
.
«Me va la noche y el tibio sol del amanecer/ me va el paisaje, las golondrinas y el río aquel, me va el amor de verdad»
Mi anécdota menos favorita de la feria fue cuando conocí a los amigos del bohemio que me gustaba. Afanada, estúpida, embriagada por ellos, me presté a ayudar a una de las chicas del grupo a vomitar al baño. Apenas cabíamos en esa cueva plástica y, aun con mi mano agarrándole el pelo, me comentó: «Tenemos muchas cosas en común». Le olía el aliento. «Yo estuve con tu novio», zanjó. Horror, traición e información innecesaria. Pero sonreí, porque las sevillanas somos un cielo lindo de estrellas.
Volver a casa a las seis de la mañana con los zapatos amarilleados insalvables, el sudor antiguo de la tarde y la flor apretada en la sien. Preguntar más hondo, más fuerte: «¿Qué mierda hago aquí?». Al día siguiente, ese chico me dijo que necesitaba espacio, una palabra abstracta que enloquece. Algo que suele pasar en estas fiestas es que las relaciones o se endurecen o se quiebran.
Ya el último domingo, cuando volvía cabizbaja con mi amiga por el albero —que es más denso si estás triste y más ligero con la alegría—, vimos a un hombre sobre una escalera que desmontaba las carpas. Fue fácil de convencer. Primero una y luego la otra, subimos al cielo para verle el techo a las casetas. Por la mañana, mi madre nos despertó descojonada. «¿De dónde habéis sacado estos farolillos?».